domingo, 27 de julio de 2014

INDIGNACIÓN POR LA FRANJA DE GAZA

Al rededor del planeta se ha experimentado la indignación por el ataque de Israel al Pueblo Palestino en La Franja de Gaza. En este contexto, no se han hecho esperar las manifestaciones y declaraciones de los diferentes Estados y miembros de la sociedad civil mundial en  señal de protesta. Tampoco los análisis fructíferos de los diferentes aspectos del conflicto han ayudado a comprender un poco más lo que está sucediendo.



Como ser humano y como intelectual comparto la indignación de muchos y manifiesto mi protesta. Pero quiero analizar dos elementos que se encuentran presentes en el fenómeno mismo que la indignación por lo que sucede en el Medio Oriente en estos días.  El primero es el fenómeno de la indignación como tal, y la segunda es la mentalidad que, en muchos casos,  acompaña a la indignación. 

La indignación es un sentimiento moral  que se despierta en nosotras al observar una situación de injusticia gracias a que hemos alcanzado la posibilidad de imaginarnos en el lugar del otro, de aquél otro que sufre la injusticia. Como tal, la indignación es de suma importancia para movernos a la acción y revertir o combatir las situaciones que nos rechazamos. Por eso, se trata de un importante punto de partida para nuestro compromiso con la justicia. Sin embargo, si no se encuentra acompañada de un cultivo tanto del razonamiento como de las emociones. 

Las emociones fuertes generan un efecto contraproducente: nublan nuestro razonamiento. De hecho, la aprobación que tiene la acción del gobierno israelí de gran parte de su población es porque a través de la educación ha forjado emociones fuertes de rechazo y hostilidad contra los palestinos.  Para ello se puede ver este material en el que se explica la política educativa de Israel respecto de lo que llaman "El Problema Palestino" https://redaccion.lamula.pe/2014/07/21/receta-para-la-deshumanizacion-de-un-pueblo/tecabrera/ . La emoción que acompaña la indignación necesita ser atemperada para que nuestro razonamiento pueda entrar en acción y podamos intervenir en nuestro mundo de manera positiva . De otro modo, la indignación se convertirá en una emoción paralizante o nos conducirá a cometer injusticias en vez de detenerlas. 

Pero, de otro lado, se encuentra la mentalidad que acompaña la indignación en este caso concreto. Uno de los reclamos que se expresa en este momento es "¡¿Y qué está haciendo la ONU en este conflicto?!". Ese grito expresa una pregunta que tiene detrás una mentalidad de la que hay que tomar conciencia. La pregunta es: ¿De qué sirve la legalidad internacional que Naciones Unidas encarna?, y la mentalidad que está detrás señala que, en resumidas cuentas, en el ámbito internacional se impone el interés del más fuerte. Mucho de nuestros indignados consideran que eso es así, y que eso será siempre así, y que NN.UU. o está pintada o expresa los intereses de los más poderosos, de manera que es una pantalla que encubre y justifica las injusticias.

Dos  ideas se encuentran detrás de esta mentalidad:  La primera sostiene que los poderosos siempre harán lo que quieran con los débiles, mientras que la segunda afirma que eso forma parte de la realidad de las relaciones humanas. No por nada, esa posición es denominada "realismo político". Pero hay que señalar que no se trata de una descripción de la realidad, sino de una perspectiva desde las cuales se están leyendo las cosas. Muchos de los indignados actuales se encuentran comprometidos con esa mentalidad. Es por eso que frente a las injusticias internacionales groseras muestran una gran indignación, mientras las pequeñas injusticias de la vida cotidiana pueden pasar invisibles frente a sus miradas. No digo que todos tengan ese problema, pero sí muchos de los indignados actuales.

El comprometerse con esta mentalidad trae como consecuencia volverse cómplice de las injusticias frente a las que nos indignamos, pues ésta incorpora la creencia de que por más que declaremos nuestra indignación lo lograremos nada. Es por ello que resulta importante apartarse de sea importante que abandonemos las creencias de que hay una naturaleza humana constituida de tal manera que, en las relaciones humanas, los fuertes siempre podrán abusar de los débiles con plena impunidad. Ciertamente, esa mentalidad ha sido cultivada en nosotros gracias a los medios de comunicación y a la prédica del sector dominante de las iglesias y las religiones, que son sectores conservadores que señalan que el ser humano es malo por naturaleza.

