Algunos consideran que el rechazo a la idea de “naturaleza o
esencia humanas” es equivalente al rechazo a los Derechos Humanos en cuanto
tales. Si seguimos el razonamiento de
esta gente podríamos decir que no es lícito creer en los Derechos Humanos ya
que como “cada pueblo tiene su propia cultura y su propio proceso político y
jurídico”, aceptar algo así como la legislación en Derechos Humanos sería
aceptar algo externo, que pertenece sólo al Occidente liberal, lo cual, a fin
de cuentas, representa un acto de imperialismo cultural. Si bien este
razonamiento puede olernos un poco
empolvado y hacernos estornudar un poco, por el olor que tiene a cosas como El anti imperialismo y el APRA, es un argumento anda por allí en nuestra
sociedad -y, por supuesto, en otras.
La idea que se encuentra detrás de este
razonamiento es que existen valores culturales que deben ser defendidos a toda
costa del embate de los derechos humanos. Los Derechos Humanos serían, bajo
esta perspectiva, un paso más del proceso de globalización del neoliberalismo
económico salvaje. Sin embargo, como vio agudamente Bernard Williams “si se
considera a la sociedad como una unidad cultural, identificada en parte por sus
valores, entonces muchas proposiciones funcionalistas dejan de ser proposiciones empíricas para convertirse
en puras tautologías: por supuesto, y
con esto nada se dice, que es condición necesaria para la supervivencia de un
grupo-con-ciertos-valores que el grupo mantenga esos valores”[1]. Williams nos hace caer en la cuenta que las
pretensiones de los señores defensores de la política ”anti imperialista contra
los Derechos Humanos” está infectada del virus funcionalista. El funcionalismo es una herramienta de
análisis muy interesante y útil para ciertas cosas pero cuando se instala en
nuestros ordenadores puede arrojarnos descripciones de la vida social
totalmente estáticas, que supongan el argumento que dice “si tocan, la cultura
se va a perder irremediablemente” como si las sociedades fueran cosas muertas,
congeladas e inmutables. El problema que
tenemos es que durante décadas el funcionalismo se instaló en ciencias como el
derecho y la antropología, lo que hace que, por inercia, sigamos manteniendo
ciertas posiciones “sagradas”. Como
puede muy bien ver un ojo entrenado, las culturas se echan a perder
irremediablementa a diario porque los seres humanos se comunican y producen
nuevas expresiones culturales Las
culturas se pierden en el sentido de que varían todos los días, se renuevan
Por otro lado esto se asocia al supuesto de
que las culturas tienen algo que las hace ser ellas mismas y sin ese algo dejan
de serlo, se echan a perder; ese algo debe ser preservado a toda costa. Si uno
pregunta ¿qué es ese algo? se nos dirá algo que terminará sonando a “la esencia
o la naturaleza de la sociedad cual”
Pero ¿no habíamos quedado en que no existen esencias o naturalezas en
cosas humanas? ¿porqué, para unas cosas sí podemos afirmas las esencias,
mientras que respecto de otras cosas no lo podemos hacer? Si no se nos
explicitan los criterios podemos pensar que se trata de elecciones totalmente
arbitrarias, y eso no es muy elegante.
Esos discursos que defienden los esencialismos culturales siguen, en el
fondo la misma lógica de aquellos que dicen “así somos los peruanos, sin
gobiernos autoritarios no podemos llevas adelante nuestra vida política” - esa
es otra de las bromas que nos juega el funcionalismo. La idea de que algunas
sociedades son de tal naturaleza que las hace funcionar de tal o cual manera
irremediablemente es tan falsa como aquellas que afirmaban la historia seguía
un progreso indefinido. Nos guste o no, las sociedades cambian y, muchas veces,
lo hacen sin pedirnos permiso.
De este modo, si es que
vamos a desechar la idea de “naturaleza” para lo social y el derecho hagámoslo
en serio. No podemos contar, entonces, ni con “la naturaleza humana” de la cual
vamos a derivas los “derechos naturales”, que transformaríamos en derechos
humanos ni con expresiones como “los peruanos somos esencialmente
autoritarios”. Si desechamos las versiones de esencialismos de las sociedades
no podemos tomar en serio el funcionalismo, ni el social ni el jurídico. Esto
da como resultado el que no podemos creer en los derechos humanos como
derivados de una naturaleza humana inmutable y eterna, pero tampoco tenemos
ningún argumento fuerte que nos impida creer en ellos. Podemos creer en ellos
como asociados a cierto ordenamiento jurídico internacional y ciertos valores
que sería bueno asumir.
