lunes, 29 de abril de 2013

VERDAD, FE Y RAZÓN. LA CUESTIÓN DE LA VERDAD EN "CARITAS IN VERITATE" (SEGUNDA PARTE)


2.- Verdad y Razón

            La concepción de Verdad utilizada en la encíclica, y el concepto de razón aneja, es de origen claramente griego. Ya antes, el Discurso de Ratisbona Benedicto XVI había señalado que su punto de vista es que el concepto de Verdad con el que debe comprometerse la Iglesia es el concepto griego de Verdad, es decir, un concepto de Verdad metafísica al que la Razón, de usarse correctamente puede llegar. El argumento que sostiene esta afirmación es que si bien Jesús no era griego y no pensaba en categorías helénicas, la primera inculturación del mensaje cristiano (según se afirma) es en el mundo griego. Esta primera inculturación tendría carácter normativo sobre las sucesivas inculturaciones. Estas afirmaciones presuponen dos cosas que es necesario discutir. La primera es si la teología paulina, que es la más helenizada, es realmente normativa; y la segunda es si la figura de Jesús no debería tener carácter normativo sobre la teología paulina. Estas dos preguntas tienen que ver con el problema de la helenización que abordaré en la cuarta sección.
            El concepto de Verdad que se encuentra en cuestión en la encíclica es el de una Verdad metafísica, es decir, una Verdad que trasciende el ámbito de las experiencias, y se señala que a través de la Razón se puede acceder a aquella Verdad metafísica. De esta manera, el concepto de razón que entra en juego aquí es la de una razón que puede tener conocimientos hiperfísicos. Se trata de una razón engrosada y sumamente poderosa, que puede llegar a conocer las esencias de las cosas y los objetos metafísicos. No necesariamente esta razón puede limitarse a hacer ciencia de la metafísica (como lo afirma Aquino), sino que puede ir más allá y conducirnos a la sabiduría (como lo señala Agustín de Hipona).  No hemos de olvidar que Joseph Ratzinger es de orientación agustiniana[1].