Si seguimos presos de esa mentalidad los fuertes seguirán abusando de los débiles y generando en nosotros una indignación paralizante, que considera que todo lo construido en la institucionalidad internacional no sirve para nada, pero indignación que, al fin de cuenta se conecta con cierto regocijo morboso  que nos habita, regocijo que nos captura con las imágenes de sangre y muerte, pero nos inmoviliza y nos regresa a nuestras vidas cotidianas como un exabrupto  o pesadilla de la que despertamos no sin cierto regocijo.

Es por ello importante girar nuestros hábitos de pensamiento hacia otra mentalidad que nos compromete con el fortalecimiento de las instancias de NNUU, la Comunidad de  Estados y la esperanza de que la sociedad civil mundial activa puede organizarse de manera efectiva para tener incidencia real en nuestro mundo. Esta mentalidad la denomino liberal porque representa la posibilidad de que podemos hacer algo, si bien no tenemos el pleno control de las circunstancias.  Es decir, no estamos presos en nuestra supuesta "naturaleza", sino que tenemos un  margen de juego y podemos aprovecharlo inteligentemente para que nuestra indignación sea productiva y podamos modificar las situaciones. Esta mentalidad supone comprometerse con lo que hemos ido construyendo con tanto esfuerzo: Naciones Unidas, Derechos Humanos, sociedades democráticas y la capacidad de participar en la deliberación pública. El otro camino es indeseable, pues supone dejar las cosas como están. El otro camino supone denostar de todo lo que hemos construido y quedar presos de una indignación paralizante y placentera.


martes, 22 de julio de 2014

Articulación del derecho internacional y derechos humanos.


Immanuel Kant  propone, para establecer la articulación del derecho internacional, recurrir al modelo federativo. Desde su perspectiva sólo el establecimiento de una confederación de Estados Republicanos –en constante crecimiento- puede garantizar la eliminación permanente de la guerra y, en consecuencia, un orden internacional estable. De esta manera se constituye el derecho de gentes.

La dinámica generativa del derecho internacional, en principio, análoga a la constitución del derecho político. Tal dinámica señala que el abandono del estado de naturaleza  -que es, al igual que en Hobbes, un estado de guerra permanente- en el que se encuentran tanto los hombres sin Estado como los Estados sin poder central global sólo es abandonado cuando, a ambos niveles, se ingresa en relaciones regidas por normas jurídicas. Lo que caracteriza a tales normas es el respaldo de la fuerza coactiva de partes de las instancias pertinentes. Tal analogía exige que, en el nivel internacional, se instaure un poder centralizado con fuerza coercitiva que determine la naturaleza del derecho cosmopolita.

Kant rechaza la tesis del Superestado, lo cual deja tanto al derecho de gentes como al cosmopolita en una situación ambigua. Del lado del primero, se dejan los lazos en manos de convenios internacionales que no contienen garantías de estabilidad plena;  mientras tanto, el derecho cosmopolita se reduce a una serie de recomendaciones de buen trato de los extranjeros y otro tipo de sugerencias benéficas que tienen carácter ético más no jurídico

Habermas y Rawls intentan rehabilitar la teoría del derecho internacional kantiana revisando la naturaleza de los lazos que integran la comunidad de naciones. Rawls procura tal rehabilitación reconstruyendo el orden jurídico de la federación de Estados Decentes y colocando al centro del derecho internacional un paquete mínimo de Derechos Humanos cuyo incumplimiento autorizaría a la comunidad internacional realizar la figura de la intervención humanitaria. Habermas, por su parte, propone  la consolidación de una esfera pública internacional que tenga la capacidad de fortalecer el orden jurídico internacional.


Ambas propuestas arrojan una interpretación postmetafísica y minimalista de los derechos humanos. Éstos se presentan como mínimos pragmáticos que resguardan esencialmente libertades negativas y que no abarcan la totalidad de los derechos resguardados en la Declaración Universal y en los pactos y convenios sobre derechos humanos.  Al mismo tiempo quedan como tareas públicas a realizarse dentro de la esfera pública internacional. Por otro lado, en su expresión mínima, los derechos humanos son susceptibles de una interpretación intercultural. De esta manera, la teoría en derechos humanos que se deriva de la rehabilitación de la articulación kantiana del derecho internacional presenta una cara jurídica y otra política.    

domingo, 13 de julio de 2014

La envidia sería redícula

Para los que han despertado hay un solo y mismo mundo, mientras que cada uno  de los que aún duermen está vuelto hacia su propio mundo.