5.- Conclusión: sobre el derecho a
creer
Si no tenemos esencias, entonces no estamos
obligados a creer, podemos optar. Por supuesto, trataremos de hacerlo de la
mejor manera. William James, el filósofo y psicólogo americano de fines del
siglo pasado, en un artículo muy
interesante[2]
hacía notar que las opciones que podemos tomar tienen diferente calibre. Puedo
optar por beber un café ahora o más tarde, esta sería una opción trivial;
puedo, en cambio, considerar cuestiones que no tiene mucho que ver con mi vida,
como la doctrina teosofista o musulmana, en este caso se trataría de una
“opción muerta”, si es que soy cristiano; finalmente, podemos enfrentarnos a
cuestiones más importantes que involucran aspectos profundos de nuestra vida,
en ese caso tendríamos una opción viva.
Hilary Putnam ilustra lo que James entiende por opción viva
de la siguiente manera. Puede ser que estemos considerando el poner nuestros
hijos en tal o cual colegio. Esta decisión, a fin de cuentas, no tiene
demasiada “carga” puesto que si no nos agrada este colegio podemos sacar los
hijos y llevarlos a aquél otro. En cambio aquella persona que, estallada la
Segunda Guerra Mundial, tiene que elegir entre unirse a la resistencia o
quedarse en la granja con la madre enferma se enfrenta ante una opción vital,
se encuentra forzado a hacerlo[3]. Esta sí
es una opción cargada de importancia. En
casos como éste tenemos derecho a creer y actuar “con antelación a la
evidencia” ya que nuestra razón no podrá ofrecernos pauta alguna. Se trata de
consideraciones existenciales frente a las cuales no podemos tener “evidencias”
o fundamentos seguros para actuar. Debemos, entonces, creer; debemos decidir
creer o no creer. Podemos equilibrar las evidencias que tenemos a disposición,
pero debemos saber que jamás serán las suficientes para tomar una decisión. Por
otro lado, no podemos dejar de tomar partido: debemos de tener la Voluntad de
Creer y, como acota Putnam, el derecho de hacerlo.
Para nosotros la opción
de creer o no creer en los Derechos Humanos se ha convertido en vital porque
nuestras vidas se encuentran íntimamente relacionadas con el fenómeno
político-cultural conocido como “democracia liberal”. La democracia es la puesta en la esfera política la necesidad de libertad justicia,
paz, dignidad humana y la igualdad en derechos. Justamente, estos elementos se convierten
en los valores que inspiran la Declaración Universal de los Derechos
Humanos. El Preámbulo de la declaración
nos dice : “Considerando que la
libertad, la justicia y la paz en el mundo tiene por base el reconocimiento de
la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los
miembros de la familia humana...la Asamblea General [de la Organización de las
Naciones Unidas] proclama la presente Declaración de los Derechos Humanos como ideal
común ...” [4].
