lunes, 30 de diciembre de 2013

Francisco, la persona del año


         


         Como es sabido, la revista Time ha elegido al papa Francisco como el personaje del año.  Ciertamente, es una gran noticia para una Iglesia Católica devastada por los escándalos de corrupción financiera y las denuncias de pedofilia, además de atascada en una teología dominante extremadamente conservadora. Bergoglio, junto con su predecesor, Benedicto XVI  se han convertido en los artífices de una política tiene como objetivos enfrentar los problemas que tiene la Iglesia Católica y de renovar su rostro frente al mundo. Lo que Francisco está cosechando ha sido sembrado por Ratzinger, por decirlo de algún modo.
            La inesperada renuncia de Benedicto XVI tomó por sorpresa, especialmente al sector corrupto y conservador enquistado en Vaticano, quienes recibieron la noticia con desprecio. Pero Ratzinger, siendo un hombre lúcido, prefirió dejar la posta a alguien que tuviese las energías suficientes para tomar las riendas en sus manos y conducir la lucha contra la corrupción en Vaticano. Evidentemente, Ratzinger no quería terminar siendo un  títere del entorno mafioso que lo circundaba.
            Las nuevas energías de Bergoglio le permitieron dar no sólosignos importantes, sino pasaos decisivos. Entre los signos, se encuentran la austeridad y la cercanía con la gente. No por nada asume el nombre de Francisco, el santo de la vida evangélica de la pobreza. La cercanía con la gente lo conduce a salir de su centro y acercarse a las personas con cordialidad y sin pompa ni teatralidad. En esto, hay una gran diferencia con Juan Pablo II, quien también tenía una enorme cercanía con las personas, pero su cercanía se encontraba cargada de pompa y de gestos histriónicos que los hacían sospechosos, ante un ojo avisado. Otro gesto importante es su relación con la comunidad gay. Bergoglio no ha dicho nada nuevo, no ha señalado nada que no se encuentre dentro de la doctrina católica, sino que ha recordado que, de acuerdo con la doctrina, las minorías sexuales son también personas y no “máquinas falladas”. Sus declaraciones al respecto lo hacen ver como un unnovador debido a la rabiosa homofobia que circulaba por Vaticano y que iba a contrapelo de la misma doctrina oficial.
La austeridad y la cercanía con la gente hacen que Bergoglio conecte rápidamente con la opción preferencial por los pobres, y  abra las puertas, de una manera más decidida, a la Teología de la Liberación de Gustavo Gutiérrez. Y esto nos lleva a los pasos decisivos. En primer lugar, la permanencia del cardenal Gerhard Müller, como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Un hombre cercano a Gustavo Gutiérrez y que sirve de contrapeso a los cardenales untraconservadores. Junto con ello, la remoción de Tarcisio Bertone del cargo de Secretario de Estado (un hombre cercano al ala más conservadora y amigo de Cipriani) por Pietro Parolin, que no un hombre conservador, pero no radical.  Finalmente, el tercer paso decisivo de Bergoglio ha sido la conformación de un consejo de ocho cardenales para evaluar la situación actual de la Iglesia.

Todo esto ha traído nuevos aires en América Latina. Si bien, corrían rumores de que Cipriani sería sacado del arzobispado, lo cierto es que el exaltado Cardenal de Lima se ha atemperado mucho y a optado por mantener un  perfil bajo después de décadas de actitud arrogante y envalentonada. Parece ser que la negociación con Vaticano lo ha asustado. Por otro lado, la situación de la PUCP ha mejorado, pues los juicios y pleitos con la Santa Sede se han ralentado considerablemente, gracias a que Vaticano no está ejecutando nada y en el plano local, el poder judicial decó de acelerar el juicio sobre los bienes tal como lo venía haciendo bajo el gobierno aprista.

viernes, 27 de diciembre de 2013

HAYEK Y STALIN


  

Es habitual, en nuestro medio criollo, señalar que el “liberalismo” (en realidad, el neoliberalismo económico) que hunde sus raíces en la escuela austriaca de Von Mises y Von Hayek es a) el autentico liberalismo y b) que todo aquel que se oponga esa línea de pensamiento no es otra cosa que un stalinista radical, moderado o solapado. Semejante discurso ha sido propalado insistentemente en nuestro medio durante los últimos años con motivaciones no estrictamente académicas sino también basadas en intereses económicos. Es claro que acusar a todo pensamiento alternativo de ser una versión matizada del stalinismo resulta una estrategia efectiva para sacarla del camino, en especial en una sociedad ferozmente de derecha donde los medios de comunicación, el poder económico y la integrista derecha católica han hecho.
            Recientemente, Héctor Ñaupari se propuso enmendar la plana a Gonzalo Gamio, señalando que los pensadores que Gamio presentaba como liberales, a saber, Rawls y Walzer, no lo eran en realidad. Incluso señaló que si se quería hablar del liberalismo, deberían convocar a un  verdadero liberal.  Ñaupari, en esta crítica, evidentemente, no expresa un pensamiento propio, reflexionado y sopesado cuidadosamente, sino que solamente se limita a repetir lo que ha escuchado, como quien repite un credo dogmático. (http://gonzalogamio.blogspot.com/ Conceptos y contextos en torno a la filosofía política liberal, 13 de diciembre de 2013)
            La actitud de ver stalinismo en todo pensamiento alternativo ha lindado con el ridículo últimamente, cuando se acuso a John Rawls, a Michael Walzer y a Amartya Sen de no ser “auténticos liberales” (es decir stalinistas enmascarados). La acusación suena con lo delirante en tiempos en que toda la academia seria reconoce en Rawls uno de los grandes renovadores del liberalismo con su teoría de la “justicia como equidad” defendida en su Teoría de la Justicia y en El Liberalismo Político.
            En realidad, si uno se desplaza del ámbito de los intereses al de los conceptos podría encontrar insospechadas semejanzas entre el pensamiento de Stalin y el de Von Mises y  Von Hayek. Incluso se podría hacer la siguiente equivalencia: Hayek es a Stalin como John Locke es a Marx. Es innegable que Locke es el padre de la tradición liberal y que su visión del liberalismo es sumamente rica en facetas y detalles: desde la defensa de la tolerancia religiosa hasta el combate contra todo tipo de tirania, pasando por la libertad de conciencia, pensamiento y de propiedad.
            La riqueza del pensamiento de Marx resulta también innegable: su admiración  por la sociedad capitalista, su comprensión de de la dinámica de la economía  capitalista, su flexibilidad en su pensamiento y en sus posturas; todo ello hace del pensamiento de Marx no solo una visión plástica del pensamiento social, sino una veta interesante de investigación y reflexión.
            Stalin y Von Hayek en cambio comparte el  "merito" de  reducir a una caricatura a Marx y a Locke respectivamente. Mientras que Stalin cancela el ideal marxista de emancipación del género humano y lo reemplaza por el de la sujeción a un estado totalitario, Hayek reduce la  pluralidad de libertades a la sola libertad económica en el mercado, instaurando la tiraría del capital sobre las demás libertades humanas con lo que reduce la riqueza del pensamiento de Locke a un economicismo craso.