Heráclito

Hace unos pocos días un columnista del diario Correo escribió un artículo de título Tu envidia es mi progreso http://diariocorreo.pe/opinion/noticias/10159717/columnistas/tu-envidia-es-mi-progresoen la cual se expresaba una sola idea suelta sin ninguna argumentación que la sustente. De acuerdo a dicha idea, la izquierda peruana se define por su anticiprianismo.  Según el aspirante al Rancio reino, la izquierda no sólo es parasitaria intelectual de las ideas del Cardenal de Lima, sino que le tiene envidia personal porque , según Santiváñez, Juan Luis Cipriani es un haz de virtudes envidiables.

En su artículo, en comunista señala que la izquierda peruana se encuentra lejos de lo que Mariátegui quería para ella, a saber, que sea una creación heroica. Y, en vez de ello, devino en una izquierda reactiva q quien le ponen la agenda. Para el periodista, Cipriani no sólo es un líder político sino que tiene una personalidad sumamente atractiva y poderosa por sus cualidades intelectuales, morales y físicas.  Además señala que la izquierda se desarrolla políticamente en reacción al Cardenal, porque éste encarnaría todo lo que ellos combaten: la defensa de la vida, el compromiso con la verdad, la claridad en el discurso y el servicio al pueblo llano. Lamentablemente, esa afirmación es falsa.

Tal vez eso sea cierto, pero en el reino de fantasía del columnista, pero en el Perú y en el mundo actual las cosas son completamente diferentes. Ni Cipriani ni la izquierda es como se describen en el artículo. Cipriani es alguien que no sólo es cuestionado por la izquierda, sino también por la derecha moderada, a menos que Santiváñiz considere a Augusto Álvarez Rodrich, a Pedro Salinas y a otros periodistas de dentro derecha como representantes de la izquierda. Si el columnista hiciese eso mostraría que no merece el lugar que tiene en el diario.    Pero no sólo al interior de la política peruana Cipriani es cuestionado, sino que lo es dentro de la Iglesia Católica, tanto en el Perú como en Vaticano. Hay muchos sectores de la Iglesia Católica en el Perú que cuestionan a Cipriani, no sólo por sus posiciones políticas sino por sus acciones dentro de la misma Iglesia. El Cardenal ha quitado parroquias, colegios y propiedades a muchas congregaciones religiosas, y no por cuestiones de ideas políticas, sino por razones de posesión de bienes. Los mismos obispos se han opuesto reiteadamente a que sea el Presidente de la Conferencia Episcopal. Pero también en Vaticano, Cipriani se ha ganado enemigos debido a sus actitudes prepotentes. Cuando el Cardenal prohibió en bloque a los teólogos de la Pontificia Universidad Católica del Perú dictar cursos de teología, prohibición insólita, porque esas acciones se toman contra personas particulares, pero no a colectivos, el cardenal Gerhard Müller -actual Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe- mostró su desacuerdo abiertamente. 

Incluso el papa Francisco tuvo sus desacuerdos con Cipriani cuando aún era Cardenal de Buenos Aires. Como es sabido, Jorge Bergoglio fue uno de los redactores del documento de la Conferencia Episcopal Latinoamericana de Aparecida, documento que Juan Luis Cipriani y el actual Arzobispo de Piura, José Antonio Eguren decidioron retirarse de la Conferencia antes de firmar el documento, por sus discrepancias con los redactores y el resto de la asamblea presente. La misma prédica y las acciones del Papa actual van en dirección opuesta a las actitudes del Cardenal de Lima. El papa Francisco aboga por recuperar la opción por una Iglesia austera y que recoja la opción preferencial por los pobres que brota del Concilio Vaticano II. Además, Bergoglio ha reanudado una relación cordial con el padre Gustavo Gutiérrez, creador de la Teología de la Liberación y se encuentra comprometido con los Derechos Humanos.  En cambio, el cardenal Cipriani se ha movido políticamente en reacción a la Teología de la Liberación, a la CVR y al movimiento de Derechos Humanos. La antítesis del Papa. Si Francisco pregona la pobreza en la Iglesia, Cipriani prefiere el boato.

