domingo, 9 de noviembre de 2008

Las libertades y sus interpretaciones (Primera parte)

La libertad, como el amor y la belleza
es uno de esos valores de los cuales se puede tener la experiencia
pero que cuesta mucho definir.

Orlando Patterson.

El concepto metafísico de la libertad resulta ser una idea filosófica que recorre la historia del pensamiento occidental desde antiguo y que va nutriendo las instituciones centrales de la cultura occidental a lo largo de su historia. Tanto como concepto filosófico o como idea que va encarnándose en las instituciones y en las prácticas sociales, va tomando diferentes configuraciones y diferentes concreciones fácticas. En tanto que idea filosófica se instala en nuestras mentes e inflama nuestros espíritus y corazones. Nos mueven a la acción. Al igual que el amor o la belleza, nos colma, toma posesión de nosotros, manifiesta todo su poder en la aspiración de cada uno de nuestros miembros. Pero en cuento ideal, la libertad puede que no pase de conmovernos profundamente y se encuentre imposibilitada de mostrar alguna concreción en el mundo. Así como el amor que no se realiza y la belleza que no se concreta en alguna obra, la libertad puede carecer de implicancias prácticas si se la piensa sólo como idea filosófica.
Esto no quiere decir que debemos abandonar la reflexión filosófica sobre la libertad. Todo lo contrario. Una reflexión sobre la libertad posibilita encarar las dificultades que tiene la tarea de definirla y precisarla conceptualmente. Como ideal complejo que es, si la libertad no es reflexionada suficientemente puede llevar a experiencias sociales, individuales e históricas tan dolorosas como las experiencias a las que nos han conducido las aspiraciones políticas contrarias a la libertad, como son el totalitarismo, el despotismo, la esclavitud y la crueldad.
Una manera fructífera de tratar la libertad resulta ser partir de una reflexión filosófica acerca de sus diversas concretizaciones sociales y jurídicas. En este sentido resulta útil referirse no a la libertad, sino a las libertades. El centrarnos en las libertades resulta ser importante porque ello permite precisar las diferentes dimensiones de la libertad, además de hacer posible que señalemos en qué sentidos las personas pueden ser libres y cómo las instituciones sociales y políticas, así como los sistemas jurídicos pueden fomentar el ejercicio de las diversas libertades.



1.- Libertad de los antiguos y libertad de los modernos.

Una de las estrategias más interesantes para desarrollar este análisis de las libertades ha sido el sugerido en el siglo XVIII por Benjamin Constant en su célebre ensayo La libertad de los antiguos y la libertad de los modernos[1]. En él Constant tiene al concepto de libertad pública de los ciudadanos en la polis ateniense, que Aristóteles tematiza tanto en su Política como en la Ética a Nicómaco[2], como el referente de la llamada “libertad de los antiguos”. De otra parte, el autor francés encuentra en el concepto de libertades desarrollado por John Locke en su Segundo tratado sobre el gobierno civil[3] y en sus escritos sobre la tolerancia[4] como el paradigma de las libertades de los modernos.
Lo que caracteriza a la libertad de los antiguos es que se trata de la libertad que la polis o comunidad política ateniense tenía sobre su propio proyecto de vida compartido y sus metas conjuntas. Se trataba de la libertad de la que gozaban los ciudadanos de la comunidad política al poder definir conjuntamente y por medio de procesos deliberativos el proyecto de vida de la ciudad estado que denominaban polis. En ese sentido se trataba de una libertad de carácter público y deliberativo que versaba sobre cuestiones de interés común. Esta aspiración hacia la realización de las libertades públicas va a ser retomada durante la modernidad por Jean Jacques Rousseau quien, en su teoría política plasmada especialmente en El contrato social[5], realza la importancia de las libertades políticas públicas de los ciudadanos además de la necesidad de contar con valores políticos públicosEn cambio las libertades que desarrolla John Locke tienen que ver con las libertades de las que gozan las personas en tanto sujetos privados, en contraposición de la potencial intromisión del Estado moderno en la esfera de sus intereses y cuestiones privadas. Las libertades para Locke se entienden como la oposición a la tiranía, tiranía esta que podría subvenir de parte del poder político del Estado en cuestiones tan diversas como en el arreglo de sus propiedades personales o familiares como en la intromisión de sus ideas y la imposición de un determinado credo religioso.
[1] CONSTANT, Benjamín Escritos políticos, Madrid: Centro de Estudios constitucionales, 1989.
[2] Al respecto Cfr. ARISTÓTELES, Política, Madrid: Alianza Editorial, 2003, especialmente el libro I, además de ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2002, también el libro primero en donde se desarrolla la idea de el ser humano como zoon politikon (animal político) y la relevancia que tiene la vida política para la realización de la vida humana desde la perspectiva de los griegos del siglo V a.C. También resultan relevantes algunos capítulos del libro VI de la misma Ética a Nocómaco, en que Aristóteles desarrolla el vínculo de la phrónesis (prudencia) y la vida política. UN estudio que se ha convertido en un clásico al respecto es la obra de Hannah Arendt La condición humana, Barcelona: Paidós, 1996, especialmente el capitulo segundo, dedicado a la distinción aristotélica entre la esfera pública y la esfera privada, y el capítulo quinto dedicado a desarrollar la categoría de la acción, concepto importante para comprender las relaciones políticas en el mundo griego y la naturaleza de la libertad pública.
[3] LOCKE, John; Segundo tratado sobre el gobierno civil : un ensayo acerca del verdadero origen, alcance y fin del gobierno civil, Madrid: Tecnos, 2006.
[4] LOCKE, John; Escritos sobre la tolerancia Madrid : Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1999.
[5] Rousseau, Jean-Jacques; El contrato social, Madrid: Edaf, 1989

jueves, 9 de octubre de 2008

Las religiones y el choque entre civilizaciones (ültima parte)

3) Religión e identidad.