            En el fondo Stalin y Hayek comparten tres presupuestos básicos que  juntos resultan ser sumamente perniciosos. El primero es el que la economía determina todas las relaciones sociales. El segundo es que el poder tiránico por parte de quien controla la economía se encuentra legitimado. Y el tercer presupuesto es el peor de todos. Se trata de considerar la perspectiva que tienen como la púnica correcta, la interpretación “verdadera” tanto de marxismo como de liberalismo. Aquella certeza ciega de tener la Verdad conduce a sus seguidores en cazadores de brujas, extirpadores de idolatrías y perseguidores de herejías. Es por ello que los liberadores criollos que siguen a Hayek tienen una alergia ante los nombres de Rawls, Walzer y Sen, entre otros, porque los ven como herejes que se alejan del dogma y la ortodoxia. Lo paradójico es que el liberalismo surgió en occidente como una concepción antidogmática y que cuestionaba las ortodoxias, vengan de donde vinieran.  El liberalismo nace en en siglo XVII separando la justicia y la verdad, como dos términos que no deben establecer una conexión para evitar los dogmatismos tiránicos.

viernes, 13 de diciembre de 2013

MANDELA

            


        La sensible muerte de Nelson Mandela ha conmovido a todo el mundo, no tanto porque se haya suscitado repentinamente, sino por la huella que éste dejó en nuestro mundo contemporáneo. Ciertamente, la gravedad de su estado de salud era conocida desde hace algunos meses. Pero el significado de su vida para nuestro mundo actual es lo que brilla más en este momento.

I

            Mandela es reconocido contra luchar y derrotar el régimen del apartheid en Sudáfrica. El apartheid, término que en afrikáans significa  “separación” , era un régimen de segregación racial que separaba a la mayoría negra de Sudáfrica y Namibia del poder político y económico, con el objetivo de que la minoría blanca puedan mantener sus privilegios.  En vista de lo sucedido en otros países del entorno, donde las minorías blancas habían cedido el poder a la mayoría negra, el Sudáfrica la minoría blanca había impuesto el régimen del apartheid para evitar perder su posición de poder. Ello significaba la creación de lugares habitacionales, de estudio y de recreo separados, la denegación al voto de la mayoría negra, la prohibición de matrimonios y de relaciones sexuales entre negros y blancos. 
            Este régimen fue impuesto en 1948, bajo el gobierno del Daniel Malan, del radical Partido Nacionalista. Cuando dicho partido ganó las elecciones, en 1947, Malan declaró lo siguiente: "Hoy día Sudáfrica vuelve a ser nuestra, Dios permita que sea nuestra siempre", donde el término “nuestra” refería a la minoría blanca (21% de la población). La gesta de Mandela y de CNA (Congreso Nacional Africano) comienza desde muy temprano con la Campaña de Desobediencia Civil de 1952 y con la resistencia no violenta, inspirada en Gandhi,  desarrollada durante esos años. El 5 de diciembre de 1956 fue arrestado, junto con otros 150 activistas, y fue encarcelado entre 1956 y 1961, año en que fue liberado por ser hallado inocente. A raíz de la masacre de Sharpeville, el 21 de marzo de 1960, en la que la policía abrió fuego contra manifestantes matando 69 personas, el CNA abandonó la resistencia pasiva y asumió estrategias guerrilleras.  En esa década Mandela participó activamente en esta resistencia armada, liderándola y fue declarado terrorista por la ONU, y aunque huyó del país, fue capturado con el apoyo de la CIA y entre 1964 y 1990 fue encarcelado en la prisión de la Isla Robben, con el número 466/64 (por la celda y el año).


II

            Por las presiones internas y externas, el gobierno de De Klerk liberó a Mandela y se convirtió en el principal interlocutor para la democratización de Sudáfrica y el desmantelamiento del régimen del apartheid. En 1995 Mandela el electo presidente e instauró la Comisión de la Verdad y Reconciliación en su país, presidida por el Arzobispo Desmond Tutu. La Comisión presentó su Informe Final en 1998.
            En varios aspectos la situación de sudafricana que Mandela tuvo que enfrentar tiene sus paralelos con la situación que debemos enfrentar en el Perú. Entre ellos se pueden destacar 3: a) El paso de un régimen no democrático a otro de carácter democrático, b) Encarar el mal social y político de la discriminación racial y étnica,  y c) El llevar adelante una Comisión de la Verdad.