Pero no sólo sucede que Cipriani se ha ganado el rechazo de la derecha moderada en el Perú y de sectores dentro de Vaticano, sino que la izquierda peruana tiene una agenda más amplia de la reacción contra Cipriani.  La agenda de la izquierda se dirige a defender la democracia, la justicia social y los Derechos Humanos. Claro que en su camino se encuentra con Cipriani, debido a que el Cadenal parece denostar todo ello. Ciertamente, Cipriani se ha convertido en un actor político de extrema derecha como lo testimonia el serio estudio de Luis Pásara. En realidad, es anómalo el que un Cardenal tenga tanto protagonismo político y no pierda la oportunidad de hacer declaraciones políticas partidarias. Ningún otro Cardenal de Lima había tenido esa actitud que es cuestionable en un pastor. Y su actividad política se ha realizado al son de la música que la izquierda democrática le ha puesto. 

Y si la izquierda peruana ha traicionado las expectativas de José Carlos Mariátegui, es algo que habría que evaluar. Pero durante los años 60 y 70 articularon la esperanza de un país más justo y que tenga la capacidad de indignarse. Aunque a muchos no le guste, la Reforma Agraria fue un paso necesario para la modernización del país, aunque no se complementó suficientemente. El enfrentamiento de la Izquierda con Sendero Luminoso y el MRTA ha sido valeroso. Muchos líderes de izquierda fueron brutalmente asesinados por los terroristas, como es el caso de Maria Elena Moyano. Y qué decir del aporte de Alfonso Barrantes en la Alcaldía de Lima.   

El aporte intelectual de la izquierda peruana ha sido también valioso. Desde Mariátegui, pasando por César Vallejo, Ciro Alegría, José María Arguedas, Alberto Flores Galindo, Carlos Iván Degregori Gustavo Gutiérrez, entre muchos mas. Y no sólo en el ensayo y la literatura, sino también en la pintura, el teatro y en las demás artes. Y, en la actualidad, el pensamiento de izquierda más fecundo es aquél que se ha conectado con el liberalismo de izquierda y la defensa de los Derechos Humanos y la democracia. Pero el liberalismo de izquierda peruano esta muy lejos de ser calco y copia, sino más bien creación heroica que brota de la experiencia del Conflicto Armado Interno. Una izquierda que se enfrenta a Sendero Luminoso y a MRTA, de un lado, y del otro lado a la derecha conservadora más rancia que ha existido en este país. Aquella derecha que desprecia la justicia y hace superflua la vida humana.





lunes, 7 de julio de 2014

¿Podemos creer en los Derechos Humanos? (Tercera y última parte)


4.- El argumento funcionalista contra los Derechos Humanos

Algunos consideran que el rechazo a la idea de “naturaleza o esencia humanas” es equivalente al rechazo a los Derechos Humanos en cuanto tales.  Si seguimos el razonamiento de esta gente podríamos decir que no es lícito creer en los Derechos Humanos ya que como “cada pueblo tiene su propia cultura y su propio proceso político y jurídico”, aceptar algo así como la legislación en Derechos Humanos sería aceptar algo externo, que pertenece sólo al Occidente liberal, lo cual, a fin de cuentas, representa un acto de imperialismo cultural. Si bien este razonamiento  puede olernos un poco empolvado y hacernos estornudar un poco, por el olor que tiene a cosas como El anti imperialismo y el APRA,  es un argumento anda por allí en nuestra sociedad -y, por supuesto, en otras.

La idea que se encuentra detrás de este razonamiento es que existen valores culturales que deben ser defendidos a toda costa del embate de los derechos humanos. Los Derechos Humanos serían, bajo esta perspectiva, un paso más del proceso de globalización del neoliberalismo económico salvaje. Sin embargo, como vio agudamente Bernard Williams “si se considera a la sociedad como una unidad cultural, identificada en parte por sus valores, entonces muchas proposiciones funcionalistas  dejan de ser proposiciones empíricas para convertirse en puras tautologías: por supuesto,  y con esto nada se dice, que es condición necesaria para la supervivencia de un grupo-con-ciertos-valores que el grupo mantenga esos valores”[1].  Williams nos hace caer en la cuenta que las pretensiones de los señores defensores de la política ”anti imperialista contra los Derechos Humanos” está infectada del virus funcionalista.  El funcionalismo es una herramienta de análisis muy interesante y útil para ciertas cosas pero cuando se instala en nuestros ordenadores puede arrojarnos descripciones de la vida social totalmente estáticas, que supongan el argumento que dice “si tocan, la cultura se va a perder irremediablemente” como si las sociedades fueran cosas muertas, congeladas e inmutables.  El problema que tenemos es que durante décadas el funcionalismo se instaló en ciencias como el derecho y la antropología, lo que hace que, por inercia, sigamos manteniendo ciertas posiciones  “sagradas”. Como puede muy bien ver un ojo entrenado, las culturas se echan a perder irremediablementa a diario porque los seres humanos se comunican y producen nuevas expresiones culturales  Las culturas se pierden en el sentido de que varían todos los días, se renuevan

