lunes, 14 de enero de 2008

¿Qué es el estado de excepción?

Un tema que los intelectuales liberales hemos dejado en manos de los reaccionarios por mucho tiempo es el del estado de excepción. Algo parecido había sucedido hace unos años con el tema de la religión. A causa de la preeminencia que las experiencias religiosas han ido teniendo en las sociedades contemporáneas, la reflexión sobre la religión ha sido sustraída del dominio exclusivo de los intelectuales conservadores. En ese sentido, un conjunto de intelectuales importantes, como Richard Rorty, Gianni Vattimo, Charles Taylor y Jacques Derridá han abonado en una mirada reflexiva y renovada de las experiencias religiosas.


Igualmente, hoy en día, a causa de la amarga experiencia del conflicto armado interno en el Perú y a causa de la coyuntura mundial actual marcada por la guerra contra el terrorismo el tema del estado de excepción comienza a ser una preocupación no sólo para los intelectuales de orientación reaccionaria, y seguidores de Joseph de Maistre, Donoso Cortés y Carl Schmitt, sino de pensadores que provienen de otras canteras filosóficas. Una muestra sumamente valiosa es el filósofo italiano Giorgio Agamben (puede revisarse de él los tres tomos de Homo Sacer, especialmente el segundo, dedicado al estado de excepción y el tercero dedicado a Auschwitz).




El estado de excepción es una figura política que consiste en poner entre paréntesis el sistema de los derecho en caso de necesidad. A partir de ese principio básico se han elaborado dos interpretaciones: La primera es la reaccionaria, que pasa por la tradición vinculada a Schmitt, afirma que en casos de emergencia los derechos se “suspenden”, se concentran los poderes de la república en las manos del ejecutivo quien minimiza las atribuciones del parlamento o el congreso y goberna por decreto. Y una cosa importante es que la capacidad legislativa del ejecutivo pierde los parámetros de los derechos fundamentales.




En cambio, la concepción democrática del estado de excepción sostiene que los derechos no se suspenden, sino que su ejercicio se “restringen”, es decir, lo que se limitan no son los derechos en sí mismos, sino las garantías. En contra de lo que se ha señalado últimamente, no sucede que el sistema democrático (y la democracia liberal) carezcan de herramientas políticas, jurídicas y filosóficas para hacer frente a las situaciones de extrema necesidad. Esas opiniones sólo muestran cierta desinformación. Ocurre, más bien, que las democracias liberales cuentan con mecanismos para domesticar las figura del estado de excepción. Uno de esos mecanismos es restringir las causales de declaración de estado de excepción a tres: para el caso de conflicto armado externo, para el caso de conflicto armado interno y para el caso de desastres naturales.




En esos caso el ejecutivo debe precisar cuál es la naturaleza del estado de excepción que se decreta. Si se trata, por ejemplo, de motivos de terrorismo, la policía y las fuerzas armadas no pueden aplicar los métodos de detención de estado de excepción a delincuentes comunes. Pero dentro de la esfera las de acciones restringidas al tipo de estado de excepcionen cuestión, tienen que seguirse dos criterios fundamentales: Primero, que los derechos de las personas no se suspenden ni desaparecen, sino que sólo se restringe su ejercicio. Segundo, que las acciones de las fuerzas del orden han de seguir un principio de racionalidad y no caer en excesos o desproporciones en su actuar. Además, queda a discreción de los jueces de turno el hacer valer los pedidos de habeas corpus.




La interpretación reaccionaria del estado de excepción considera que la situación de necesidad muestras la verdadera naturaleza del derecho. Esta perspectiva sigue el adagio latino según el cual necesitas legem non habet, que puede leerse en dos sentidos posibles: a) ante la necesidad, las leyes se suspenden; b) la necesidad produce la ley. Es por eso que durante el estado de excepción el ejecutivo gobierna por decreto. Los decretos comienzan a convertirse en las leyes. Esto hace que el poder político del soberano se coloque por encima del sistema del derecho. Es por ello que los defensores seguidores peruanos de Schmitt postulan que la política tiene preeminencia sobre el derecho, siguiendo la posición del constitucionalista alemán en su disputa con Hans Kelsen.




Pero esta posición reclama una metafísica y una teología de naturaleza ultramontana. Se supone aquí que el soberano encarna la decisión y la voluntad política de la república. Gracias a cierto poder de carácter “mágico”, que los reaccionarios criollos han bautizado como “metapolíticos” el soberano recibe cierta inspiración para poder interpretar, por sí mismo, sin consulta y sin concurso de la deliberación pública, la situación política como un caso de extrema necesidad. Ese poder mágico se refuerza por la idea, muy extendida, pero falsa, de que los ciudadanos ordinarios no tienen criterios políticos ni opinión política válida, que éstos son exclusivos de las élites. Eso se debe –afirman nuestros ultramontanos- a que sólo éstas conocen la “naturaleza humana”. Pero si uno pregunta en qué consiste dicha naturaleza, el silencio reina. La naturaleza humana es una cosa tan misteriosa, que no se puede explicar. Sucede aquí lo mismo que con la “Verdad” entre los fueros del catolicismo de extrema derecha, que forma parte del supuesto “misterio de Dios”. La “Verdad” y la “naturaleza humana” significan aquí, en realidad, que no debe cuestionarse que quien tenga poder lo ejerza sin dar explicaciones, recurriendo al abuso. Creo que aquí no se trata del problema epistémico de la verdad, sino del problema moral de la falta de veracidad en el que incurre alguien cuando pretende hablar de lo que no conoce y del problema político del abuso del poder..