3.- Concepciones rivales de la verdad y de la razón

             
En esta sección me centraré en la concepción kantiana de la verdad. Esto se justifica porque en el discurso de Ratisbona Benedicto XVI argumenta explícitamente contra Kant, y es necesario entender a Kant para evaluar si la crítica tiene fuerza.
Como es sabido, Kant establece una distinción entre la razón especulativa y la razón práctica en su obra central, la Crítica de la razón pura. De acuerdo con Kant, cuando la razón se aboca al conocimiento lo que encuentra es que sus poderes epistémicos son restringidos y sólo puede conocer los objetos de nuestra experiencia, es decir, el conocimiento se limita a los fenómenos, pero no puede conocer ni los objetos de la metafísica trascendente (como Dios, el alma, etc.) y tampoco puede conocer las esencias de las cosas, lo que él denomina cosas en sí. Ahora bien, los fenómenos son constituidos por las estructuras de la parte de la mente que Kant denomina entendimiento. Tales estructuras son llamadas por Kant categorías. Pero a la hora de constituir los objetos del conocimiento, es decir los fenómenos, también intervienen elementos que son propios de la parte de la mente que Kant denomina sensibilidad y que contiene lo que se conoce como formas puras de la sensibilidad, que son el espacio y el tiempo.
            Tanto las categorías como las formas puras de la sensibilidad no son objetos de nuestro conocimiento, sino que son condiciones de posibilidad del conocimiento de los fenómenos. Ambos elementos constituyen parte de lo que Kant denomina “metafísica trascendental”. De esta manera, a diferencia de la perspectiva de Agustín y Aquino, Kant no asume una metafísica trascendente, que refiere a objetos que se encuentran más allá de la experiencia y que podrían ser conocidos; sino que presenta una nueva metafísica, que es la “metafísica trascendental”, que opera de la siguiente manera: partiendo del hecho del conocimiento de los fenómenos y se remonta a las condiciones que lo hacen posible. Esas condiciones, las categorías y las formas puras de la sensibilidad constituyen la metafísica trascendental y cuentan con dos características fundamentales: no se tratan de objetos de nuestro conocimiento, sino de hipótesis necesarias si es que queremos explicarnos el conocimiento legítimo, y se encuentran en la mente y no son elementos trascendentes a ella. Además, los fenómenos  no son un puro producto de nuestro psiquismo, sino que se constituyen a través de la elaboración de las “materias primas” que son los datos sensibles que son recogidos por la sensibilidad  y son articulados por las categorías del entendimiento[2].
            De esta manera Kant señala algo que preocupa profundamente a los eclesiásticos: no es posible tener conocimiento de Dios, ni de la naturaleza humana tal como es. Lo máximo que podemos decir, es que conocemos al ser humano desde el punto de vista del fenómeno, es decir, tal como aparece ante nosotros, pero no tal como es en sí. La primera imposibilidad ha sido causa de que se señale a Kant como el padre del ateísmo y de la “muerte de Dios”, razón por la cual muchos clérigos odian más a Kant que a Nietzsche. De Nietzsche pueden sostener que era un demente y su pensamiento se descalifica por esa razón. Queda claro que esta acusación constituye una falacia ad hominen. En el caso de Kant, no se puede señalar demencia (sólo demencia senil), pero sí mala fe, pero de ninguna manera honestidad intelectual.
            El caso es que el trabajo filosófico de Kant es serio y permite sentar un punto de partida importante no sólo para el idealismo alemán que se desarrollará posteriormente, sino que permite un  punto de partida para las orientaciones fenomenológicas, sacando a relucir lo que Isaiah Berlin denomina distinción entre conceptos de la mente y hechos crudos[3]. Pero si respecto de Dios  y la metafísica Kant cierra todas las puestas del  conocimiento, desde el punto de vista de la ética Kant postula que la esencia del ser humano es la libertad. El término “postulado” está usado en este contexto no como sinónimo de “creencia arbitraria”, sino como necesaria para satisfacer los requerimientos de la razón que se pregunta por las condiciones de posibilidad de la experiencia moral. Es por ello que la metafísica trascendental de Kant es también denominada “metafísica de la libertad”.