            El proceso de democratización del régimen político sudafricano fue a través de un proceso largo que culminó con una negociación con el régimen de De Klerk. En ese proceso, la presión internacional fue un elemento determinante. En el caso peruano, también gracias a la presión internacional y a los escándalos de los vladivideos el régimen fujimontesinista tuvo que abandonar el poder. No hubo, como en Sudáfrica, una negociación, o un acuerdo hacia la transición democrática. El régimen autoritario se aferró en Perú todo lo que pudo. De otro lado, en Sudáfrica la segregación racial no estuvo exenta de violencia, al igual que el conflicto armado interno en Perú estuvo marcado por el desprecio racial y étnico, donde los pueblos quechas, aymaras y amazónicos fueron brutalmente tratados tanto por los grupos terroristas (MRTA y SL) como algunos efectivos del orden.  Y en ambos países se instituyó una Comisión de la Verdad, una vez caído el régimen anterior e instaurada la democracia. Si algo debe ser asociada la memoria de Mandela es a la Comisión de la Verdad, por su instauración y el impulso que le dio. En el Perú hemos carecido de un gobierno que se comprometa realmente con el trabajo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. La figura de Mandela constituye una exigencia para la sociedad peruana en ese sentido.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

¿Es posible justificar moralmente el castigo de ese modo? (Tercera parte)

3.- ¿Es posible justificar moralmente en castigo penal de ese modo?

            Tras explorar las posibilidades de salir del impasse en el que las perspectivas tradicionales se encuentran, Rabossi emprende la tarea de articular un nuevo enfoque. La estrategia argumentativa de Rabossi consiste en, primero, tratar de explorar las posibles soluciones de la aporía en la que se encuentra la discusión tradicional al respecto. En dicha indagación nuestro autor da cuenta que ambas perspectivas tradicionales son a) inconsistentes en sí mismas, b) incompatibles entre sí y c) que respecto de ellas no es posible predicar que se trata de teorías que responden a preguntas distintas sobre el fenómeno del castigo penal. Por lo tanto, la única opción que queda es abandonar ambas perspectivas y afirmar un nuevo enfoque.
            Aquí Rabossi argumenta a la hegeliana, es decir, declara que ambas perspectivas tradicionales son unilaterales (es decir, que cada una de ellas considera sólo un elemento – la retribución o las consecuencias- y no perciben la multiplicidad de factores que entran en juego). De esta manera Rabossi sugiere superar ambos enfoques. Si bien el filósofo argentino no menciona expresamente a Hegel, nosotros tenemos que entender qué es lo que significa la expresión superación en la conocida dialéctica hegeliana: Se trata de encontrar dos concepciones que sean a) unilaterales y b) que entren en contradicción una con la otra, para después  llegar a una articulación sistemática de ambas perspectivas, es decir, una articulación que tenga consistencia interna y que recoja lo valioso de cada una de las perspectivas superadas y las enlace a través de los sólidos engranajes de la lógica.
            Podría señalar que la propuesta afirmativa desarrollada por Rabossi no llega a ser hegeliana, sino pseudohegeliana. Me explico: en vez de apostar por una articulación  que tenga sentido sistemático, la respuesta de termina siendo ecléctica. Tal vez ese eclecticismo se deba a la conciencia de que en la filosofía contemporánea la idea de sistema omniabarcante y con pretensión de explicar todo el conjunto de fenómenos y relaciones en el mundo ha pasado de moda (ha sido superada)  Pero, la conciencia de que la idea de sistema en filosofía ya no es relevante no ha conducido a ninguno de los filósofos contemporáneos que conozco a abandonar la exigencia de racionalidad en su planeamiento, es decir, la exigencia de que su posición tenga consistencia gracias a la coherencia interna que tiene su perspectiva. En la filosofía contemporánea una perspectiva puede estar articulada por una de las múltiples racionalidades posibles, puede tener consistencia interna,  pero mantener la conciencia de su finitud, saber claramente que no da razón de la totalidad de las cosas, sino que sólo expresa una perspectiva posible, es decir, que no es sistemática.
            El eclecticismo, por su parte, no se encuentra sostenido por una racionalidad posible, sino que es la suma de elementos sin explicar claramente la relación que se pretende encontrar entre ellos. Constituye lo que en el lenguaje coloquial se conoce como “cajón de sastre”.  Aquí se vuelve imperante que distingamos con claridad el rechazo a las concepciones sistemáticas de la filosofía contemporánea del eclecticismo.  Las pseudoargumentaciones eclécticas no las he encontrado en ningún filósofo, sino en teólogos y juristas. Abrigo la sospecha de que la opción por el eclecticismo tomada por Rabossi no ha sido abrazada por él en tanto filósofo, sino en tanto jurista. Considero por tanto que no podemos justificar moralmente el castigo penal siguiendo los consejos de Rabossi.


4.- ¿Tenemos alguna opción de castigar a alguien manteniendo nuestra conciencia moral en paz?

