lunes, 7 de julio de 2014

¿Podemos creer en los Derechos Humanos? (Tercera y última parte)


4.- El argumento funcionalista contra los Derechos Humanos

Algunos consideran que el rechazo a la idea de “naturaleza o esencia humanas” es equivalente al rechazo a los Derechos Humanos en cuanto tales.  Si seguimos el razonamiento de esta gente podríamos decir que no es lícito creer en los Derechos Humanos ya que como “cada pueblo tiene su propia cultura y su propio proceso político y jurídico”, aceptar algo así como la legislación en Derechos Humanos sería aceptar algo externo, que pertenece sólo al Occidente liberal, lo cual, a fin de cuentas, representa un acto de imperialismo cultural. Si bien este razonamiento  puede olernos un poco empolvado y hacernos estornudar un poco, por el olor que tiene a cosas como El anti imperialismo y el APRA,  es un argumento anda por allí en nuestra sociedad -y, por supuesto, en otras.

La idea que se encuentra detrás de este razonamiento es que existen valores culturales que deben ser defendidos a toda costa del embate de los derechos humanos. Los Derechos Humanos serían, bajo esta perspectiva, un paso más del proceso de globalización del neoliberalismo económico salvaje. Sin embargo, como vio agudamente Bernard Williams “si se considera a la sociedad como una unidad cultural, identificada en parte por sus valores, entonces muchas proposiciones funcionalistas  dejan de ser proposiciones empíricas para convertirse en puras tautologías: por supuesto,  y con esto nada se dice, que es condición necesaria para la supervivencia de un grupo-con-ciertos-valores que el grupo mantenga esos valores”[1].  Williams nos hace caer en la cuenta que las pretensiones de los señores defensores de la política ”anti imperialista contra los Derechos Humanos” está infectada del virus funcionalista.  El funcionalismo es una herramienta de análisis muy interesante y útil para ciertas cosas pero cuando se instala en nuestros ordenadores puede arrojarnos descripciones de la vida social totalmente estáticas, que supongan el argumento que dice “si tocan, la cultura se va a perder irremediablemente” como si las sociedades fueran cosas muertas, congeladas e inmutables.  El problema que tenemos es que durante décadas el funcionalismo se instaló en ciencias como el derecho y la antropología, lo que hace que, por inercia, sigamos manteniendo ciertas posiciones  “sagradas”. Como puede muy bien ver un ojo entrenado, las culturas se echan a perder irremediablementa a diario porque los seres humanos se comunican y producen nuevas expresiones culturales  Las culturas se pierden en el sentido de que varían todos los días, se renuevan

Por otro lado esto se asocia al supuesto de que las culturas tienen algo que las hace ser ellas mismas y sin ese algo dejan de serlo, se echan a perder; ese algo debe ser preservado a toda costa. Si uno pregunta ¿qué es ese algo? se nos dirá algo que terminará sonando a “la esencia o la naturaleza de la sociedad cual”  Pero ¿no habíamos quedado en que no existen esencias o naturalezas en cosas humanas? ¿porqué, para unas cosas sí podemos afirmas las esencias, mientras que respecto de otras cosas no lo podemos hacer? Si no se nos explicitan los criterios podemos pensar que se trata de elecciones totalmente arbitrarias, y eso no es muy elegante.  Esos discursos que defienden los esencialismos culturales siguen, en el fondo la misma lógica de aquellos que dicen “así somos los peruanos, sin gobiernos autoritarios no podemos llevas adelante nuestra vida política” - esa es otra de las bromas que nos juega el funcionalismo. La idea de que algunas sociedades son de tal naturaleza que las hace funcionar de tal o cual manera irremediablemente es tan falsa como aquellas que afirmaban la historia seguía un progreso indefinido. Nos guste o no, las sociedades cambian y, muchas veces, lo hacen sin pedirnos permiso.