            De esta manera, desde el punto de vista ético el ser humano es esencialmente libre. Pero la libertad no significa aquí la licencia para satisfacer todos los impulsos, inclinaciones o caprichos. La libertad para Kant significa dos cosas al mismo tiempo: la capacidad de producir las propias normas morales y la capacidad de ajustar el comportamiento a las mismas. El primer sentido de la libertad hace del ser humano un ser autónomo, es decir, un ser capaz de autolegislarse tanto moral como jurídicamente. Dicha autolegislación es posible porque en la razón humana reside un procedimiento que permite producir normas morales legítimas, que pueden ser reconocidas como válidas por todo ser racional. El procedimiento denominado “imperativo categórico” asegura la autonomía moral de las personas y los libera de tener que depender de guías externas para su conducta, como son los mandatos de las autoridades o las preceptos de la religión. Esto no quiere decir que esos mandatos y preceptos deban de ser rechazados simplemente porque provienen de fuera del sujeto, sino que si contienen algún contenido moral la instancia llamada a determinarlo es la razón misma. De esta manera, el decálogo de la Torah es “moral” y “santo” no porque la Biblia y las religiones así lo indican, sino porque pasan el examen de validez moral que hace la razón.
            El otro sentido de la libertad subyacente a este primero de la autonomía es el de la voluntad libre. La voluntad humana sólo es libre si ajusta su conducta a lo que la ley moral –producida a través del imperativo categórico- exige.   La voluntad libre se distingue del arbitrio sensitivo o salvaje y del libre arbitrio. El arbitrio salvaje es el que actúa según las inclinaciones y las pasiones y no conduce al ser humano a la libertad sino a la de las leyes generales de la naturaleza, que organizan nuestros deseos y pasiones. El libre arbitrio es un concepto que Kant comienza a desarrollar posteriormente  (durante la década de 1790, en la Metafísica de las costumbres y en la Religión dentro de los límites de la mera razón), y representa el principio de la voluntad (que tiene un fundamento insondable) que permite a la persona elegir entre ceñir su comportamiento a la ley moral o seguir principios inmorales. Cuando una persona decide consciente y sistemática  seguir principios inmorales se produce lo que Kant denomina una “inversión del orden moral” y se inserta en su persona el “mal radical”, es decir, el mal que anida en la voluntad perversa que es la raíz de sus acciones deliberadamente malévolas. La religión suele representar el mal radical con la imagen de un ser externo al ser humano, a saber, el demonio, pero en realidad éste no se encuentra fuera sino dentro del sujeto[4].
            La posición de Kant respecto a la razón es muy distinta al concepto clásico de razón que Benedicto XVI reivindica. Mientras que la concepción clásica rechaza la distinción entre razón teórica y práctica (y en especial, la versión neoplatónica que recoge Agustín, que rechaza el quiebre de la línea tal como lo presenta Platón en el símil de la línea de la República, la concepción kantiana opera dicha distinción. De acuerdo a la mentada “concepción clásica” la razón está dotada de los poderes epistémicos suficientes para remontarse por sobre el suelo de la experiencia y acceder al conocimiento de de entidades hiperfísicas, constituyendo lo que Heidegger va a denominar “onto-teo-logía”, que confunde el sentido de la metafísica y reemplaza el ser por los entes. Así, los objetos de la denominada “metafísica especial, a saber Dios, Alma y Mundo (objetos de la teología racional, de la psicología racional y de la cosmología racional respectivamente) van simplemente entes, objetos metafísicos, pero no van a constituir de ninguna manera elementos de la metafísica en su sentido originario[5].
            ¿Qué argumentos van a conducir a Benedicto XVI a rechazar la versión kantiana de la razón y a abrazar la versión que denomina clásica? Son varias las razones. La primera es porque con la versión clásica se podría tener un conocimiento de objetos metafísicos, como Dios y la naturaleza humana, y a partir de dicho conocimiento se podría decir cuáles son las exigencias que provienen de una teología moral moldeada de acuerdo a la onto-teo-logía. Pero el argumento central señala que la versión clásica de la razón y la Verdad es normativa para el cristianismo, porque son las categorías de pensamiento que estaban presentes en el contexto cultural en  se da la primera inculturación del mensaje cristiano a través de la obra de Pablo de Tarso. Este asunto nos conduce directamente a la cuestión de la helenización y la deshelinización del cristianismo.