Por otro lado esto se asocia al supuesto de que las culturas tienen algo que las hace ser ellas mismas y sin ese algo dejan de serlo, se echan a perder; ese algo debe ser preservado a toda costa. Si uno pregunta ¿qué es ese algo? se nos dirá algo que terminará sonando a “la esencia o la naturaleza de la sociedad cual”  Pero ¿no habíamos quedado en que no existen esencias o naturalezas en cosas humanas? ¿porqué, para unas cosas sí podemos afirmas las esencias, mientras que respecto de otras cosas no lo podemos hacer? Si no se nos explicitan los criterios podemos pensar que se trata de elecciones totalmente arbitrarias, y eso no es muy elegante.  Esos discursos que defienden los esencialismos culturales siguen, en el fondo la misma lógica de aquellos que dicen “así somos los peruanos, sin gobiernos autoritarios no podemos llevas adelante nuestra vida política” - esa es otra de las bromas que nos juega el funcionalismo. La idea de que algunas sociedades son de tal naturaleza que las hace funcionar de tal o cual manera irremediablemente es tan falsa como aquellas que afirmaban la historia seguía un progreso indefinido. Nos guste o no, las sociedades cambian y, muchas veces, lo hacen sin pedirnos permiso.

De este modo, si es que vamos a desechar la idea de “naturaleza” para lo social y el derecho hagámoslo en serio. No podemos contar, entonces, ni con “la naturaleza humana” de la cual vamos a derivas los “derechos naturales”, que transformaríamos en derechos humanos ni con expresiones como “los peruanos somos esencialmente autoritarios”. Si desechamos las versiones de esencialismos de las sociedades no podemos tomar en serio el funcionalismo, ni el social ni el jurídico. Esto da como resultado el que no podemos creer en los derechos humanos como derivados de una naturaleza humana inmutable y eterna, pero tampoco tenemos ningún argumento fuerte que nos impida creer en ellos. Podemos creer en ellos como asociados a cierto ordenamiento jurídico internacional y ciertos valores que sería bueno asumir.


5.- Conclusión: sobre el derecho a creer

Si no tenemos esencias, entonces no estamos obligados a creer, podemos optar. Por supuesto, trataremos de hacerlo de la mejor manera. William James, el filósofo y psicólogo americano de fines del siglo pasado,  en un artículo muy interesante[2] hacía notar que las opciones que podemos tomar tienen diferente calibre. Puedo optar por beber un café ahora o más tarde, esta sería una opción trivial; puedo, en cambio, considerar cuestiones que no tiene mucho que ver con mi vida, como la doctrina teosofista o musulmana, en este caso se trataría de una “opción muerta”, si es que soy cristiano; finalmente, podemos enfrentarnos a cuestiones más importantes que involucran aspectos profundos de nuestra vida, en ese caso tendríamos una opción viva. 

Hilary Putnam ilustra lo que James entiende por opción viva de la siguiente manera. Puede ser que estemos considerando el poner nuestros hijos en tal o cual colegio. Esta decisión, a fin de cuentas, no tiene demasiada “carga” puesto que si no nos agrada este colegio podemos sacar los hijos y llevarlos a aquél otro. En cambio aquella persona que, estallada la Segunda Guerra Mundial, tiene que elegir entre unirse a la resistencia o quedarse en la granja con la madre enferma se enfrenta ante una opción vital, se encuentra forzado a hacerlo[3]. Esta sí es una opción cargada de importancia.  En casos como éste tenemos derecho a creer y actuar “con antelación a la evidencia” ya que nuestra razón no podrá ofrecernos pauta alguna. Se trata de consideraciones existenciales frente a las cuales no podemos tener “evidencias” o fundamentos seguros para actuar. Debemos, entonces, creer; debemos decidir creer o no creer. Podemos equilibrar las evidencias que tenemos a disposición, pero debemos saber que jamás serán las suficientes para tomar una decisión. Por otro lado, no podemos dejar de tomar partido: debemos de tener la Voluntad de Creer y, como acota Putnam, el derecho de hacerlo.