            Considero que podemos responder afirmativamente a esa pregunta. Pero resulta evidente que ni las opciones tradicionales que Rabossi critica ni el eclecticismo que defiende constituyen una opción para nosotros. Los juristas, de manera completamente involuntaria, se han encargado de hacer invisible ante sus ojos ese camino posible. Ello ha sucedido porque han ofrecido un crédito desproporcionado al positivismo jurídico de Hans Kelsen.
            Kelsen expresamente señala en su Teoría pura del derecho dos cosas: a) que él se considera un seguidor del planteamiento deontológico de Kant, planteamiento que distingue entre el ser (el ámbito de la naturaleza física y social) y el deber ser (el campo de las normas morales, jurídicas y las correspondientes a la teología moral: y al mismo tiempo afirma b) que en sus escritos tardíos de Kant (entre los que se encuentra sus escritos políticos y su Doctrina del Derecho) se habría realizado un abandono del llamado proyecto crítico. La distinción entre ser y deber ser forma parte de dicho proyecto crítico, pero éste  incluye una crítica a la metafísica tradicional. De esta manera, cuando Kelsen acusa en los escritos tardíos de Kant de abandonar el proyecto crítico, lo que hace es acusarlo de volver a la aceptación de la metafísica tradicional. Con ello lo que consigue el jurista alemán es que la tradición del derecho eche al olvido o interprete mal (cosa peor aún)  la filosofía del derecho desarrollada por Kant.
            Pero seríamos injustos si echamos toda la culpa a Kelsen. En realidad los filósofos llamados “neokantianos” de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, infectados por el virus del positivismo han tenido gran parte de culpa en esto. Ellos se encargaron de hacernos cree que la única obra de Kant que merecía nuestra consideración es la Crítica de la razón pura, a la que interpretaron como una obra exclusivamente dedicada a la epistemología, es decir, a la teoría del conocimiento. (cuando, en realidad, se trata además de una obra de metafísica y de política).
            Considero que Rabossi sufrió también de esa ilusión óptica fomentada por los neokantianos y por Kelsen, y creyó que la filosofía jurídica de Kant no tenía nada interesante que decirnos. Peor aún, asumió acríticamente la interpretación, muy extendida entre los penalistas,  según la cual la posición de Kant respecto de la justificación del castigo se ubica en el retribucionismo extremo, que es el rigorismo. Es por ello que se hace necesario poner sobre la mesa de discusión este asunto que ha sido fruto de malentendido en las escuelas de derecho. Es obvio que llevar adelante esta discusión y mostrar todas sus implicancias  demanda un espacio mayor del que dispongo en esta introducción, pero intentaré señalar los puntos neurálgicos de la cuestión.
            Como hemos visto, lo que distingue la posición retribucionista de la posición defendida por Kant es que la primera se centra en el castigo por sí mismo, mientras que la segunda se centra en la libertad racional de la persona, es decir, en su dignidad. Es decir, desde la perspectiva de Kant el fin del castigo penal es hacer valer la dignidad de la persona. Según Kant, una persona es digna porque a través de su razón es capaz de a) determinar por sí mismo sus pautas morales y jurídicas, de manera autónoma, y b) es capaz de mover su voluntad hacia el cumplimiento de esas normas morales. Como estas normas son racionales, no expresan intereses particulares, sino exigencias universales. Por eso el derecho y la moral que se derivan de la razón son universalistas y hacen vales la libertad de las personas.
            Esto que he presentado de manera sucinta y sin mayor explicación tiene sus consecuencias para la teoría del castigo. ¿En qué consiste la naturaleza del castigo para Kant? En hacer valer la libertad tanto en el que delinque como en los demás. Detengámonos un poco en este punto para ver qué es lo que aquí está sucediendo. Kant entiende que existen dos tipos de libertad: a) la libertad salvaje y b) la libertad de la voluntad. La libertad salvaje es amorfa y abstracta, es decir, es la libertad de hacer lo que me venga en gana y de actuar conforme a mi capricho. Este tipo de libertad es falsa, porque en realidad representa la atadura que vivo respecto a mis pasiones y deseos. En cambio, la libertad de la voluntad es concreta y determinada. Se trata de la libertad de mi razón de darme leyes a mí mismo, tomando distancia de mis deseos y pasiones.
            Es justo  aquí donde sucede algo importante: si la libertad de la voluntad supone y exige mi capacidad de tomar distancia de los deseos y las pasiones, entonces se hace necesario que la coacción se muestre como la otra cara de la misma moneda de la libertad. En el caso de la moral, es la misma conciencia moral de la persona la que impone la coacción. Para el caso del derecho es el Estado, a través de las fuerzas del orden, las que aplican dicha coacción.  Es aquí donde surge la necesidad del castigo penal. La pena se justifica, pues, porque es la manera que tiene el Estado para hacer valer la libertad de los ciudadanos. Si esto es así, la posición de los retribucionistas es falsa, porque considera que la pena vale por sí misma; también se encuentran en el error los utilitaristas y los consecuencialistas, porque consideran que el castigo vale por sus consecuencias sociales. Pero también Rabossi estaría en el error, porque no ofrece una justificación consistente de la moralidad del castigo.


viernes, 6 de diciembre de 2013

¿Es posible justificar moralmente el castigo de ese modo? (segunda parte)

2.- Justificación moral del castigo penal.

            El texto de Rabossi tiene una estructura sencilla pero sumamente útil. Resulta ser un estudio minucioso y profundo del tema en cuestión. En él se identifican dos paradigmas o teorías tradicionales que intentan una justificación moral del castigo penal: el retribucionista y el consecuencialista. Desde la perspectiva defendida por Rabossi, ambas teorías cuentan con las siguientes características generales: a) ambas son incompatibles entre sí, b) cada una de ellas, tomadas por separado resulta ser un enfoque parcial, y por lo tanto, insuficiente. Es por ello que el jurista y filósofo argentino sugiere que nos apartemos de ambos enfoques y asumamos un enfoque renovado  que resulta ser más amplio y útil. Desde nuestra perspectiva la argumentación de Rabossi acierta al señalar las deficiencias de los enfoques tradicionales, pero no se deja percibir con claridad la articulación. En lo que sigue presentaré sucintamente el enfoque retribucionista y el enfoque consecuencialista, tratando de contextualizarlos en la tradición de la discusión sobre la ética, ver sus falencias y fortalezas, para después examinar la propuesta de Rabossi, a fin de justificar  mi afirmación de que no resuelve el problema. Finalmente presentaré un enfoque alternativo.


2.1.- El enfoque retribucionista.

            Rabossi describe el enfoque retribucionista como sosteniendo la siguiente tesis:

El castigo [penal] que se inflinge  a un individuo se encuentra moralmente justificado por el hecho de que dicho individuo merece ser castigo; y merece serlo cuando es culpable de haber cometido una ofensa[1].