[1] En su homilía en Ostia, el 15 de noviembre del 2004, en el contexto de las celebración del 1650 aniversario del nacimiento de Agustín de Hipona, el Papa señaló que el Santo, al igual que nosotros, el vacío de las ideologías y “experimentó profundamente la libertad hasta convertirse en su esclavo, como el Hijo Pródigo, quien acabó siendo guardián de cerdos y comiendo algarrobas. Si somos sinceros con nosotros mismos, no podemos negar que esa parábola refleja plenamente nuestra condición existencial. La auténtica libertad está sólo en la amistad con el Señor”  Y siguiendo comentando la situación existencial de Agustí señala: “Experimentó el gran vacío de las ideologías de su tiempo. Agustín sintió una gran sed de esa Verdad que abre el camino a la Vida” y remata su concepción de la Verdad como Sabiduría de vida que recoge de Agustín, dice “Comprendió que nadie es capaz de llegar a Dios con sus propias fuerzas y al final descubrió que la auténtica Sabiduría es Cristo”
[2] KANT, Immanuel; Crítica de la razón pura, México: FCE, 2009. Cf. Analítica trascendental. Sección tercera del hilo conductor para el descubrimiento de todos los conceptos puros del entendimiento. De los conceptos puros del entendimiento o categorías. Pp. 119-128.
[3] BERLIN, Isaiah; El objeto de la filosofía, en: BERLIN, Isaiah; Conceptos y categorías. Ensayos filosóficos, México: FCE, 2004. Allí Berlin señala que Kant fue “el primer pensador que trazó una clara distinción entre las preguntas por los hechos, por una parte y, por otra, las preguntas acerca de las estructuras en que estos hechos se nos presentaban”. P. 36.
[4] KANT, Immanuel; La religión dentro de los límites de la mera razón, Madrid: Alianza editorial, 2001. Primera parte: De la inhabitación del principio malo al lado del bueno o sobre el mal radical en la naturaleza humana.
[5] HEIDEGGER, Martín; Ser y tiempo, Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1997.