Ciertamente, la religión constituye una de las aristas de la identidad compleja de muchas personas en el mundo. En contra de lo que se pensaba hace veinte o treinta años, la religión ha tomado una renovada importancia en el mundo contemporáneo. Esta vuelta de lo religioso se ha dado de dos maneras distintas: de una parte han crecido los grupos ortodoxos, fundamentalistas y radicales, y de otra ha crecido en número de personas religiosas que no se sienten representadas por las instituciones religiosas, especialmente cuando tales instituciones han radicalizado sus posiciones contra “el mundo”, la secularización de la política, la ciencia, la modernización, la postmodernidad y otras manifestaciones que son acusadas de ser signos de la decadencia de la humanidad[1]. A falta de una terminología precisa, denominaré a este segundo grupo de creyente como el de los “creyentes libres”. Entre los creyentes libres se encuentran ciertamente un gran contingente de intelectuales (entre ellos el renombrado Gianni Vattimo), pero también un conjunto grande de gente común y corriente.
Esta diferencia también se intercepta con la diferencia entre aquellos que asumen políticas agresivas contra otros grupos y quienes no lo hacen. Pero quienes no son agresivos no son por pertenecer a una versión pacifista del credo religioso, sino más bien por haber elegido razonablemente hacer valer otras aristas de su propia identidad, y no sólo la religiosa. Se podrá argumentar que el componente religioso de una identidad no opera de la misma manera que las elecciones profesionales, las ciudades o países a los que se pertenezca; se podrá decir que la religión ofrece al creyente una cosmovisión de modo que uno es un filósofo católico, o un peruano católico y así sucesivamente. De esta manera la denominación religiosa va acompañando todos los demás rasgos identitarios, adjetivándolos. Pero en esta situación el lugar que tiene la elección de los pesos relativos de cada componente queda reducido a nada, ya que se parece destinado a que la dimensión religiosa pese absolutamente de modo que gobierna las demás dimensiones. Si bien esta es la opción que muchas personas han asumido, no es la única posible. Lo que no puede ser aceptable es que se obligue a los creyentes a dar un peso absoluto al componente religioso al momento de balancear el peso de sus rasgos identitarios. La razón de esta inaceptabilidad reside en que con ello se estaría eliminando parte de la libertad para elegir, y las opciones religiosas adquieren su valor por expresar la libertad de elección.

4) ¿Están las civilizaciones en conflicto? ¿Están las religiones en pié de guerra?

En su momento el Ayatola Jomeini invocó al Islam a emprender la guerra contra lo que denominó “El Gran Satán”. Aquella persona que estrelló el avión contra las Torres Gemelas creía que su “martirio” le haría poseedor del premio del paraíso. Ciertamente, eso ha sucedido y sigue sucediendo. Sin embargo, sospecho que ello no nos autoriza a tomar en serio los términos “civilización” y “choque entre civilizaciones” en tanto que conceptos de la ciencia política y de la filosofía política. Se trata de términos de carácter político más que científico o filosófico. El uso del término civilización en este contexto está diseñado para establecer separaciones entre las personas, oscurecer ciertos rasgos de la identidad de las personas y empobrecer sus vidas. El término “conflicto entre civilizaciones” aparece con anterioridad de que los conflictos en la arena del mundo se desencadena. Aparece más como detonante que como concepto descriptivo. Los seres humanos somos diversamente diferentes, es decir, que entre los pertenecientes a una “civilización” existe un conjunto de diferencias y modos de vida, diversidad que sólo es posible abstraer por medio del terror o la violencia. De esta manera, uno podría preguntarse ¿quién representa la civilización occidental? ¿acaso Hitler y Mussolini? ¿o los gestores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos? Y la civilización oriental ¿se encuentra mejor representada por Gandhi (quien luchaba por la independencia y la gestación de una india democrática) o por los dictadores asiáticos?.
Esto nos conduce a las cuatro posiciones que había enunciado al principio. Las tres primeras opciones asumen como correcta la afirmación del conflicto entre civilizaciones, y por lo tanto no son posiciones aceptables, pues parten de un supuesto cuestionable. La única alternativa es la cuarta, según la cual no hay un conflicto entre civilizaciones, sino que hay creyentes que radicalizan (o son inducidos a radicalizar) su opción religiosa hasta el extremo de volverse políticamente agresivos. Pero hay otros creyentes que no toman esa opción. De hecho, es posible que ciertos creyentes sean colaboradores de buena fe por la paz en el mundo. Pero ello no supone que se trate de miembros de “civilizaciones pacifistas”, pues ello sería volver a la misma abstracción que se está denunciando. ¿Con qué derecho le podemos, nosotros los occidentales decir a un musulmán que no está interpretando mal el Islam?. Creyentes que comparten los mismos dogmas de fe pueden adoptar posiciones distintas frente a la violencia. Ello revela que el componente de “violencia” o de “paz” no es algo que sea intrínseco a los credos religiosos, sino que se trata de un componente político que proviene de fuera. Lo que caracteriza a un creyente fundamentalista no es necesariamente el contenido doctrinal que abrace, sino la forma en que lo hace. Cuando esa forma excluye u oscurece otras dimensiones de su identidad, se encuentra entonces a merced de la utilización política por parte de algún líder. Pero ese opacamiento de las diversas aristas de la identidad es algo que no se debe necesariamente a la religión, sino a la presencia de una voluntad política..


[1] Véase, al respecto, el artículo de Gianni Vattimo en: La Religión Madrid : PPC, 1996.

domingo, 5 de octubre de 2008

Las religiones y el choque entre civilizaciones (segunda parte)

2) Redefiniendo el concepto de identidad.