            La teoría retribucionissta sostiene que el castigo impartido por el derecho penal tiene como fin hacer pagar a alguien por una falta cometida contra el derecho. En la acción punitiva no se tiene en cuenta tanto los contextos sociales involucrados ni las consecuencias que se puedan derivar del castigo, sino el que el trasgresor reciba su castigo. De estas maneras, el castigo no tiene que tener en vistas las consecuencias.
            Este anticonsecuencialismo es compartido por el enfoque retribucionista y la perspectiva de Kant, cosa que induce a error a Rabossi. Nuestro  autor, siguiendo la tradición jurídica, más que la filosófica, identifica falazmente la posición retribucionista con la perspectiva kantiana.  Si bien es cierto que el rechazo al consecuencialismo conduce a Kant a afirmar en la Metafísica de las costumbres que el castigo no es un medio para promover otro bien, ya sea para el criminal, para la sociedad en su conjunto o para algún particular. Pero ello ha causado la falsa intuición en la tradición jurídica, de la que Rabossi hace eco, de que Kant afirma que “el castigo es un fin en sí mismo”. Aquí falta depurar los conceptos de manera adecuada. Distingamos la posición retribucionista de la posición de Kant. La posición retribucionista afirma que “el castigo es un fin en sí mismo” porque con ello se restituye el orden que la falta había roto. En cambio Kant sostiene que la persona racional y libre es el único fin en sí mismo. Si bien la falta vulnera el orden jurídico (y lesiona jurídicamente a otra persona o al Estado) es porque ella vulnera la libertad de los implicados, incluso del que delinque. Es por ello que el castigo tiene como fin restituir la libertad de las personas y hacer valer su dignidad.
            La concepción retribucionista, en cambio, tiene sus bases no la consideración de la libertad y la dignidad de las personas, sino en una consideración más primaria y filosóficamente poco acrisolada: se trata de la idea de la venganza institucionalizada bajo la forma de la antigua ley del talión, que a veces ha sido defendida con los recursos del derecho natural clásico. Se trata de que el daño causado debe ser castigado siguiendo la máxima del “ojo por ojo, diente por diente”. Esta intuición de la justicia penal representa la venganza institucionada porque de lo que aquí se trata es que el que comete la falta sufra la misma cantidad de daño: si has matado, has de ser condenado a muerte, lo mismo que si has abusado sexualmente a una persona indefensa. Se trata de “venganza institucionalizada”, porque a) quien la lleva a cabo no es la víctima directamente, sino el Estado, b) al llevarse a cabo tal venganza se procura reducir la intensidad de la rabia que la víctima y sus familiares contienen, pero c) pero, de todas maneras, al ser considerado el castigo como un fin en sí mismo se sigue llevando adelante el proceso de venganza por medios Estatales. Uno de los principales problemas del enfoque retribucionista, es entonces que no distingue el concepto de “venganza” del  de “justicia”. Esto último levanta la siguiente pregunta respecto de la visión que Rabossi  tiene al respecto: ¿porqué no denuncia tal identificación de la venganza con la justicia?. ¿No será, acaso, que sus esfuerzos por identificar el enfoque retribucionista con la perspectiva kantiana lo condujo a ese punto ciego? Me explico: Al asociar la posición retribucionista a una concepción robusta sobre la justicia, como es la kantiana, ello creó la ilusión de que la primera concepción también era una concepción sobre la justicia.
            Pero una de las falencias del enfoque retribucionista que Rabossi advierte con lucidez es que éste incluye la idea de que el castigo debe ser proporcional a la falta. Esta idea de proporcionalidad entre el castigo y la falta trae consigo el problema de calibrar el grado de la pena con el grado de la falta. De hecho no existe un método ni científico ni de otra índole para realizar tal medición. La única manera es hacerlo de manera intuitiva y aproximativa. Pero si el fin es el castigo, una intuición aproximativa resulta ser siempre insuficiente. Si se trata de centrarse en el castigo en sí, la desventaja de un cálculo aproximativo frente a un método matemático consiste en que siempre dará pié a una diversidad de interpretaciones diversas respecto del castigo “justo”, y nunca habrá paz al respecto. La única manera de zanjar la constante contraposición de interpretaciones sería a través del recurso a la autoridad. Pero esto no resuelve el problema, sino que simplemente lo pospone, porque la determinación de la autoridad puede ser cuestionada por quienes consideran que el fallo no empata con sus intuiciones de lo justo para el caso dado. Ciertamente, el derecho tiene sus mecanismos para diluir el conflicto a este nivel (en la justicia procedimental y en el derecho procesal), pero volver difusa una insatisfacción respecto de la justicia no es eliminarla, sino hacer que se perpetúe. Entonces, ¿dónde está el origen del problema? ¿Se trata acaso de que no encontramos un método eficaz y científico? Desde luego que no. El problema reside en que el enfoque se centra en el castigo en sí mismo y no en otras consideraciones.


2.2.- El enfoque consecuencialista o utilitarista.

            Del otro lado se encuentra el enfoque consecuencialista o utilitarista del castigo, al cual no interesa tanto la proporcionalidad que guarden la falta y el castigo, sino las consecuencias sociales (o la utilidad para la sociedad) que tenga el castigo.  De esta manera es posible que se piense  en el impacto que la pena tenga en la sociedad (que sea disuasiva, por ejemplo), más que en  si es verdaderamente justa. Con ello la concepción consecuencialista del castigo supone que el castigo infligido a personas inocentes se encuentra moralmente justificado si tiene poder disuasivo, es decir, si disuade a cualquiera de cometer una falta determinada[2]
            De este modo, reconstruyendo la argumentación de Jeremy Bentham –uno de los articuladores más importantes del utilitarismo- señala Rabossi:

El castigo sólo puede justificarse moralmente cuando se toma en cuenta las consecuencias valiosas que su aplicación puede llegar a producir[3].