De este modo, si es que vamos a desechar la idea de “naturaleza” para lo social y el derecho hagámoslo en serio. No podemos contar, entonces, ni con “la naturaleza humana” de la cual vamos a derivas los “derechos naturales”, que transformaríamos en derechos humanos ni con expresiones como “los peruanos somos esencialmente autoritarios”. Si desechamos las versiones de esencialismos de las sociedades no podemos tomar en serio el funcionalismo, ni el social ni el jurídico. Esto da como resultado el que no podemos creer en los derechos humanos como derivados de una naturaleza humana inmutable y eterna, pero tampoco tenemos ningún argumento fuerte que nos impida creer en ellos. Podemos creer en ellos como asociados a cierto ordenamiento jurídico internacional y ciertos valores que sería bueno asumir.


5.- Conclusión: sobre el derecho a creer

Si no tenemos esencias, entonces no estamos obligados a creer, podemos optar. Por supuesto, trataremos de hacerlo de la mejor manera. William James, el filósofo y psicólogo americano de fines del siglo pasado,  en un artículo muy interesante[2] hacía notar que las opciones que podemos tomar tienen diferente calibre. Puedo optar por beber un café ahora o más tarde, esta sería una opción trivial; puedo, en cambio, considerar cuestiones que no tiene mucho que ver con mi vida, como la doctrina teosofista o musulmana, en este caso se trataría de una “opción muerta”, si es que soy cristiano; finalmente, podemos enfrentarnos a cuestiones más importantes que involucran aspectos profundos de nuestra vida, en ese caso tendríamos una opción viva. 

Hilary Putnam ilustra lo que James entiende por opción viva de la siguiente manera. Puede ser que estemos considerando el poner nuestros hijos en tal o cual colegio. Esta decisión, a fin de cuentas, no tiene demasiada “carga” puesto que si no nos agrada este colegio podemos sacar los hijos y llevarlos a aquél otro. En cambio aquella persona que, estallada la Segunda Guerra Mundial, tiene que elegir entre unirse a la resistencia o quedarse en la granja con la madre enferma se enfrenta ante una opción vital, se encuentra forzado a hacerlo[3]. Esta sí es una opción cargada de importancia.  En casos como éste tenemos derecho a creer y actuar “con antelación a la evidencia” ya que nuestra razón no podrá ofrecernos pauta alguna. Se trata de consideraciones existenciales frente a las cuales no podemos tener “evidencias” o fundamentos seguros para actuar. Debemos, entonces, creer; debemos decidir creer o no creer. Podemos equilibrar las evidencias que tenemos a disposición, pero debemos saber que jamás serán las suficientes para tomar una decisión. Por otro lado, no podemos dejar de tomar partido: debemos de tener la Voluntad de Creer y, como acota Putnam, el derecho de hacerlo.

Para nosotros la opción de creer o no creer en los Derechos Humanos se ha convertido en vital porque nuestras vidas se encuentran íntimamente relacionadas con el fenómeno político-cultural conocido como “democracia liberal”.  La democracia es la puesta en la esfera  política la necesidad de libertad justicia, paz, dignidad humana y la igualdad en derechos. Justamente, estos elementos se convierten en los valores que inspiran la Declaración Universal de los Derechos Humanos.   El Preámbulo de la declaración nos dice : “Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tiene por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana...la Asamblea General [de la Organización de las Naciones Unidas] proclama la presente Declaración de los Derechos Humanos como ideal común ...” [4].

Los mismos ideales son compartidos tanto por la democracia liberal y por los Derechos Humanos. Podemos estar de acuerdo en que dichos valores tienen que ver más con procesos sociales europeos, pero de hecho, ya no nos son ajenos. La democracia liberal puede tener todas las fallas que queramos, pero quisiera recordar una consideración hecha por John Dewey en torno a ella. La democracia, decía Dewey, no es sólo una forma de vida social entre otras formas factibles de vida social: es la condición previa para la aplicación de la plena inteligencia a la solución de los problemas sociales. La democracia es, según Dewey, una forma de vida en la que los intereses se penetran recíprocamente. De esta manera un gobierno que se apoya en el sufragio universal no puede tener éxito, en términos democráticos, si no están educados los que eligen y obedecen a sus gobernantes[5]. Así, una democracia no es una forma de gobierno, sino más bien, un modo de vida asociado, de experiencia comunicada juntamente. Y una cosa que es sumamente pertinente para considerar un sistema igualitario de derechos es que “la extensión en el espacio del número de individuos que participan en un interés, de modo que cada uno ha de referir su propia acción a la de los demás  y considerar la acción de los demás para dar pauta y dirección a la propia, equivale a la suspención de aquellas barreras de clase, raza o territorio nacional que impiden que el hombre perciba la plena significación de su actividad. Estos puntos de contactos más numerosos  y más variados denotan una mayor diversidad de estímulos a que ha de responder un individuo...”, y termina diciendo que esta multiplicidad de estímulos “aseguran una liberación de las capacidades que permanecen reprimidas en tanto que las incitaciones a la acción sean parciales, que tiene que serlo en un grupo que en su exclusivismo reprime muchos intereses”[6]