La cultura de la Ilustración durante el siglo XVIII insistió en la idea según la cual todos los seres humanos somos iguales. Pero de inmediato, los representantes del romanticismo político y filosófico, como Herder, señalaron que los seres humanos no somos sino diferentes y que cada pueblo tiene su propio modo de ser, incompatible con el de los demás. A este modo de ser de cada pueblo se convino en llamar Volkgeist. La persistencia del nacionalismo hizo que se asocie nación, pueblo y espíritu del pueblo. Pero el desarrollo de la antropología cultural durante los siglos XIX y XX ha sacado a luz que al interior de cada estado nacional se encuentran conviviendo un conjunto de culturas distintas, de modo que la cede de la identidad no se encuentra en la nación, sino en la cultura. a la que uno pertenece. La narrativa de Huntington sugiere que es posible detectar los rasgos comunes de diferentes comunidades culturales y asociarlas en grupos más grandes, a saber, las grandes civilizaciones.
En este discurso sobre las civilizaciones, y en algunos discursos culturalistas que privilegian los derechos colectivos a los individuales, se presenta una concepción singularista de la identidad de las personas[1]. Dicha visión simplifica la compleja identidad de las personas, oscureciendo algunas de sus dimensiones a fin de iluminar la que más conviene a los líderes políticos o a los agentes que buscan manipular a los individuos. Habitualmente una persona suele tener varios focos de identidad que la hacen rica en dimensiones y aristas. De esta manera, una persona puede ser católico, liberal, filósofo, amante de la poesía y el cine, heterosexual, entre otras cosas. Esa persona puede ser peruano, limeño, pero cultivar un vínculo y afinidad por el lugar de procedencia de sus padres. Así, un individuo, puede cultivar diferentes focos de identidad. Suele tener una identidad compleja. Entre esos focos de identidad la persona puede realizar una elección razonada respecto de qué prioridad darle a cada dimensión. De tal manera que no somos sólo diferentes (por pertenecer a diferentes culturas o civilizaciones), sino que somos diversamente diferentes, tal como lo señala acertadamente Amartya Sen.
Sin embargo, el discurso sobre el choque de civilizaciones promueve la creencia de que la identidad de las personas puede ser entendida de modo singularista, es decir, es posible entender la identidad de las personas como definida completamente por uno de sus aspectos (ser Islámico, por ejemplo) y oscurecer los demás componentes. Si a esto se suma que ese aspecto de su identidad está siendo golpeada por un pueblo adversario, nos encontramos ante una situación sumamente explosiva. El discurso del choque entre civilizaciones no parte necesariamente de una evidencia empírica, sino de manera abstracta, puesto que presupone que las grandes civilizaciones entrarán en conflicto antes de que se produzca conflicto alguno. El problema no se soluciona si uno elimina el término “conflicto” y comienza a hablar de armonía diálogo o encuentro entre las civilizaciones. Y es que el término problemático resulta ser realmente el de “civilizaciones”. Dicho término exige que dividamos a las personas por compartimientos estancos y códigos clasificatorios que se levantan sobre la base de la descripción singularista de la identidad.
Pero no se trata de un discurso inocente, sino que busca fomentar un tipo de política que promueve la violencia y el conflicto. Esta política procede fomentando lo que Amartya Sen denomina “destino como ilusión”, es decir, la creencia de que uno, en tanto individuo se encuentra destinado a una identidad singularistamente definida y no se encentra con la posibilidad de elegir razonadamente la manera de priorizar sus diferentes aristas de la identidad. De esta manera se genera en las personas la peligrosa ilusión de que son ante todo limeños, y por ende han de renegar de los provincianos, o que son ante todo peruanos y han de rechazar a los chilenos. Esta ilusión empobrece la identidad de las personas y además los conduce al enfrentamiento. Además, como toda ilusión, no se condice con la realidad.
[1] En la crítica a la identidad signularista y en la presentación de las identidades complejas soy deudor de Amartya Sen. Cfr. SEN, Amartya; Identidad y violencia. La ilusión del destino, Buenos Aires: Katz, 2007.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Las religiones y el choque entre civilizaciones (primera parte)

El trabajo que les traigo en esta oportunidad procura establecer las relaciones entre los conceptos de “religión” y el de “conflicto (o choque) entre civilizaciones”, a fin de examinar si realmente asistimos a una era de conflicto entre las grandes civilizaciones, y de ser así, qué papel desempeñarían las religiones en dicho proceso. El rol desempeñado por las creencias religiosas sería fundamental en este “choque entre civilizaciones si tomando en cuenta que se afirma que lo característico a una civilización es su filiación religiosa, de modo que se habla de “civilización occidental o cristiana”, de “civilización islámica”, de civilización budista”, entre otras.
En relación a este problema podemos encontrar las siguientes posiciones:

1) Efectivamente existe un conflicto entre civilizaciones operando en el mundo contemporáneo, pero en él el papel de las religiones es mínimo, pues no son de lejos la causa principal. Sin embargo, las religiones no pueden hacer nada para eliminar dicho conflicto.

2) Efectivamente existe un conflicto entre civilizaciones operando en el mundo contemporáneo, pero las religiones no son de lejos la causa de éste. Es más, las religiones pueden hacer esfuerzos importantes para minimizar dicho conflicto.

3) Efectivamente existe un conflicto entre civilizaciones actualmente en el mundo, en el que el papel de las religiones es decisivo porque ellas representan una de las causas principales.

4) Si bien hay focos de conflictos y violencia social e intercultural en el mundo contemporáneo, no es el caso que asistamos a un “conflicto entre civilizaciones”. En estas circunstancias, las religiones desempeñan una función ambigua: ellas no son necesariamente las causas de la violencia, pero dependiendo de si son asumidos de manera fundamentalista o vivencial, pueden a) causar o fomentar conflictos, o b) colaborar con la resolución de conflictos y aportar a la paz mundial.

En lo que sigue defenderé la posición 4 y apuntaré a las posibilidades de colaborar con la resolución de conflictos que tienen las religiones. Pero antes de entrar a la cuestión, revisaré brevemente la tesis del “choque de civilizaciones” tal como Samuel Huntington la presenta.

1) ¿”Choque de civilizaciones” y fin de las ideologías?

Con esta expresión “choque o conflicto de civilizaciones”. no se refiere precisamente a hechos de la realidad política internacional contemporánea, sino más bien se trata de un enfoque teórico que se ha comenzado a utilizar durante los años 90, que ha cobrado relevancia a partir de los sucesos delo 2001 y que se remite a la obra de Samuel Huntington[1]. Ello significa que es posible interpretar la escena mundial contemporánea a partir de enfoques alternativos.