Pero la teología política que está en el trasfondo tiene un problema de fondo: supone que la comunidad política que se funda en ella tiene una concepción unitaria del mundo y se encuentra completamente lejos de las contemporáneas sociedades plurales. Para los defensores de la versión reaccionarias del estado de excepción, el pluralismo y la tolerancia son males radicales que hay que extirpar de Occidente. Es por ello que es necesario volver a los imperios teológicos premodernas. Si bien Hernando afirma haber dado un “giro pagano”, ello no significa que haya abandonado su discurso pseudo teológico. Tampoco explica cómo quedan la metapolítica y la teología política después de ese giro.




En todo caso, queda claro que en la teoría reaccionaria el estado de excepción queda enmarcado en una visión más amplia de la vida política, que desborda loas casos de emergencia y se instala en la concepción de la naturaleza de la política en general, y que no está pensada como restringida al caso de necesidad. De hecho, en ella se combina la concepción de la política como la contradistinción amigo – enemigo desarrollada por Schmitt (que está lejos de ser la única concepción posible de la política) y una altamente cuestionable teología política. Todo ello abona a la destrucción de la democracia a favor de concentrar el poder en un soberano que sustraiga la política de la deliberación pública. En estos días se ha cuestionado la vinculación que planteé entre la versión reaccionaria del estado de excepción y el campo de concentración, en el marco del debate sobre la legitimidad de la tortura. Dicha asociación no es mía, sino que proviene de teóricos políticos y filósofos de la talla de Agamben. Invito a mis objetores a leer Homo Sacer y encontrar la ilación completa de argumentos. Otra reacción que es importante comentar es la de sectores democráticos que se preguntan si vale la pena dedicar tiempo a estas discusiones con sectores que lindan con el fascismo o el nacismo. Considero que es de suma importancia, porque se trata de combatir las justificaciones de excesos que hemos vivido como comunidad nacional y que el mundo contemporáneo sufre actualmente. Una muestra de ello es la cárcel ilegal de Guantánamo. Los políticos de inspiración democrática y liberal no deben minimizar esos argumentos y justificaciones, porque consideran un gran peligro para la democracia. En estos días de han emitido otros comentarios que no merecen ser comentados.

domingo, 6 de enero de 2008

Post sobre la polémica Gamio – Hernando sobre el concepto de dignidad

En las últimas semanas se ha desarrollado una polémica entre Gonzalo Gamio y Eduardo Hernando respecto del concepto de dignidad entre los griegos, pero que en el fondo refiere a la legitimidad de la tortura en caso de guerra. Los esfuerzo de Hernando consisten en despojar a las personas de las protecciones morales y jurídicas frente al poder del Estado. Dicha estrategia procede en los siguientes pasos: primero, proclamar un “giro pagano” que le permita desembarazarse de los compromisos que el cristianismo tiene con el concepto de dignidad, para, en un segundo paso, señalar que la dignidad humana es un concepto ajeno a la tradición griega, tradición en la que se fundamentaría la tradición occidental y la metafísica. La pretensión es, obviamente, doble: por un lado, si retiramos el cristianismo (altamente desprestigiado en el mundo contemporáneo a causa de las acciones de algunas de sus instituciones) del acerbo cultural de Occidente, nos quedaría una tradición griega que sería ajena al concepto de dignidad y permitiría, por tanto, el uso de la tortura por Razones de Estado; de otra parte, abriríamos la discusión al relativismo cultural, de modo que se levantaría la pregunta sobre si la dignidad representa una imposición cultural del occidente cristiano sobre otras culturas (trampa en la que algunos comentaristas de la polémica han caído -como es el caso de Martín Tanaka- , al confundir la moral con las costumbres establecidas y al tratar de desligar la política de la moral) .