Para nosotros la opción de creer o no creer en los Derechos Humanos se ha convertido en vital porque nuestras vidas se encuentran íntimamente relacionadas con el fenómeno político-cultural conocido como “democracia liberal”.  La democracia es la puesta en la esfera  política la necesidad de libertad justicia, paz, dignidad humana y la igualdad en derechos. Justamente, estos elementos se convierten en los valores que inspiran la Declaración Universal de los Derechos Humanos.   El Preámbulo de la declaración nos dice : “Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tiene por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana...la Asamblea General [de la Organización de las Naciones Unidas] proclama la presente Declaración de los Derechos Humanos como ideal común ...” [4].

Los mismos ideales son compartidos tanto por la democracia liberal y por los Derechos Humanos. Podemos estar de acuerdo en que dichos valores tienen que ver más con procesos sociales europeos, pero de hecho, ya no nos son ajenos. La democracia liberal puede tener todas las fallas que queramos, pero quisiera recordar una consideración hecha por John Dewey en torno a ella. La democracia, decía Dewey, no es sólo una forma de vida social entre otras formas factibles de vida social: es la condición previa para la aplicación de la plena inteligencia a la solución de los problemas sociales. La democracia es, según Dewey, una forma de vida en la que los intereses se penetran recíprocamente. De esta manera un gobierno que se apoya en el sufragio universal no puede tener éxito, en términos democráticos, si no están educados los que eligen y obedecen a sus gobernantes[5]. Así, una democracia no es una forma de gobierno, sino más bien, un modo de vida asociado, de experiencia comunicada juntamente. Y una cosa que es sumamente pertinente para considerar un sistema igualitario de derechos es que “la extensión en el espacio del número de individuos que participan en un interés, de modo que cada uno ha de referir su propia acción a la de los demás  y considerar la acción de los demás para dar pauta y dirección a la propia, equivale a la suspención de aquellas barreras de clase, raza o territorio nacional que impiden que el hombre perciba la plena significación de su actividad. Estos puntos de contactos más numerosos  y más variados denotan una mayor diversidad de estímulos a que ha de responder un individuo...”, y termina diciendo que esta multiplicidad de estímulos “aseguran una liberación de las capacidades que permanecen reprimidas en tanto que las incitaciones a la acción sean parciales, que tiene que serlo en un grupo que en su exclusivismo reprime muchos intereses”[6]

Desde la perspectiva de Dewey sólo un sistema social que permita el desarrollo de la multiplicidad de estímulos ante los individuos es capaz de llevar adelante el desarrollo pleno de la inteligencia en los individuos y en la sociedad. Por eso la democracia es la huella de la inteligencia en la vida social, no porque ella tenga un contenido específico sino, más bien, porque ésta es la posibilidad de llevar adelante la experiencia humano lo más lejos posible en lo que a la vida social se refiere. Así, la democracia es la posibilidad de experimentar inteligentemente en la vida pública de las sociedades. Esta experimentación inteligente relegaría a un segundo orden consideraciones nacionalistas, y cuestiones de clase, de raza -o asuntos relacionados a discriminación étnica y cultural- serían un impedimento para el pleno desarrollo de esta inteligencia pública. 

Por su parte, los derechos humanos son fruto y surgen del corazón del estilo de vida democrático. Si bien cierto historicismo tiene razón en que éstos se han ido implementando paulatinamente (primero la Declaración Universal, luego los Derechos Civiles y Políticos y los Derechos Económicos, Sociales y Culturales y así sucesivamente) los derechos humanos forman un sistema integrado, hasta el punto que es posible hablar de una “cultura de derechos”. El respeto de lo derechos sociales y económicos es condición necesaria para el respeto de los derechos civiles y políticos y viceversa. La integralidad del sistema de los derechos humanos se deriva de la integralidad del sistema democrático en tanto que forma de vida. Los valores centrales de la forma de vida democrática son, en cierto punto de la historia, en un código de carácter universal, la Declaración Universal, y dichos valores han sido ratificados paulatinamente por gran parte de los estados. 