De acuerdo con Huntington, se hace necesario que adquiramos un nuevo enfoque o paradigma (en sentido kuhneano) a fin de explicar los fenómenos presentes en la política internacional contemporánea. Este nuevo enfoque incluye una narrativa respecto de la historia de los conflictos en el mundo. Dicho relato cubre solamente los procesos desarrollados desde la modernidad y presenta la historia dividida en tres periodos o fases.
El primer período es el que tiene inicio en la Paz de Westfalia (1648). Allí, los agentes principales del orden internacional son los príncipes o soberanos absolutos, y , más tarde, los estados nacionales, quienes se encuentran en los que se conoce como “equilibrio de fuerzas” en términos políticos, económicos, territoriales y militares. El equilibrio de fuerzas consiste en que el poderío de cada potencia se encuentran nivelado entre sí. En este esquema del “equilibrio de fuerzas”, encontramos un conjunto de potencias en Europa que cuentan con colonias en otros continentes y que se arman lo suficiente para disuadirse mutuamente ante eventuales agresiones. Ciertamente, en este periodo las potencias europeas tienen algunos conflictos unos con otros, pero estos se encuentran focalizados y nunca son generalizados, es decir, no involucran a todas las potencias a la vez[2]. Este modo de articulación de las relaciones internacionales tiene sus raíces en la Irene griega presentada por Tucírides y en la visión presentada por Thomas Hobbes.

El desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial hace saltar por los aires este esquema, pues el conflicto comienza a adquirir proporciones globales, e involucran al conjunto de potencias al mismo tiempo. A raíz de este suceso el orden internacional procura reorganizarse y se articula la llamada Sociedad de las Naciones. Pero el período de vida de esta organización internacional fue sumamente breve. La Segunda Guerra Mundial pronto romperá con la paz que se procuraba instaurar.

Ya en la Segunda Guerra Mundial el modelo de conflicto internacional varía por completo y comienzan a tener un peso importantes las ideologías que varios países pueden compartir (por ejemplo, el fascismo y la democracia). El fin de la Segunda Conflagración Mundial trajo consigo una nueva configuración del orden internacional. El escenario se va a encontrar marcado por la presencia de dos superpotencias (los Estados Unidos de América y la Unión Soviética) que mantendrán una carrera armamentista, política y económica que sería denominada “guerra fría”. Lo que caracteriza a la confrontación en esta fase es que en ella no se enfrentan sólo estados nacionales defendiendo posiciones territoriales y acceso a recursos, sino que, sobre todo se encuentran en pugna dos ideologías, el capitalismo y el socialismo, que buscan predominar en el globo. Esto hace que el componente político de la conflagración durante la guerra fría tenga una gran importancia.

Desde la caída del Muro de Berlín y el final de la guerra fría no sólo asistimos al fin del conflicto entre el bloque soviético y el bloque capitalista, sino que han resurgido los nacionalismos[3], las reivindicaciones sociales y políticas de diferentes culturas y religiones. Es más, las reivindicaciones y conflictos sociales y políticos han comenzado a tener como protagonistas importantes a grandes civilizaciones, como la cristiana, el Islam y la civilización budista. Una civilización es entendida como un gran grupo cultural de personas que se diferencia de cualquier otro por su religión, historia, lengua y tradición. Lo que caracteriza a los conflictos en este nuevo período es su carácter cultural y religioso. Esta fase está caracterizada por el tribalismo y la globalización. El tribalismo apunta a la relevancia que las civilizaciones han adquirido en la escena mundial; la globalización señala que el conflicto entre estas civilizaciones se realiza a escala mundial e involucra todo el planeta.

Junto a esta tesis sobre el choque entre civilizaciones surge otra tesis complementaria según la cual hoy asistimos a una era en la que las ideologías han desparecido. Dicha tesis se asocia a la visión de la historia que Francis Fukuyama esbozara en su Fin de la historia y el último hombre[4]. Dicha tesis sostiene que con el fin de la guerra fría se instaura el triunfo de la sociedad de libre mercado por el mundo y con esto la eliminación de la confrontación ideológica entre este y oeste. Así, las ideologías dejan paso para las reivindicaciones culturales, para la valoración de las grandes civilizaciones y para la instauración de sociedades libres, entendiendo que la libertad significa fundamentalmente libertad de empresa y libre competencia en el mercado. A su vez, se entiende que el término “ideología” refiere a un sistema cerrado de creencias renuente a la reflexión crítica que tiene objetivos estrictamente políticos. La pregunta que hemos de hacernos aquí es si esta narrativa es correcta, es decir, si realmente asistimos a una era de choque entre civilizaciones que significa a la vez el fin de las ideologías. Sospecho que esta narrativa es falsa, y es más, creo que se trata de una ideología más, que como toda ideología, tiene un objetivo político. Por el lugar que ocupan en esta narrativa términos como “cultura”, “civilización” y “religión” es necesario centrar nuestra atención en el concepto de “identidad” subyacente.

[1] Cf. HUNTINGTON, Samuel; El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, Barcelona: Paidós, 2005. La teoría del choque entre civilizaciones Huntington publicó primero un artículo titulado The Clash of Civilizations?, en la revista "Foreign Affairs", vol. 72, no. 3, en el verano de 1993, pp. 22-49 El libro aparecerá tres años depués como The Clash of Civilizations and the Remaking of World Order, New York: Simon & Schuster, 1996.
[2] Un conflicto que tendería a romper con la focalización es el suscitado por la expansión del imperio napoleónico, aunque involucró mayormente a Inglaterra y a Francia.
[3] El resurgimiento de los nacionalismos no significa una vuelta a la valoración de los estados nacionales, sino que se entiende que en cada uno de ellos se encuentran conviviendo varias naciones o pueblos, quienes exigen sus autonomías políticas y económicas.
[4] FUKUYAMA, Francis; El fin de la historia y el último hombre : la interpretación más audaz y brillante de la historia presente y futura de la humanidad, Buenos Aires: Planeta, 1992.

viernes, 27 de junio de 2008

Justificación liberal de los Derechos Humanos (segunda parte).

Si es correcta esta asociación entre los procesos socio-históricos y la justificación filosófica, vale la pena revisar el proceso dado en Europa para ver si pueden ayudarnos a esclarecer el nuestro. En Europa el proceso histórico que da origen a los derechos humanos corre a la par que aquél que del que brota el liberalismo. Se trata del surgimiento del pluralismo respecto de las visiones del mundo fruto de la reforma protestante y la traumática experiencia que significó las guerras de religiones.