            Tal consideración de las consecuencias que se encuentra en el pensamiento utilitarista o consecuencialista surge de una crítica fundamental hecha a la concepción retribucionista. La crítica sostiene que tanto el crimen como el castigo significan a fin de cuentas infligir daño a alguien, y causar daño a alguna persona no se justifica a menos que esa acción tenga consecuencias positivas. Dentro de la concepción utilitarista la expresión “consecuencias positivas” significa que se ha obtenido el mayor beneficio posible con el menor perjuicio posible. Ahora bien, puesto que los seres humanos viven en sociedad, el cálculo del mayor beneficio no puede realizarse solo sobre la base del bienestar de una sola persona, sino que ha de realizarse tomando en cuenta el bienestar de la sociedad en su conjunto. De este modo “consecuencias positivas” significa en mayor beneficio con el menor perjuicio para toda la sociedad.
            Con esta mira puesta en las consecuencias el utilitarismo, tal como Bentham y sus seguidores más fieles los definen, estaría considerando no el pasado, como hacen los retribucionistas, sino el futuro. El utilitarismo tendría la virtud, desde el punto de vista de sus defensores, de ser una filosofía moral del futuro, es decir, que tiene en mientes el futuro y el progreso de la sociedad. Esta afirmación entraña la creencia, que los utilitaristas comparten con los positivistas y los marxistas, entre otros (que, a fin de cuentas, es una creencia que se encuentra enraizada profundamente en la mentalidad de los hombres modernos) de que la historia de la humanidad avanza hacia estadios mejores de civilización técnica, científica, moral, política y jurídica. Pero, ciertamente, pensaban los utilitaristas, para encarar mejor el progreso (o estar más a tono con él) es menester un cambio de actitud: no anclarse en el pasado, sino disponer nuestro espíritu en la formación del futuro.  Este cambio de actitud significa, en resumidas cuentas, abandonar la concepción retribucionista (que nos ancla en el momento pasado en el que se cometió el delito) y abrazar el utilitarismo, que nos conduce tras los vientos frescos del mañana, aquél mañana en el que los sueños de justicia y felicidad esperan con ansias al género humano.
            Esta concepción, por cierto cargada de esperanzas, tiene sus bemoles. Rabossi, con agudeza, logra percibir uno de ellos: si lo que importa en el castigo (es decir, lo que lo justifica moralmente) son las consecuencias, importa menos que éste se propine a los culpables o a los inocentes. Las consecuencias positivas que se espera del castigo es que tengan poder disuasorio, es decir, que hagan que los miembros de la sociedad piensen dos veces antes de cometer un delito. En virtud del efecto disuasorio estaría moralmente justificado castigar a gente inocente, cosa altamente cuestionable.
            Este paso cuestionable que da el utilitarismo tal como Bentham lo defiende fue cuestionado por uno de sus discípulos más brillantes, John Stuart Mill. En sus dos obras más importantes, Sobre la libertad[4] y El utilitarismo[5] Mill introduce dos correcciones sumamente importantes al principio de utilidad social defendido por Bentham. La primera corrección es que el bienestar de la sociedad no se debe conseguir por sobre la libertad de los individuos, ya sea que estos individuos pertenezcan a una minoría política, social o cultural, o ya sea que esas personas tengan costumbres extravagantes que causan el rechazo de la mayoría de la sociedad (como el caso de los Quakeros). Ni el Estado ni la sociedad tienen el derecho de conseguir sus fines soslayando la libertad de cada individuo. Así, en Sobre la libertad, Mill emprende una defensa sumamente importante de la libertad de las personas por sobre los intereses y el bienestar de la sociedad.  De esta manera, el principio de utilidad social es válido de manera condicional, siempre que no se vulneren las libertades de las personas. Pero la corrección que incorpora Mill al principio de Bentham va a incorporar también una consideración sobre la justicia. Desde la perspectiva de Mill, la utilidad es algo importante, pero no lo es tanto como la justicia. La justicia (el dar a cada cual lo que le corresponde, sin desmedro de sus derechos) tiene primacía sobre la utilidad. Este es el aporte del último capítulo de El utilitarismo.
            Con estas correcciones hechas al principio de utilidad Mill evita que su concepción permita que se justifique moralmente el castigo de personas inocentes. Pero existen sospechas fundadas de que, al incluir tales correcciones, Mill esté abandonando el utilitarismo y se desplace hacia el campo del liberalismo. Quién ha apoyado con más vigor esta sospecha fue Isaiah Berlin en una excelente introducción al texto de Mill sobre la libertad.
            A parte de la cuestión de la justificación moral del castigo penal de las personas inocentes, es posible detectar otra gran crítica al utilitarismo de Bentham. Esta vez la crítica se cierne sobre el empirismo y el positivismo que nutren el pensamiento utilitarista.  El empirismo sostiene que todo lo que podemos conocer es aquello que se encuentra a disposición de nuestra experiencia. A su vez, la experiencia tiene dos áreas claramente definidas: a) la experiencia externa, es decir, aquella que demarca nuestro conocimiento hasta lo que nuestros cinco sentidos puedan captar; y b) la experiencia interna, compuesta por los recuerdos, los sentimientos y todas las afecciones que nuestra alma o psiquismo pueda padecer. Con ello el empirismo niega la existencia de todo objeto que desborde la experiencia, tal como ha sido definida.  En otras palabras, el empirismo, desde John Locke y David Hume, rechaza la existencia de objetos metafísicos. El positivismo, desde los franceses Auguste Comte y Henry de Saint-Simón abrazan el rechazo de la metafísica defendido por el empirismo británico, pero añaden la creencia de que sólo es posible tener conocimiento sobre la experiencia a través de los métodos de las ciencias. Para el positivismo la ciencia por excelencia  resulta ser la física matemática de Newton porque la aplicación de sus métodos  nos permiten acceder a conocimientos exactos e indudables.
            El pensamiento jurídico de Bentham no sólo considera la utilidad social como un principio básico, sino que además abraza el positivismo, es decir, está comprometido con la creencia de que las ciencias nos ofrecen la descripción adecuada sobre la realidad. Dicho en otros términos, Bentham creía que se hallaba científicamente demostrado que justificando moralmente el castigo penal de personas inocentes la sociedad iría a progresar de manera más eficiente[6].  