Desde la perspectiva de Dewey sólo un sistema social que permita el desarrollo de la multiplicidad de estímulos ante los individuos es capaz de llevar adelante el desarrollo pleno de la inteligencia en los individuos y en la sociedad. Por eso la democracia es la huella de la inteligencia en la vida social, no porque ella tenga un contenido específico sino, más bien, porque ésta es la posibilidad de llevar adelante la experiencia humano lo más lejos posible en lo que a la vida social se refiere. Así, la democracia es la posibilidad de experimentar inteligentemente en la vida pública de las sociedades. Esta experimentación inteligente relegaría a un segundo orden consideraciones nacionalistas, y cuestiones de clase, de raza -o asuntos relacionados a discriminación étnica y cultural- serían un impedimento para el pleno desarrollo de esta inteligencia pública. 

Por su parte, los derechos humanos son fruto y surgen del corazón del estilo de vida democrático. Si bien cierto historicismo tiene razón en que éstos se han ido implementando paulatinamente (primero la Declaración Universal, luego los Derechos Civiles y Políticos y los Derechos Económicos, Sociales y Culturales y así sucesivamente) los derechos humanos forman un sistema integrado, hasta el punto que es posible hablar de una “cultura de derechos”. El respeto de lo derechos sociales y económicos es condición necesaria para el respeto de los derechos civiles y políticos y viceversa. La integralidad del sistema de los derechos humanos se deriva de la integralidad del sistema democrático en tanto que forma de vida. Los valores centrales de la forma de vida democrática son, en cierto punto de la historia, en un código de carácter universal, la Declaración Universal, y dichos valores han sido ratificados paulatinamente por gran parte de los estados. 

Nosotros tenemos la posibilidad de optar por hacer nuestros estos valores y asumir la integralidad de la forma de vida democrática, o podemos elegir otras formas de vida. Pero si queremos asumir la democracia como estilo de vida social debemos intentar construir una cultura de derechos entre nosotros. Trabajos sociológicos nos muestran que si bien algo se ha avanzado, en el sentido que los sentimientos de ciudadanía y conciudadanía están más extendidos en nuestra sociedad que hace unos treinta años, debemos, sin embargo, apostar por un trabajo educativo entre los peruanos para que la cultura de derechos tenga verdadera vigencia y legitimación. Las sociedades se encuentran lejos de ser bloques estáticos y es posible reforzar ciertas tendencias sociales que tiene relación con una cultura democrática de derechos entre nosotros.  No debemos temer la posibilidad de perder nuestra identidad pluriétnica y multicultural si es que resaltamos nuestros flancos más democráticos e igualitarios. Podemos creer en los derechos humanos, tenemos derecho a hacerlo. Podemos tener, como nos indica James,  la voluntad de creer. 



[1] WILLIAMS, Bernard ; Introducción a la ética, Madrid: Cátedra, 1982.  P. 34.
[2] JAMES, William; La voluntad de creer: un debate sobre la ética de la creencia,  Madrid: Tecnos, 2003.
[3] PUTNAM, Hilary; Cómo renovar la filosofía, Madrid:.Cátedra,  1994.
[4] Asamblea General de la ONU, 10 de Diciembre de 1948, Declaración Universal de los Derechos Humanos (el subrayado es propio).
[5] DEWEY, John; Democracia y educación,  Madrid: Ediciones Morata, 1995. P. 81.
[6] Íbid, p 82.

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