La guerras de religiones en Europa a partir del siglo XVI significó una experiencia que llevó a los europeos a una reflexión social importante. Tal reflexión fue conceptualizada y sintetizada por John Locke, quien, en el siglo XVII hizo dos aclaraciones altamente pertinentes. La primera era respecto de la naturaleza del propio cristianismo, según la cual el cristianismo es una religión del amor y la compasión, y en tal sentido resulta inconsecuente con él la actitud que han asumido las diferentes Iglesias autodenominadas cristianas de perseguirse mutuamente y matarse entre los mismos cristianos, por razones de orden doctrinal. La segunda intuición va dirigida a la naturaleza de la esfera política. La política tiene que permitir la convivencia pacífica en la misma sociedad de personas que abrazan diferentes versiones del cristianismo. En ese sentido se volvía necesaria la separación de la esfera política y la esfera religiosa, de modo que el monarca no deba imponer su credo sobre los súbditos. Esta separación de esferas surge de un consenso entre los europeos respecto de que las guerras resultan ser un mal que hay que evitar a causa del daño que generan en la sociedad y en las personas.

La misma separación entre la política y la religión trae consigo un proceso de racionalización del porqué la personas son dignas y merecen respecto. Antes se justificaba esa dignidad sobre la base de un argumento de orden religioso. Puesto que las personas son hijas de Dios – se decía- merecen respeto y son dignas. En cambio, en la modernidad se señala que es a causa de ser sujetos autónomos y de derecho que merecen el reconocimiento recíproco de su dignidad.

Con el tiempo surgen, al interior de las sociedades burguesas, reivindicaciones de derechos sociales, económicos y culturales que complementan los ideales y las aspiraciones de las sociedades occidentales. Ciertamente, estos últimos no son tomados tan en serio por ciertos denominados liberales (seguidores de Friedrich von Hayek), quienes enfatizan la libertad de empresa frente al derecho al trabajo y al derecho al trabajo digno (se trata de supuestos liberales que en nuestro medio preconizan la libertad de libre empresa, las desregulación de los contratos laborales, el fomento de las inversiones de manera incondicional, la aceptación ciega de los tratados de libre comercio, así como la intervención del Estado para contener y sofocar por la fuerza los movimientos de descontento social fruto de las situaciones oscuras respecto de los contratos minero a lo largo del territorio nacional). Estos pseudos liberales son los que viven la euforia del crecimiento de las cifras macroeconómicas que la situación favorable en la economía nacional está procurando. Con el fin de la guerra fría y el advenimiento de los pueblos en la escena internacional, también los derecho culturales han adquirido una relevancia en el seno de los derechos humanos. Pero los derechos humanos han comenzado a servir como puntos de referencia para evaluar la legitimidad de los Estado al interior del derecho internacional[1].

[1] Cf. RAWLS, John, El derecho de gentes y “una revisión de la idea de razón pública”, Barcelona-Buenos Aires-México: Paidos, 2001. Además, BUCHANAN, Allen; Recognitional Legatimacy and the State System, en: Philosophy and Publics Affair, 28, # 1, 1999. Pp.46 – 78. Además, The International Legitimacy of Humanitarian Intervention, en: The Jounal on Political Philosophy, 7, # 1, 1999. Pp. 71-87, y NATICCHIA, Chris; Recognition and Legitimacy: A riply to Buchanan, en: Philosophy and Publics Affair, 28, # 2, 2000. Pp. 242-257.


domingo, 8 de junio de 2008

Justificación liberal de los derechos humanos (primera parte)