[1] RABOSSI, Eduardo; La justificación moral del castigo, Buenos Aires: Editorial Astrae. , 1976. P26.
[2] Una versión alternativa de la justificación del castigo de gente inocente se encuentra en la defensa del castigo de un grupo de personas porque en él se encuentran algunos que han cometido alguna falta.  Denominaré a esta como “justificación Cisneros”., en referencia al General Luis Cisneros V., quién en una entrevista a la revista Quehacer (número 20, enero de 1983) sostuvo “Maten 60 personas y a lo mejor hay 3 senderistas…” y añado, continuando con el cinismo de su argumento “Y seguramente la policía dirá que los 60 eran senderistas”.  Esta nueva versión supone también que la muerte de los inocentes se justifica por las consecuencias. Estas consecuencias son de dos tipos diferentes: a)  La primera consiste en  la intimidación de la gente (sea o no senderista), b)la eliminación de un número, aunque sea reducida de senderista.
                Si bien la “eliminación” per se de sederistas podría percibirse como moralmente justificada, desde el punto de vista retribucionista, es necesario analizar algunas cosas al respecto: 1) si se trata de la muerte en combate, 2) o como consecuencia de la aplicación de una estrategia de captura , 3) o si la eliminación se realiza a éstos una vez que se han rendido  o 4) a través de la aplicación de la pena de muerte.
[3] RABOSSI,  Op. cit. P29.
[4] MILL,  John Stuart; Sobre la libertad,  Madrid: Alianza Editorial, 2003.
[5] MILL,  John Stuart; El utilitarismo, Madrid: Alianza Editorial, 1984.
[6] Entre mediados y fines del siglo XIX floreció en Estados Unidos una corriente filosófica que asumió de manera creativa el empirismo inglés. Se trata del pragmatismo desarrollado por Charles Sanders Pierce, William James y John Dewey. Las intuiciones que los pragmatistas norteamericanos recogen dos ideas fundamentales que ya estaban presentes en los empiristas ingleses: a) que la reflexión filosófica ha de ceñirse a las experiencias (y añaden que han de enrumbarse a resolver problemas de la vida práctica), y b) que el pensamiento humano ha de volcarse hacia el futuro y no quedar atrapado en el pasado, a fin de producir un mundo mejor para los seres humanos. A estas intuiciones, los pragmatistas añadieron una crítica al positivismo y a la idea de que la ciencia tiene las claves para describir la realidad tal como es. Frente a esa idea equivocada, los pragmatistas sostuvieron c) que las experiencias de cada persona son constituidas por las creencias que cada persona tiene, y d) que esas creencias se van transformando con el transcurrir de las personas a través de  la experiencia. Sobre el tema, Cf. JAMES, William; Pragmatismo. Un nuevo nombre para viejas formas de pensar, Madrid: Alianza Editorial. 2000., y RORTY, Richard; El pragmatismo, una versión. Antiautoritarismo en epistemología y ética, Madrid: Ariel, 2000. .
            

viernes, 29 de noviembre de 2013

¿Es posible justificar moralmente el castigo de ese modo? (primera parte)

        
          El brillante y sensiblemente desaparecido jurista y filósofo argentino Eduardo Rabossi hizo innumerables entregas importantes a la mesa de discusión jurídica y filosófica. Entre ellas  se encuentran trabajos como Filosofía de la mente y ciencia cognitiva (1995), La filosofía y el filosofar (1994), La teoría de los derechos humanos naturalizada (1990)[1], El fenómeno de los derechos humanos y la posibilidad de un nuevo paradigma teórico (1989) La carta universal de los derechos humanos (1987), Ética y análisis (1985), Philosophical Analysis in Latin America (editor, 1982), Estudios éticos (1977), Análisis filosófico, lenguaje y metafísica (1977).
            En 1976 Rabossi presenta un libro titulado La justificación moral del castigo y lleva como subtítulo El tema del castigo.  Las teorías tradicionales, sus limitaciones. Un nuevo enfoque teórico[2]. Como el nombre lo indica, el libro versa sobre la justificación moral del castigo, aunque trae consigo una aclaración implícita: el castigo en cuestión es el de carácter jurídico. Esa aclaración que no es precisada por completo en el texto es importante, puesto que existen diferentes tipos de castigos, a parte del que corresponde al derecho penal. Por ejemplo existe el castigo que una autoridad política inflige a quienes están bajo su rango de influencia, o el castigo eclesial propinado al disidente, al que piensa distinto. También es posible el castigo que el padre da a sus hijos. Frente a todos esos tipos de castigos se puede exigir una explicación y una justificación moral.

           
1) Una sucinta visión sistemática de la justificación moral del castigo en general. 