Nosotros tenemos la posibilidad de optar por hacer nuestros estos valores y asumir la integralidad de la forma de vida democrática, o podemos elegir otras formas de vida. Pero si queremos asumir la democracia como estilo de vida social debemos intentar construir una cultura de derechos entre nosotros. Trabajos sociológicos nos muestran que si bien algo se ha avanzado, en el sentido que los sentimientos de ciudadanía y conciudadanía están más extendidos en nuestra sociedad que hace unos treinta años, debemos, sin embargo, apostar por un trabajo educativo entre los peruanos para que la cultura de derechos tenga verdadera vigencia y legitimación. Las sociedades se encuentran lejos de ser bloques estáticos y es posible reforzar ciertas tendencias sociales que tiene relación con una cultura democrática de derechos entre nosotros.  No debemos temer la posibilidad de perder nuestra identidad pluriétnica y multicultural si es que resaltamos nuestros flancos más democráticos e igualitarios. Podemos creer en los derechos humanos, tenemos derecho a hacerlo. Podemos tener, como nos indica James,  la voluntad de creer. 



[1] WILLIAMS, Bernard ; Introducción a la ética, Madrid: Cátedra, 1982.  P. 34.
[2] JAMES, William; La voluntad de creer: un debate sobre la ética de la creencia,  Madrid: Tecnos, 2003.
[3] PUTNAM, Hilary; Cómo renovar la filosofía, Madrid:.Cátedra,  1994.
[4] Asamblea General de la ONU, 10 de Diciembre de 1948, Declaración Universal de los Derechos Humanos (el subrayado es propio).
[5] DEWEY, John; Democracia y educación,  Madrid: Ediciones Morata, 1995. P. 81.
[6] Íbid, p 82.

viernes, 4 de julio de 2014

¿PODEMOS CREER EN LOS DERECHOS HUMANOS? (SEGUNDA PARTE)



3.- Las críticas a los Derechos Humanos



Se han levantado una serie de críticas a los Derechos Humanos, críticas que provienen de diferentes sectores o que algunos sectores van sumando para intentar fortalecer su posición. Algunas de estas críticas son estrictamente académicas, es decir, tienen como objetivo esclarecer jurídica, moral y filosóficamente un conjunto de problemas, como el de la universalidad de los Derechos Humanos. Otras, en cambio, son críticas que esconden una intencionalidad política que se disfrazan de argumentaciones académicas. Las críticas de este tipo tienen como objetivo fortalecer la posición política de gobiernos autoritarios, como los gobiernos de los dictadores asiáticos.

Podemos enumerar algunas de las críticas, teniendo en claro que la lista no es exhaustiva y que tampoco enfrentaremos todas las críticas. Una de las críticas sostiene que los Derechos Humanos es una  creación cultural de Occidente que se está imponiendo por la fuerza a otras culturas. Esta crítica señala específicamente que los Derechos Humanos expresan las aspiraciones morales de Occidente, pero que es necesario establecer una distinción entre la moral y el derecho. El derecho es establecido por las autoridades competentes de cada país, y si a nosotros, occidentales, nos parecen horrendas algunas normas del derecho vigente en otras culturas, estamos autorizados a solamente a cuestionar moralmente esas prácticas, pero en ningún momento estamos autorizados a exigir un cambio en la legislación del Estado en cuestión[1]. Es claramente la intencionalidad política que hay detrás de dicho argumento: fue escrito cuando el autor del texto colaboraba con el gobierno autoritario de Alberto Fujimori, y entre algunas de las falacias a las que De Trazegnies   recurre es a identificar Estado y cultura, cosa que no es evidente, además de señalar que la distinción occidental entre derecho y moral se puede extender a otras culturas de manera automáticamente.

Otros han asumido la misma posición, es decir, la de señalar que los Derechos Humanos expresan valores morales occidentales que no se pueden imponer a otras culturas, pero en vez de recurrir a la estrategia del “pluralismo jurídico”, como lo hizo el colaborador de Fujimori, estos críticos señalan que oriente, y específicamente, el Asia, tiene sus propios valores. Así el año de 1993, los representantes de las dictaduras asiáticas produjeron una declaración de valores asiáticos, en los cuales se señalaba con claridad que mientras que uno de los valores fundamentales de Occidente era el de la libertad, en el Asia, uno de los valores más importantes es la de la lealtad a la autoridad.