domingo, 21 de abril de 2013

FE, VERDAD Y RAZÓN. LA CUESTIÓN DE LA VERDAD EN "CARITAS IN VERITATE (PRIMERA PARTE)



Las encíclicas papales suelen tener diferentes objetivos. Algunas tienen versan sobre teología moral, otras  sobre teología natural, otras, en cambio, sobre teología social y su contribución a la denominada Doctrina Social de la Iglesia, etc. La encíclica que voy a comentar en esta oportunidad tiene este último objetivo. Se trata de una encíclica de carácter eminentemente social, que denuncia su propósito al establecer una relación de continuidad con la encíclica “Populorum Progressio” de Pablo VI.
            Por la naturaleza de la encíclica, uno podría detectar ciertos puntos para el análisis y la reflexión. Dos de ellos caen por su propio peso. El primero lo constituye la cuestión de la manera en que se establece el vínculo de continuidad con la encíclica precedente de Pablo VI, mientras que el segundo es el esclarecimiento del término “desarrollo” en la encíclica de Benedicto XVI. Pero, puesto que el título del documento incluye el término “Veritate”, no debe escapar a nuestra reflexión qué se entiende por éste. Es por esta razón que me dedicaré, en las siguientes páginas, a analizar el concepto de verdad que entra en acción en  el documento.
            Tal vez se podría pensar que se trata de un trabajo vano, y alguien podría argüir que es claro qué significa la Verdad.  Otros podrían decir que el tema de la Verdad nos distrae del tema central de la encíclica, que es la caridad entendida como desarrollo. Pero enfocar el tema de la  Verdad no es ni vano ni se encuentra descontextualizado. No es vano, porque el supuesto que señala que todos entendemos y estamos de acuerdo en lo que se asumen que es la Verdad, es un supuesto que no es evidente.  Tampoco se encuentra descontextualizado, puesto que el documento  que nos ocupa entiende que el desarrollo tiene una imbricación estrecha con la Verdad tal como se concibe, de tal manera que se podría afirmar que en él se sugiere que hay un modelo correcto de desarrollo versus otros modelos incorrectos de desarrollo, modelos que se encuentran “fuera de la Verdad”.
El problema del “modelo correcto de desarrollo” también es importante, y no se puede desplazar señalando, a la ligera, que se trata del concepto compartido por los organismos internacionales que tienen mayor prestigio actualmente, como Naciones Unidas. Que yo sepa, en ningún texto de la ONU se vinculan de manera tan directa “desarrollo” y “verdad”. Lo máximo que se puede encontrar en la conexión de “desarrollo” y “libertad”, por parte de uno de los gestores más importantes de la ONU, a saber Amartya Sen. De manera que la encíclica está dando por sentado un conjunto de conceptos que requieren examen  y aclaración.
El presente texto tiene como objeto esclarecer el concepto de Verdad utilizado, a fin de espejar un conjunto de dudas y cuestionamiento que el documento nos deja. Para ello abordaré la cuestión siguiendo el itinerario siguiente: puesto que el tema de la verdad tiene una preeminencia especial, abordaré la novedad de esa preeminencia como una de las mayores novedades de la encíclica de Benedicto XVI frente a la de Pablo VI (1). En vistas de que el concepto de Verdad es correlativa al concepto de Razón, pasaré a examinar ambos conceptos en el documento, a trasluz de otros textos de Joseph Ratzinger (2)  y sopesar tales concepciones con otras concepciones rivales de Verdad y Razón (3). Puesto que los conceptos de Verdad y Razón que la encíclica propone son conceptos que provienen de la filosofía griega, se hace necesario abortar el problema de la helenización del mensaje cristiano (4). Finalmente, anotaré algunas conclusiones (5).