            En términos generales – sin pretensión de exhaustividad -  podemos decir que el castigos puede ser: a) el castigo jurídico, precisado por el derecho penal, b) el castigo dado por una autoridad, trátese de una autoridad política, familiar o eclesial –o de alguna otra clase- c) el castigo divino y d) el castigo a la autoridad. El castigo dado por la autoridad puede estar justificado (de acuerdo a derecho) o no estarlo (ser arbitrario), s decir, puede tratarse de la aplicación del derecho penal, o puede tratarse de simple castigo político (fundarse en la persecución de los adversarios políticos). Otro tanto sucede con el castigo eclesial: la jerarquía puede proceder de acuerdo a las pautas del derecho canónico o puede ser que su acción ponitiva sea simplemente arbitraria, y representar intereses políticos ilegítimos e inmorales.
            Una clase de castigo que se aproxima al castigo eclesial, sin confundirse con él, es el denominado “castigo divino” o “derecho penal divino”, que correspondería a una extraña “justicia penal impartida por Dios”. Este castigo divino tiene dos modos de manifestarse: a) como expulsión del hombre del paraíso, a causa del pecado de Adán, o b) como manifestación de la punición de parte de Dios dada a los hombres por medio de desastres naturales, enfermedades (como el SIDA), la pobreza o una crisis financiera[3]. Ambas versiones del castigo divino se sustentan en dos teologías distintas pero emparentadas entre sí. La primera es la teología reaccionaria según la cual Dios expulsa al hombre del paraíso por el pecado del primer hombre, pecado que se convierte en una deuda singular que éste contrae con Dios, la cual nunca podrá ser saldada y que significa una mancha en su “naturaleza caída”. Sucede además que esta deuda se hereda de padres a hijos por los siglos de los siglos, hasta que Dios mismo envíe a su propio Hijo (quien es Dios y hombre al mismo tiempo, por una misteriosa unión hipostática) para pagar el precio de la deuda tiene que derramar su propia sangre. Esta teología, que muestra a Dios como acreedor inmisericorde, si bien es dominante en muchos sectores del cristianismo, se encuentra equivocada, pero este no es el lugar para explicar en qué yerra esta manera de pensar. La segunda teología es la que sostiene que Dios es un asignador de premios y castigos aquí en la tierra, y en el mundo futuro. De acuerdo a esto, Dios premia con la paz, la salud y la riqueza a quienes tienen un comportamiento recto, y quienes sufren enfermedades, pérdidas de sus riquezas u otros males es porque algún pecado habrían cometido ellos o sus padres. Esta teología muestra a Dios como un mercader que establece un comercio con sus fieles, en el cual circulan dos tipos de monedas: sacrificios y piedad, por parte de los seres humanos, y bendiciones de parte de Dios. Los Evangelios señalan que ante la presencia de una persona gravemente enferma la preguntan a Jesús ¿en este caso, quién ha pecado, él o sus padres? La respuesta de Jesús es curarlo inmediatamente, mostrando, con su acción, que esa enfermedad no era ningún castigo Divino[4].  
            De otra parte se encuentra el castigo a la autoridad, impartido por los ciudadanos, los súbditos o los fieles. Si bien a veces este castigo suele ser injusto, pues es propinado por algunos sectores sociales que no ven reflejados sus intereses particulares en las acciones de gobierno, muchas veces suele ser justificado, porque es la respuesta a acciones claramente injustas de parte del gobierno, o leyes flagrantemente injustas dadas por el Estado. En el caso de que la política del gobierno sea injusta (es decir, no se ajuste a los principios básicos de la constitución, el castigo que se le inflinge puede ser de tres formas: a) la desobediencia civil[5], b) el derrocamiento (o insurgencia) y c) el tiranicidio[6].  Ahora bien cuando la ciudadanía decide castigar no al gobierno de turno, sino al Estado (es decir, al sistema del derecho en general), porque considera que los principios que la inspiran entran en colisión con las intuiciones fundamentales de justicia (por ejemplo, cuando el derecho positivo, con toda su coherencia, no hace valer los derechos humanos), entonces se justifica una revolución. La revolución no se realiza en contra de un gobierno determinado, sino en contra de la misma constitución, a la que se considera injusta, y por tanto no una auténtica constitución[7].



[1]  Este breve artículo de es sumamente importante para la filosofía de los derechos humanos, por dos motivos. En primer lugar, por sí mismo sugiere romper con la estrategia fundacionalista de los derecho humanos imperante hasta el momento, y , en segundo lugar, sus intuiciones fundamentales son retomadas por el filósofo pragmatista norteamericano Richard Rorty, quien en un artículo titulado Derechos humanos, racionalidad y sentimentalismo (Cf. RORTY; Richard; Verdad y progreso, Barcelona: Paidós, 2000), aprovecha de manera sumamente fructífera el aporte de Rabossi.  
[2] Texto publicado en Buenos Aires por la Editorial Astrea.
[3] Por ejemplo, los Testigos de Jehová consideran que si uno se somete a una trasnfusión de sangre será castigado por Dios y perderá la vida eterna. Esta creencia trae consigo un problema que tiene tres aristas: una legal, una relativa a la ética profesional de los médicos (que exige al médico salvar la vida del paciente) y una tercera referente al derecho penal. (que tienen que ver con las implicancias legales del actuar de los médicos en tales casos). Pero esto levanta de parte del creyente la cuestión de la objeción de conciencia.      
[4] En la misma línea teológica  (que rechaza la idea de Dios como asignador de premios y castigos) expresada por Jesús se encuentra el libro bíblico  de Job. Allí se presentan dos perspectivas teológicas diferentes: la primera, que es la tradicional, que es expresada por los amigos de Job y que dicen que si Job ha pasado de una vida de riqueza y bienestar a un estado de indigencia y malestar se debe a que o él mismo ha pecado o lo han hecho sus antepasados. Frente a esa explicación Job señala que no han pecado ni él ni sus antepasados y que simplemente no puede comprender porqué la cae la calamidad de pronto.
[5] Cr. Thoreau, Henry David; Desobediencia civil;  Santiago de Chile: Universitaria, 1970. Además Cfr. RAWLS, John; Teoría de la justicia, México,: Fondo de Cultura Económica, 1995. También, del mismo Rawls consultar Justicia como equidad, Barcelona: Paidós, 2002. Una perspectiva cercana a la de Rawls también puede encontrarse en DWORKIN, Ronald; Derechos en serio, Barcelona : Ariel, 1989. También puede revisarse BEDAU, H.A., On Civil Disobedience, en: Jurnal of Philosophy, vol. 58, 1961.
[6] Cf. SALISBUTY, Juan; Policraticus, Madrid : Editora Nacional, 1984. También puede verse BACIGALUPO, Luis; El probabilismo y la licitud del tiranicidio : un análisis del atentado del 20 de Julio de 1944, en: Actas del segundo simposio de estudiantes de filosofía -- Lima : Pontificia Universidad Católica del Perú. Facultad de Letras y Ciencias Humanas. Especialidad de Filosofía, 2004.
[7] Al respecto Cf. KANT, Inmanuel; Sobre el tópico: Esto puede ser correcto en teoría pero de nada vale para la práctica, en En defensa de la ilustración,  Barcelona: Alba Editorial, 1999.