El tema del que voy a ocuparme en esta oportunidad es el de la justificación liberal a los derechos humanos. El título mismo trae consigo tres conceptos que es necesario empezar por explicar, los de “justificación”, “liberalismo” y “derechos humanos”. Se tiene comúnmente un conocimiento intuitivo de lo que es el liberalismo (aunque en nuestra sociedad conviven diferentes versiones de éste). Intuimos, además, que existe una fuerte conexión entre el liberalismo y los derechos humanos. Lo que buscamos es una justificación, es decir, una argumentación de índole liberal acerca de los derechos humanos.
Hay quienes quisieran acceder a una justificación “sólida” y “definitiva” de los derechos humanos, que sea resistente al paso del tiempo y al encuentro intercultural. Es por eso que muchas veces se nos exige a los filósofos que apelemos a una base metafísica, como una idea metafísica de naturaleza humana, que eche mano del recurso a las esencias, para tener una justificación adecuada. Recientemente Eduardo Hernando Nieto, desde una cantera honestamente reaccionaria, ha renovado esa exigencia, haciendo la salvedad –no podía ser de otro modo- de que aunque se le ofrezca dicha fundamentación metafísica él no la aceptaría, porque en principio, no sería posible adscribir a las derechos humanos aunque fuesen “verdaderos”, conclusión que no merece comentarios.
En vez de satisfacer esos requerimientos ofreceré una justificación que denomino “pragmático- política”. No es posible satisfacer dichos requerimientos, pues el estado de la discusión filosófica contemporánea hace difícil plantear la justificación de los derechos en término de una metafísica trascendente, de orden tradicional, o en los de una metafísica trascendental, basada en la naturaleza de la razón, como la kantiana. Esta justificación pragmático-política es una justificación de naturaleza liberal. Es “pragmática” porque brota de las intuiciones propias sociedades plurales y libres, intuiciones que se han forjado en la práctica histórica de dichas sociedades. Es de carácter político, puesto que kas intuiciones que la nutren son de índole político y se aplican a la estructura básica de la sociedad a fin de permitir la libertad y la igualdad jurídica de los miembros de la sociedad. Este tipo de justificación puede parecer débil y frágil, al parecer de muchos, pues se basa en intuiciones que son culturales e históricas, por lo tanto transitorias, y no permanentes y universales. Ciertamente, se trata de una argumentación “débil”, pero no frágil, sino robusta. Es débil en el buen sentido de que asume el debilitamiento de las categorías metafísicas. En cambio, una justificación metafísica resulta ser débil en el mal sentido del término, puesto que se apoya en presupuestos que resultan ser frágiles en el estado de la discusión filosófica actual.
No sólo es necesario dar con alguna justificación de los derechos humanos, sino además indagar y aclarar en vínculo intrínseco existente entre el liberalismo y los derechos humanos. El esclarecimiento del vínculo entre los derechos y el liberalismo es necesaria por que siempre se supone y normalmente no se explicita, además de que muchos de los autodenominados “liberales”se comprometen sólo con una parte de los derechos (los civiles y políticos) y no con otra (los sociales económicos y culturales).
Respecto de la necesidad de una justificación de los derechos humanos existe la creencia, que cuanta con una base precaria, que han defendido algunos filósofos y juristas de orientación positivista (como son el prestigioso historiador y analista de las ideas políticas italiano Norberto Bobbio y el filósofo norteamericano Jack Donnelly), según la cual el asunto de la argumentación filosófica de los derechos humanos está clara (están los instrumentos y los dispositivos legales) y suficientemente definida (sobre la base, claro está, del consenso actual apoyado en el positivismo jurídico, que sostiene que el hecho de que la mayoría de los Estados han adherido a los pactos y convenios de derechos humanos y los han positivizado en el derecho constitucional bajo la forma de derechos fundamentales, ofrece un argumento suficiente para dar por zanjada la discusión), y que por consiguiente, de lo que se trata implementar y garantizar que se cumplan. Ciertamente, algunos de los defensores de esta posición están en lo cierto al señalar que, a estas alturas, los derechos humanos forman ya parte de nuestro mundo por su presencia e importancia en la vida política contemporánea, pero es necesario tener en claro que todo lo importante, por lo mismo de su relevancia para nosotros, requiere de justificación.
Lo mismo sucedería con el liberalismo, en el sentido que la fuerza y la expansión del mercado trae consigo las creencias cuestionables de que basta con la globalización para que la presencia fáctica del poder del mercado adquieran no requieran de esfuerzos de una argumentación filosófica que los valide y baste sólo con afirmar que su existencia es suficiente para justificarlos y que lo que se necesita sólo de expandir los procesos de inclusión económica y el fomento de las inversiones. Esto último viene añadido a la incorrecta tesis “Vargas Llosa” según la cual la expansión de la red del mercado, y la consecuente inclusión en el mercado va a traer consigo la expansión de la incorporación de los grupos y culturas excluidas de los sistemas políticos y de los centros de tomas de decisiones políticas.
Una muestra de que el argumento positivista y jurídizante de los derechos humanos, que confía más en la positivación de los dispositivos legales que en la argumentación que los valide, es que en muchas sociedades hay una ausencia de (o una precaria) conciencia de los derechos. En sociedades como la peruana los derechos no están enraizados, hay un problema de lo que Eduardo Cáceres denomina legitimidad social. Se trata de un problema de reconocimiento, de internalización, de validez social de los derechos. Ejemplos de ello son fenómenos como el del desinterés que se tiene frente al juicio a Fujimori, o la talente autoritaria que tienen muchas instituciones en el país, como la escuela, las universidades, la familia, las Iglesias y muchos partidos políticos. Otro ejemplo de ello es el poco compromiso que tienen los partidos políticos con los derechos humanos. El problema de la legitimidad social puede crear la ilusión (que aqueja a los positivistas, especialmente en el derecho) de que, en efecto, no se requiere de una justificación, sino de insistir en la implementación fáctica de los derechos. Esta visión ignora de que la legitimidad social no es sólo una cuestión jurídica, sino que es además cultural (es decir, exige la generación de una cultura de derechos en la que se genere una conciencia de los mismos). Además, el argumento positivista desconoce que existe un poderoso vínculo entre las argumentaciones y la legitimidad social de los derechos. Este vínculo no signifique que una buena argumentación vaya a resolver los problemas de vigencia social de los derechos, sino en que una buena argumentación permite comprender los procesos históricos en los que los derechos han surgido. La relación entre la argumentación filosófica de los derechos y la vida social no es ni inexistente ni arbitraria (y por supuesto, tampoco mecánica), sino que los argumentos filosóficos son un momento de la reflexión en los procesos sociales. Las argumentaciones son síntesis conceptuales de lo que ha sucedido y sucede en una sociedad[1].
[1] Estoy profundamente en deuda con Eduardo Cáceres respecto de estas intuiciones.

lunes, 14 de enero de 2008

¿Qué es el estado de excepción?

Un tema que los intelectuales liberales hemos dejado en manos de los reaccionarios por mucho tiempo es el del estado de excepción. Algo parecido había sucedido hace unos años con el tema de la religión. A causa de la preeminencia que las experiencias religiosas han ido teniendo en las sociedades contemporáneas, la reflexión sobre la religión ha sido sustraída del dominio exclusivo de los intelectuales conservadores. En ese sentido, un conjunto de intelectuales importantes, como Richard Rorty, Gianni Vattimo, Charles Taylor y Jacques Derridá han abonado en una mirada reflexiva y renovada de las experiencias religiosas.


Igualmente, hoy en día, a causa de la amarga experiencia del conflicto armado interno en el Perú y a causa de la coyuntura mundial actual marcada por la guerra contra el terrorismo el tema del estado de excepción comienza a ser una preocupación no sólo para los intelectuales de orientación reaccionaria, y seguidores de Joseph de Maistre, Donoso Cortés y Carl Schmitt, sino de pensadores que provienen de otras canteras filosóficas. Una muestra sumamente valiosa es el filósofo italiano Giorgio Agamben (puede revisarse de él los tres tomos de Homo Sacer, especialmente el segundo, dedicado al estado de excepción y el tercero dedicado a Auschwitz).




El estado de excepción es una figura política que consiste en poner entre paréntesis el sistema de los derecho en caso de necesidad. A partir de ese principio básico se han elaborado dos interpretaciones: La primera es la reaccionaria, que pasa por la tradición vinculada a Schmitt, afirma que en casos de emergencia los derechos se “suspenden”, se concentran los poderes de la república en las manos del ejecutivo quien minimiza las atribuciones del parlamento o el congreso y goberna por decreto. Y una cosa importante es que la capacidad legislativa del ejecutivo pierde los parámetros de los derechos fundamentales.