1.- La novedad de “Caritas in Veritate” respecto de “Populorum Progressio”

            La novedad central de la encíclica de Benedicto XVI respecto de la de Pablo VI consiste precisamente en el énfasis respecto a la Verdad. El tema de la Verdad se encuentra presente desde el título y es el tema de la primera parte del documento. Ciertamente, el tema de la Verdad también se encontró en la encíclica de Pablo VI, pero no ocupando un lugar tan grande.  La intensidad no lo determina, claro está, el dedicarle más o menos páginas, sino dedicarle un lugar central (en el título y en la primera parte). También hay otras novedades, pero menores, respecto a los cambios que se han dado en la sociedad en los años que separan una encíclica de la otra.
            De esta manera, en el primer párrafo de la encíclica se señala:

“La caridad en  la verdad, de la que Jesucristo se ha hecho testigo con su vida terrenal y, sobre todo, con su muerte y resurrección, es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad”[1]

            Y respecto del amor (“caritas”) se señala que:

“Es una fuerza que tiene tu origen en Dios, Amor eterno y Verdad absoluta”[2].

            Y continúa señalando que  defender la verdad, proponerla con humildad y convicción y testimoniarla en la vida sin formas exigentes de insustituibles de caridad. Hasta este punto, encontramos en el documento un compromiso perfectamente esperable en un documento pontificio, aunque sorprende los términos “defender” y convicción”.
            Ciertamente, y especialmente cuando nos ubicamos en el terreno de las creencias religiosas, las personas suelen asumirlas en un sentido fuerte, con cierta convicción. Es propio de toda creencia la característica de que alguien la asume con cierta actitud conservadora. Todos tenemos una tendencia natural a ser conservadores con nuestras creencias, pues resulta ser psicológicamente costoso transformar creencias que se encuentran en el corazón de nuestros sistemas de creencias.
            Pero esa natural actitud conservadora, que es sana, adquiere, a lo largo del texto una “vuelta de tuerca” que llama la atención. Así, citando a Pablo de Tarso –Ef. 45- se señala que es necesario que la verdad se funde en la caridad (veritas in caritate), pero se añade algo que requiere explicación, que el sentido inverso también es correcto, es decir que hemos de basar la caridad en la verdad. En la formulación de Pablo de Tarso, queda clara la primacía de la caridad. En la afirmación de Benedicto XVI queda subrayada la primacía de la Verdad. Ciertamente, esto se puede entender de la siguiente manera: tanto el amor como la verdad son importantes en la creencia religiosa, pero es difícil creer que la Verdad pueda tener prioridad sobre el amor sin generar sufrimiento y crueldad.
            La centralidad que va adquiriendo la Verdad en el texto va conduciendo a la creencia religiosa en una convicción combativa. Aparece como un grito de batalla de la milicia que se enfrenta a la llamada “dictadura del relativismo”, ciertamente sin entender claramente qué podría significa esto último. Que yo sepa, nadie está realmente comprometido realmente con el relativismo, ni en la filosofía ni entre las personas de a pie. Y si fuese el caso de enfrentar el relativismo, hay que esgrimir argumentos, no armar milicias, pues enviar un ejército de creyentes en la Verdad demuestra lo contrario de lo que se busca: si lo que se busca mostrar que es mejor la convicción al relativismo, lo que termina por presentarse es que carecemos de razones que dar a las personas de que el relativismo es una mala idea. Traigo a colación el combate contra el relativismo, porque la vuelta de tuerca que sobrevalora la Verdad da cuenta que la cuestión preocupa de manera desmedida.    
            Ahora bien, la centralidad en el tema de la Verdad es un tema recurrente en las preocupaciones de Joseph Ratzinger. Ello responde a la visión de la sociedad como “perdida” en el libertinaje, en la ausencia de sentido y en el relativismo. Este análisis lleva a Ratzinger a valorar la integración de la religión y la vida social y política que se da en las sociedades integristas islámicas, lo que siembra una duda respecto de las democracias occidentales contemporáneas[3]. Esa ausencia de integración entre la Verdad religiosa, la sociedad y la política es vista como un mal en occidente. Es por ello que el Papa ha intentado subrayar las bases cristianas de la cultura, la sociedad y la política europeas. 