Es necesario mencionar que esta declaración de los “derechos y valores asiáticos”  fue una artimaña política para adelantarse a la Convención de Viena del mismo año, convención en la cual se iba a tratar la cuestión de los Derechos Humanos y la cultura. A fin de cuentas, se trataba de preparase políticamente para lo que se venía. Sin embargo, los defensores de los valores asiáticos tienen que enfrentar tres problemas para hacer plausible su posición. En primer lugar, la Declaración Universal de  Derechos Humanos de 1948 ha sido fruto de una amplia consulta y de un intenso debate entre diferentes culturas y distintas posiciones políticas (como la capitalista y la soviética). En segundo lugar, en ninguna de las lenguas que se encuentran en la región que denominamos Asia existe una palabra para denominar dicha región, es decir, los asiáticos no tiene normalmente la noción de compartir una unidad cultural y valorativa. Finalmente, un tercer argumento en contra de los defensores de los valores asiáticos es que no queda claro qué instituciones y personalidades representan al Asia, ¿acaso los dictadores asiáticos, o Gandhi y Tagore? Recordemos que Gandhi estaba convencido de la necesidad de instaurar en la India un gobierno democrático y que Tagore era partidario de que la educación en la India debería incluir los aportes de la cultura occidental y no sólo los aportes culturales de la India.  La misma pregunta podríamos hacerla respecto de Occidente: ¿quién representa realmente a Occidente? ¿acaso Hitler y los agentes de la Inquisición Católica, o los redactores de la Carta de Helsinki  o Martin Luther King?.

Los mismos dictadores asiáticos esgrimieron un argumento adicional, a fin de fortalecer su posición política. Dicho argumento señala que cuando un país se encuentra en condiciones de pobreza, las libertades políticas y los Derechos Humanos en general resultan ser un  lujo. De esa manera, en nombre del desarrollo y el crecimiento económico se legitima restringir Derechos Humanos, porque señalan que a los pobres de sus países no les interesan tales derechos, mientras que no se solucione sus urgencias económicas. Este argumento puede complementarse, como efectivamente se ha hecho en Perú durante los años 90, y se puede escuchar que si hay violencia en el país, se puede poner entre paréntesis los Derechos Humanos a fin de combatir a la subversión y garantizar el crecimiento económico. Este mismo argumento ha sido usado por los teóricos de la administración Bush al momento de plantear la lucha contra el terrorismo internacional.

Existe una versión sofisticada de este argumento. Ésta señala que si bien uno está comprometido con la democracia y los Derechos Humanos, las condiciones actuales no son las adecuadas para implementarlas. La pobreza, la necesidad de desarrollar económicamente el país, y el enfrentar la violencia y la delincuencia exige que se aplace la implementación de los Derechos Humanos y la democracia. Denominaré esta versión como el nombre “la democracia y los Derechos Humanos para otro día”. Una variante de esta versión se esgrime cuando el país se encuentra en procesos electorales y el candidato que representa los intereses de los poderes fácticos corre el riesgo de perder las elecciones. En dichas circunstancias se señala que cierto sector de la población tiene la intención de votar por el “candidato equivocado” porque carece de educación y cultura. Y el argumento continúa señalando: es conveniente educar a ese sector de la población, para que sepan votar correctamente, mientras tanto es necesario retirarle el derecho al voto. Denominaré esta posición como “el derecho al voto para otro día”. El problema de estos últimos argumentos que he presentado son fundamentalmente dos: en primer lugar, se trata de una élite pequeña y que representa los poderes fácticos operantes en el país que determina cuándo son convenientes tanto la democracia y como los Derechos Humanos (o quienes tienen derecho a votar y quienes no deben gozar de dicho derecho); en segundo lugar, pueden parar los años y las décadas y la élite en cuestión puede considerar que las condiciones para instaurar la democracia, hacer vigente los Derechos Humanos y universalizar el derecho al voto aún no están dadas y hay que posponer tales implementaciones indefinidamente.       



[1] Este argumento fue esgrimido por Fernando de Trazegnies, en un artículo titulado “Democracia y derechos humanos”.