En cambio, la concepción democrática del estado de excepción sostiene que los derechos no se suspenden, sino que su ejercicio se “restringen”, es decir, lo que se limitan no son los derechos en sí mismos, sino las garantías. En contra de lo que se ha señalado últimamente, no sucede que el sistema democrático (y la democracia liberal) carezcan de herramientas políticas, jurídicas y filosóficas para hacer frente a las situaciones de extrema necesidad. Esas opiniones sólo muestran cierta desinformación. Ocurre, más bien, que las democracias liberales cuentan con mecanismos para domesticar las figura del estado de excepción. Uno de esos mecanismos es restringir las causales de declaración de estado de excepción a tres: para el caso de conflicto armado externo, para el caso de conflicto armado interno y para el caso de desastres naturales.




En esos caso el ejecutivo debe precisar cuál es la naturaleza del estado de excepción que se decreta. Si se trata, por ejemplo, de motivos de terrorismo, la policía y las fuerzas armadas no pueden aplicar los métodos de detención de estado de excepción a delincuentes comunes. Pero dentro de la esfera las de acciones restringidas al tipo de estado de excepcionen cuestión, tienen que seguirse dos criterios fundamentales: Primero, que los derechos de las personas no se suspenden ni desaparecen, sino que sólo se restringe su ejercicio. Segundo, que las acciones de las fuerzas del orden han de seguir un principio de racionalidad y no caer en excesos o desproporciones en su actuar. Además, queda a discreción de los jueces de turno el hacer valer los pedidos de habeas corpus.




La interpretación reaccionaria del estado de excepción considera que la situación de necesidad muestras la verdadera naturaleza del derecho. Esta perspectiva sigue el adagio latino según el cual necesitas legem non habet, que puede leerse en dos sentidos posibles: a) ante la necesidad, las leyes se suspenden; b) la necesidad produce la ley. Es por eso que durante el estado de excepción el ejecutivo gobierna por decreto. Los decretos comienzan a convertirse en las leyes. Esto hace que el poder político del soberano se coloque por encima del sistema del derecho. Es por ello que los defensores seguidores peruanos de Schmitt postulan que la política tiene preeminencia sobre el derecho, siguiendo la posición del constitucionalista alemán en su disputa con Hans Kelsen.




Pero esta posición reclama una metafísica y una teología de naturaleza ultramontana. Se supone aquí que el soberano encarna la decisión y la voluntad política de la república. Gracias a cierto poder de carácter “mágico”, que los reaccionarios criollos han bautizado como “metapolíticos” el soberano recibe cierta inspiración para poder interpretar, por sí mismo, sin consulta y sin concurso de la deliberación pública, la situación política como un caso de extrema necesidad. Ese poder mágico se refuerza por la idea, muy extendida, pero falsa, de que los ciudadanos ordinarios no tienen criterios políticos ni opinión política válida, que éstos son exclusivos de las élites. Eso se debe –afirman nuestros ultramontanos- a que sólo éstas conocen la “naturaleza humana”. Pero si uno pregunta en qué consiste dicha naturaleza, el silencio reina. La naturaleza humana es una cosa tan misteriosa, que no se puede explicar. Sucede aquí lo mismo que con la “Verdad” entre los fueros del catolicismo de extrema derecha, que forma parte del supuesto “misterio de Dios”. La “Verdad” y la “naturaleza humana” significan aquí, en realidad, que no debe cuestionarse que quien tenga poder lo ejerza sin dar explicaciones, recurriendo al abuso. Creo que aquí no se trata del problema epistémico de la verdad, sino del problema moral de la falta de veracidad en el que incurre alguien cuando pretende hablar de lo que no conoce y del problema político del abuso del poder..




Pero la teología política que está en el trasfondo tiene un problema de fondo: supone que la comunidad política que se funda en ella tiene una concepción unitaria del mundo y se encuentra completamente lejos de las contemporáneas sociedades plurales. Para los defensores de la versión reaccionarias del estado de excepción, el pluralismo y la tolerancia son males radicales que hay que extirpar de Occidente. Es por ello que es necesario volver a los imperios teológicos premodernas. Si bien Hernando afirma haber dado un “giro pagano”, ello no significa que haya abandonado su discurso pseudo teológico. Tampoco explica cómo quedan la metapolítica y la teología política después de ese giro.




En todo caso, queda claro que en la teoría reaccionaria el estado de excepción queda enmarcado en una visión más amplia de la vida política, que desborda loas casos de emergencia y se instala en la concepción de la naturaleza de la política en general, y que no está pensada como restringida al caso de necesidad. De hecho, en ella se combina la concepción de la política como la contradistinción amigo – enemigo desarrollada por Schmitt (que está lejos de ser la única concepción posible de la política) y una altamente cuestionable teología política. Todo ello abona a la destrucción de la democracia a favor de concentrar el poder en un soberano que sustraiga la política de la deliberación pública. En estos días se ha cuestionado la vinculación que planteé entre la versión reaccionaria del estado de excepción y el campo de concentración, en el marco del debate sobre la legitimidad de la tortura. Dicha asociación no es mía, sino que proviene de teóricos políticos y filósofos de la talla de Agamben. Invito a mis objetores a leer Homo Sacer y encontrar la ilación completa de argumentos. Otra reacción que es importante comentar es la de sectores democráticos que se preguntan si vale la pena dedicar tiempo a estas discusiones con sectores que lindan con el fascismo o el nacismo. Considero que es de suma importancia, porque se trata de combatir las justificaciones de excesos que hemos vivido como comunidad nacional y que el mundo contemporáneo sufre actualmente. Una muestra de ello es la cárcel ilegal de Guantánamo. Los políticos de inspiración democrática y liberal no deben minimizar esos argumentos y justificaciones, porque consideran un gran peligro para la democracia. En estos días de han emitido otros comentarios que no merecen ser comentados.

domingo, 6 de enero de 2008

Post sobre la polémica Gamio – Hernando sobre el concepto de dignidad

En las últimas semanas se ha desarrollado una polémica entre Gonzalo Gamio y Eduardo Hernando respecto del concepto de dignidad entre los griegos, pero que en el fondo refiere a la legitimidad de la tortura en caso de guerra. Los esfuerzo de Hernando consisten en despojar a las personas de las protecciones morales y jurídicas frente al poder del Estado. Dicha estrategia procede en los siguientes pasos: primero, proclamar un “giro pagano” que le permita desembarazarse de los compromisos que el cristianismo tiene con el concepto de dignidad, para, en un segundo paso, señalar que la dignidad humana es un concepto ajeno a la tradición griega, tradición en la que se fundamentaría la tradición occidental y la metafísica. La pretensión es, obviamente, doble: por un lado, si retiramos el cristianismo (altamente desprestigiado en el mundo contemporáneo a causa de las acciones de algunas de sus instituciones) del acerbo cultural de Occidente, nos quedaría una tradición griega que sería ajena al concepto de dignidad y permitiría, por tanto, el uso de la tortura por Razones de Estado; de otra parte, abriríamos la discusión al relativismo cultural, de modo que se levantaría la pregunta sobre si la dignidad representa una imposición cultural del occidente cristiano sobre otras culturas (trampa en la que algunos comentaristas de la polémica han caído -como es el caso de Martín Tanaka- , al confundir la moral con las costumbres establecidas y al tratar de desligar la política de la moral) .