[1] BENEDICTO XVI, Caritas in veritate, Lima: Paulinas, 2009. P. 5
[2] Loc. Cit.
[3] RATZINGER, Joseph;  El fundamentalismo islámico en: Una mirada de Europa, Madrid: Rialp, 1993.

martes, 9 de abril de 2013

MORAL KANTIANA, REFORMA Y SURGIMIENTO DE LAS SOCIEDADES BURGUESAS


El profesor Immanuel Kant  es una de las grandes figuras de la tradición filosófica, pues él logra construir un sistema de pensamiento que articula consistentemente las dos corrientes imperantes en Europa, a saber, el empirismo y el racionalismo.  La importancia de su sistema, conocido como la “filosofía crítica”  fue tal que ha dividido la historia del pensamiento filosófico en un antes y un después. En el campo de la ética, la huella de Kant es igualmente decisiva, pues su aporte sistematiza y supera los esfuerzos que la filosofía moral moderna ha estado realizando, desde Bacon hasta Hume (en la línea del empirismo) y desde Descartes hasta Wolf (dentro de la tradición racionalista). Con ello, la ética kantiana se presenta como uno de los grandes paradigmas del pensamiento moral clásico. El otro gran paradigma lo constituye, como ya sabemos, la moral aristotélica.
            Existen muchas diferencias entre la moral de Kant y la de Aristóteles. Entre las más resaltantes encontramos que la ética de Kant está centrada en la libertad, el concepto de obligación moral y la racionalidad deontológica, en tanto que la moral aristotélica se centra en la felicidad y las virtudes.
            Para poder entender el pensamiento moral de Kant es necesario contextualizarlo en el movimiento filosófico y cultural del siglo XVIII: la Ilustración. Pero esta necesidad de situarlo en este contexto no significa en modo alguno que su pensamiento no sea relevante para nosotros, pues ciertamente, muchos de los términos e ideas del pensamiento moral que usamos hoy en día tiene sus fuentes en Kant, al igual que muchas de las ideas centrales del derecho y la política internacional (de hecho instituciones como Naciones Unidas y la Comunidad Europea hunden sus raíces en el pensamiento de Kant). Lo mismo sucede con Aristóteles, quien si bien se inscribe en el mundo de las polis griegas del siglo IV a.C., es un interlocutor relevante para nosotros en el seno de los debates éticos contemporáneos.
            La Ilustración del siglo XVIII tiene dos antecedentes importantes: La reforma protestante,  de una parte, y la modernización social, cultural y filosófica, por otra. La reforma protestante (S. XVI) es el movimiento iniciado por Martín Lutero y expresa la ruptura de la visión del mundo imperante hasta entonces en Europa. La cosmovisión dominante era la constituida por la Iglesia Católica, e incluía el cristianismo tal como lo interpretaba la jerarquía del catolicismo, la centralidad de Vaticano, la primacía del Papa,  el peso de la tradición y de los dogmas de la Iglesia Católica,  y la  presencia de la versión tomista de la escolástica como pensamiento dominante.
            Lutero, gracias al apoyo económico y militar de los príncipes alemanes, consigue algo que otros grupos buscaron antes pero que no consiguieron por tener poco poder: independizarse del poder del papado sin ser aplastado por las fuerzas armadas de Vaticano. Con ello consigue constituir una Iglesia cristiana independiente del catolicismo. Poco tiempo después, Jean Calvino, Zwinglio y Enrique Octavo harán lo mismo y aparecerán varias Iglesias cristianas diferentes de la Iglesia Católica. Más allá de las implicancias políticas y de las guerras de religiones que surgieron a raíz de esto, lo que me importa es destacar que con este proceso se quiebra la imagen del mundo  que imperó durante la edad media. Por primera vez, los europeos se encuentran en un mundo cuya visión del mundo de ha hecho pedazos, y esto trae consigo un conjunto de consecuencias importantes. Entre éstas se encuentra la necesidad de reemplazar la ciencia escolástica (imperante durante gran parte del medioevo) por la ciencia moderna (que se basa en la observación,  el razonamiento y el planteamiento de hipótesis, tal como lo plantea el método hipotético-deductivo que Francis Bacon, Képler, Galileo, entre otros, habían planteado). Pero otra consecuencia importante es la bancarrota de la cosmovisión dominante es que la conexión entre religión y moral se rompe. En el mundo medieval la moral se fundamentaba en la religión, pero como ahora hay diferentes versiones del cristianismo, ya no es posible recurrir a la religión para fundamentar  la moral.
            Esta ruptura entre religión y moral ha generado (y sigue generando) varias reacciones, entre las que destacan dos: la primera es la conservadora – nostálgica, que sueña con una vuelta a la integración entre moral y religión (tal como existe en las sociedades integristas islámicas donde la el Corán es la base de la religión y el derecho), y la posición de quienes señalan que esta desvinculación entre moral y religión expresan un movimiento emancipatorio de la cultura occidental. Sea lo que fuere, este proceso no tiene marcha atrás y ha determinado nuestra condición moral desde entonces.  Este hecho ha llevado a los intelectuales europeos a buscar la justificación de las exigencias morales en fuentes no religiosas. Una de dichas fuentes, tal vez la que mayor prestigio podría tener entonces, es la razón. Quien consolida el proyecto de fundamentación racional de la moral es el profesor Kant.
            La modernización de la cultura y la sociedad, por su parte, tiene sus fuentes en el surgimiento y fortalecimiento de las sociedades burguesas, tal como Max Weber lo describe adecuadamente en su momento. Este proceso supone cambio en la centralidad territorial y el nacimiento de una nueva actividad económica. Los europeos pasan den campo feudalizado a las ciudades. El las ciudades o Burgos se realizan un conjunto de actividades económicas que historiadores y sociólogos acuerdan en llamar capitalistas. La modernización socio-económica que la naciente burguesía del siglo XVI comienza a aportar hace saltar por los aires las antiguas estructuras políticas, a saber, los poderes feudales locales, el Imperio Germano y el poder de la Iglesia Católica. El colapso de las estructuras políticas imperantes hasta entonces abre paso a la nueva estructura política que el capitalismo burgués necesita, a saber, el Estado Moderno (cuyos primeros teóricos se encuentran en Jean Bodino, Grotio, Puffendorf y Thomas Hobbes). Queda claro que las nuevas formas de relación y producción económicas (la producción industrial, el comercio a gran escala y el desarrollo del capital financiero y especulativo) requieren de nuevas las formas de relación política que el Estado Moderno representa.
            Todo esto, la reforma y el surgimiento de las sociedades burguesas, permiten contextualizar el surgimiento de una moral racional como la que Kant representa. Pero si bien es cierto esto, ello no nos debe llevar a pensar erróneamente que el pensamiento moral de Kant es simplemente un reflejo de las condiciones históricas y materiales del mundo moderno. No se trata de una relación causa – efecto, sino que las relaciones entre las ideas, el pensamiento y las realidades sociales que les dan origen es mucho más compleja y que las ideas pueden tener un halo de universalidad que trasciende su contexto específico.