Gamio ha logrado sortear la tentación de caer en los peligros que ambas pretensiones tienden a quién se enfrenta a tales argumentos. En la discusión ha logrado, más bien, desenmascarar la falta de información y la simplificación que arropan los argumentos de Hernando. Queda claro que el acceso a la cultura griega requiere de una confrontación con un conjunto de textos principales (filosóficos y literarios) y no sólo de los comentaristas. Pero la argumentación de Hernando, si bien es por momentos defectuosa y carente de información, se encuentra lejos de ser ingenua. Se trata de una argumentación que no tiene como objetivo el análisis o el esclarecimiento de problemas, sino generar la predisposición a abrazar ciertas creencias que no soportan realmente el examen crítico. Hemos de leer las intervenciones de Hernando como políticas más que como reflexiones filosóficas. La simplificación de las ideas y el uso de vicios lógicos no tienen como fin que reflexionemos sobre la tortura, sino que la aceptemos.

El compromiso de Hernando con la tortura encubre un compromiso mayor con el concepto de “estado de excepción”. El “estado de excepción” consiste en una figura jurídica que, en nombre de la defensa de la república democrática, permite poner entre paréntesis los derechos fundamentales de los ciudadanos. Tal como ha señalado recientemente Giorgio Agamben, la figura del estado de excepción, bajo el ropaje de la defensa de la democracia, termina por conducir a la disolución de la república y la instauración del totalitarismo. En el Perú de hoy sabemos muy bien a qué conducen esas políticas de sustracción derechos en nombres de la seguridad: a la violación de los derechos fundamentales de los ciudadanos, a las desapariciones, a las torturas y a la miseria política y moral de la vida ciudadana. Los tomos del Informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación son un documento indispensable para tomar noticia de las consecuencias prácticas que traen consigo la defensa del estado de excepción y la tortura. Pero no sólo el Perú recientemente ha tenido un testimonio fehaciente de estas implicancias, sino que el Occidente, en su globalidad también lo ha tenido. Veámoslo a través de la conmemoración de los 63 años de la liberación de los prisioneros del campo de concentración de Auschwitz:
27 de Enero de 1945. Soldados rusos ingresan en el campo de concentración de Auschwitz. Arma en mano, permanecen atónitos, la escena parece ser indescriptible. Varios de los supervivientes coinciden en esto: en Auschwitz no se moría, se producía cadáveres. La muerte es un proceso individual, la fabricación de cadáveres resultaba ser un movimiento masificado, sistemático, planificado, en el que se sustraía la dignidad incluso a la muerte misma.

Como en otros campos de exterminio, Auschwitz giraba en torno a lo que los testigos denominan “musulmán”, seres humanos sometidos a un largo proceso de muerte. Hambrientos que ya no identifican los impulsos que provienen del hambre; seres que han perdido procesos de conciencia. Se trata de un umbral prolongado entre la vida y la no vida, lo humano y lo no humano. Puesto que la temperaturas de sus cuerpos descendía por debajo de los 36 grados, se encontraban siempre tiritando de tal manera que parecían musulmanes en plegaria.

Sobre los “musulmanes” no habíamos tenido noticias. Ni el cine ni la televisión nos han mostrado sus figuras (sólo existe una filmación realizada por los rusos mientras entraban al campo); los libros sobre los campos de exterminio tampoco los han mencionado. Son los testimonios de los supervivientes, como los de Primo Levi y Elie Wiessel, los que han dado recientemente informe sobre ellos. El proceso del campo significa una serie sustracciones que inicia por quitarle a una población la categoría de pueblo con derechos y nacionalidad, y termina por sustraer al ser vivo la categoría de ser humano, convirtiéndolo en “musulmán”. Así se produce la paradoja de Auschwitz, se entra como judío, se termina como musulmán.

Los campos de exterminio y de concentración se presentan como fenómenos propiamente moderno. No es que antes no hubiesen existiesen procesos de limpieza étnica, sino que la masificación y planificación de los campos modernos era inaudita. Junto con el advenimiento de los sistemas democráticos, con el surgimiento de la sociedad civil y las progresiva conquista de derechos que trae consigo, el campo de concentración aparece en escena. Se trata ciertamente de un “estado de excepción” en el que las personas son despojadas de sus derechos. La figura del “estado de excepción” representa el poder del Estado para hacer lo que “considere necesario” con una población determinada con a fin de “salvar” a la nación y hacer prevalecer la Razón de Estado. Si bien es una figura jurídica antigua, en la modernidad cobra mayor presencia gracias a teóricos conservadores como Donoso Cortés y Carl Schmitt. El golpe militar (Chile y Argentina), el golpe cívico-militar (Perú) son formas de “estado de excepción”. El campo de concentración es su forma más extrema.

El hace poco desaparecido filósofo norteamericano Richard Rorty, siguiendo las líneas del pragmatismo clásico, señaló que la superioridad de una creencia no consiste en su fundamentación, sino en sus consecuencias prácticas. Es decir, la superioridad de los derechos fundamentales y la de la creencia en los derechos humanos no consiste en su fundamentación. Es en vano hurgar en la arqueología metafísica de tales intuiciones, y menos aún fraguar una metafísica viciosa, sino que es importante tener la suficiente memoria histórica como para recordar que las creencias adversarias conducen a cursos de acciones indeseables para una ciudadanía reflexiva.