Gamio ha logrado sortear la tentación de caer en los peligros que ambas pretensiones tienden a quién se enfrenta a tales argumentos. En la discusión ha logrado, más bien, desenmascarar la falta de información y la simplificación que arropan los argumentos de Hernando. Queda claro que el acceso a la cultura griega requiere de una confrontación con un conjunto de textos principales (filosóficos y literarios) y no sólo de los comentaristas. Pero la argumentación de Hernando, si bien es por momentos defectuosa y carente de información, se encuentra lejos de ser ingenua. Se trata de una argumentación que no tiene como objetivo el análisis o el esclarecimiento de problemas, sino generar la predisposición a abrazar ciertas creencias que no soportan realmente el examen crítico. Hemos de leer las intervenciones de Hernando como políticas más que como reflexiones filosóficas. La simplificación de las ideas y el uso de vicios lógicos no tienen como fin que reflexionemos sobre la tortura, sino que la aceptemos.

El compromiso de Hernando con la tortura encubre un compromiso mayor con el concepto de “estado de excepción”. El “estado de excepción” consiste en una figura jurídica que, en nombre de la defensa de la república democrática, permite poner entre paréntesis los derechos fundamentales de los ciudadanos. Tal como ha señalado recientemente Giorgio Agamben, la figura del estado de excepción, bajo el ropaje de la defensa de la democracia, termina por conducir a la disolución de la república y la instauración del totalitarismo. En el Perú de hoy sabemos muy bien a qué conducen esas políticas de sustracción derechos en nombres de la seguridad: a la violación de los derechos fundamentales de los ciudadanos, a las desapariciones, a las torturas y a la miseria política y moral de la vida ciudadana. Los tomos del Informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación son un documento indispensable para tomar noticia de las consecuencias prácticas que traen consigo la defensa del estado de excepción y la tortura. Pero no sólo el Perú recientemente ha tenido un testimonio fehaciente de estas implicancias, sino que el Occidente, en su globalidad también lo ha tenido. Veámoslo a través de la conmemoración de los 63 años de la liberación de los prisioneros del campo de concentración de Auschwitz:
27 de Enero de 1945. Soldados rusos ingresan en el campo de concentración de Auschwitz. Arma en mano, permanecen atónitos, la escena parece ser indescriptible. Varios de los supervivientes coinciden en esto: en Auschwitz no se moría, se producía cadáveres. La muerte es un proceso individual, la fabricación de cadáveres resultaba ser un movimiento masificado, sistemático, planificado, en el que se sustraía la dignidad incluso a la muerte misma.

Como en otros campos de exterminio, Auschwitz giraba en torno a lo que los testigos denominan “musulmán”, seres humanos sometidos a un largo proceso de muerte. Hambrientos que ya no identifican los impulsos que provienen del hambre; seres que han perdido procesos de conciencia. Se trata de un umbral prolongado entre la vida y la no vida, lo humano y lo no humano. Puesto que la temperaturas de sus cuerpos descendía por debajo de los 36 grados, se encontraban siempre tiritando de tal manera que parecían musulmanes en plegaria.

Sobre los “musulmanes” no habíamos tenido noticias. Ni el cine ni la televisión nos han mostrado sus figuras (sólo existe una filmación realizada por los rusos mientras entraban al campo); los libros sobre los campos de exterminio tampoco los han mencionado. Son los testimonios de los supervivientes, como los de Primo Levi y Elie Wiessel, los que han dado recientemente informe sobre ellos. El proceso del campo significa una serie sustracciones que inicia por quitarle a una población la categoría de pueblo con derechos y nacionalidad, y termina por sustraer al ser vivo la categoría de ser humano, convirtiéndolo en “musulmán”. Así se produce la paradoja de Auschwitz, se entra como judío, se termina como musulmán.

Los campos de exterminio y de concentración se presentan como fenómenos propiamente moderno. No es que antes no hubiesen existiesen procesos de limpieza étnica, sino que la masificación y planificación de los campos modernos era inaudita. Junto con el advenimiento de los sistemas democráticos, con el surgimiento de la sociedad civil y las progresiva conquista de derechos que trae consigo, el campo de concentración aparece en escena. Se trata ciertamente de un “estado de excepción” en el que las personas son despojadas de sus derechos. La figura del “estado de excepción” representa el poder del Estado para hacer lo que “considere necesario” con una población determinada con a fin de “salvar” a la nación y hacer prevalecer la Razón de Estado. Si bien es una figura jurídica antigua, en la modernidad cobra mayor presencia gracias a teóricos conservadores como Donoso Cortés y Carl Schmitt. El golpe militar (Chile y Argentina), el golpe cívico-militar (Perú) son formas de “estado de excepción”. El campo de concentración es su forma más extrema.

El hace poco desaparecido filósofo norteamericano Richard Rorty, siguiendo las líneas del pragmatismo clásico, señaló que la superioridad de una creencia no consiste en su fundamentación, sino en sus consecuencias prácticas. Es decir, la superioridad de los derechos fundamentales y la de la creencia en los derechos humanos no consiste en su fundamentación. Es en vano hurgar en la arqueología metafísica de tales intuiciones, y menos aún fraguar una metafísica viciosa, sino que es importante tener la suficiente memoria histórica como para recordar que las creencias adversarias conducen a cursos de acciones indeseables para una ciudadanía reflexiva.