Los mismos ideales son compartidos tanto por la democracia
liberal y por los Derechos Humanos. Podemos estar de acuerdo en que dichos
valores tienen que ver más con procesos sociales europeos, pero de hecho, ya no
nos son ajenos. La democracia liberal puede tener todas las fallas que
queramos, pero quisiera recordar una consideración hecha por John Dewey en
torno a ella. La democracia, decía Dewey, no es sólo una forma de vida social
entre otras formas factibles de vida social: es la condición previa para la
aplicación de la plena inteligencia a la solución de los problemas sociales. La
democracia es, según Dewey, una forma de vida en la que los intereses se
penetran recíprocamente. De esta manera un gobierno que se apoya en el sufragio
universal no puede tener éxito, en términos democráticos, si no están educados
los que eligen y obedecen a sus gobernantes[5]. Así,
una democracia no es una forma de gobierno, sino más bien, un modo de vida
asociado, de experiencia comunicada juntamente. Y una cosa que es sumamente
pertinente para considerar un sistema igualitario de derechos es que “la
extensión en el espacio del número de individuos que participan en un interés,
de modo que cada uno ha de referir su propia acción a la de los demás y considerar la acción de los demás para dar
pauta y dirección a la propia, equivale a la suspención de aquellas barreras de
clase, raza o territorio nacional que impiden que el hombre perciba la plena
significación de su actividad. Estos puntos de contactos más numerosos y más variados denotan una mayor diversidad
de estímulos a que ha de responder un individuo...”, y termina diciendo que
esta multiplicidad de estímulos “aseguran una liberación de las capacidades que
permanecen reprimidas en tanto que las incitaciones a la acción sean parciales,
que tiene que serlo en un grupo que en su exclusivismo reprime muchos
intereses”[6]
Desde la perspectiva de Dewey sólo un sistema social que
permita el desarrollo de la multiplicidad de estímulos ante los individuos es
capaz de llevar adelante el desarrollo pleno de la inteligencia en los
individuos y en la sociedad. Por eso la democracia es la huella de la
inteligencia en la vida social, no porque ella tenga un contenido específico
sino, más bien, porque ésta es la posibilidad de llevar adelante la experiencia
humano lo más lejos posible en lo que a la vida social se refiere. Así, la
democracia es la posibilidad de experimentar inteligentemente en la vida
pública de las sociedades. Esta experimentación inteligente relegaría a un
segundo orden consideraciones nacionalistas, y cuestiones de clase, de raza -o
asuntos relacionados a discriminación étnica y cultural- serían un impedimento
para el pleno desarrollo de esta inteligencia pública.
Por su parte, los derechos humanos son fruto y surgen del
corazón del estilo de vida democrático. Si bien cierto historicismo tiene razón
en que éstos se han ido implementando paulatinamente (primero la Declaración
Universal, luego los Derechos Civiles y Políticos y los Derechos Económicos,
Sociales y Culturales y así sucesivamente) los derechos humanos forman un
sistema integrado, hasta el punto que es posible hablar de una “cultura de
derechos”. El respeto de lo derechos sociales y económicos es condición
necesaria para el respeto de los derechos civiles y políticos y viceversa. La
integralidad del sistema de los derechos humanos se deriva de la integralidad del
sistema democrático en tanto que forma de
vida. Los valores centrales de la forma de vida democrática son, en cierto
punto de la historia, en un código de carácter universal, la Declaración
Universal, y dichos valores han sido ratificados paulatinamente por gran parte
de los estados.
Nosotros tenemos la posibilidad de optar por hacer nuestros
estos valores y asumir la integralidad de la forma de vida democrática, o
podemos elegir otras formas de vida. Pero si queremos asumir la democracia como
estilo de vida social debemos intentar construir una cultura de derechos entre
nosotros. Trabajos sociológicos nos muestran que si bien algo se ha avanzado,
en el sentido que los sentimientos de ciudadanía y conciudadanía están más
extendidos en nuestra sociedad que hace unos treinta años, debemos, sin
embargo, apostar por un trabajo educativo entre los peruanos para que la
cultura de derechos tenga verdadera vigencia y legitimación. Las sociedades se
encuentran lejos de ser bloques estáticos y es posible reforzar ciertas
tendencias sociales que tiene relación con una cultura democrática de derechos
entre nosotros. No debemos temer la
posibilidad de perder nuestra identidad pluriétnica y multicultural si es que
resaltamos nuestros flancos más democráticos e igualitarios. Podemos creer en
los derechos humanos, tenemos derecho a hacerlo. Podemos tener, como nos indica
James, la voluntad de creer.
[2] JAMES, William; La voluntad de creer: un debate sobre la ética de la creencia, Madrid: Tecnos, 2003.
[3] PUTNAM, Hilary; Cómo
renovar la filosofía, Madrid:.Cátedra, 1994.
[4] Asamblea General de la ONU, 10 de Diciembre de 1948, Declaración
Universal de los Derechos Humanos (el subrayado es propio).
[5] DEWEY, John; Democracia y
educación, Madrid: Ediciones Morata,
1995. P. 81.
[6] Íbid, p 82.
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