La concepción de Verdad utilizada en
la encíclica, y el concepto de razón aneja, es de origen claramente griego. Ya
antes, el Discurso de Ratisbona Benedicto XVI había señalado que su punto de
vista es que el concepto de Verdad con el que debe comprometerse la Iglesia es
el concepto griego de Verdad, es decir, un concepto de Verdad metafísica al que
la Razón, de usarse correctamente
puede llegar. El argumento que sostiene esta afirmación es que si bien Jesús no
era griego y no pensaba en categorías helénicas, la primera inculturación del mensaje
cristiano (según se afirma) es en el mundo griego. Esta primera inculturación
tendría carácter normativo sobre las sucesivas inculturaciones. Estas
afirmaciones presuponen dos cosas que es necesario discutir. La primera es si
la teología paulina, que es la más helenizada, es realmente normativa; y la
segunda es si la figura de Jesús no debería tener carácter normativo sobre la
teología paulina. Estas dos preguntas tienen que ver con el problema de la
helenización que abordaré en la cuarta sección.
El concepto de Verdad que se
encuentra en cuestión en la encíclica es el de una Verdad metafísica, es decir,
una Verdad que trasciende el ámbito de las experiencias, y se señala que a
través de la Razón se puede acceder a aquella Verdad metafísica. De esta
manera, el concepto de razón que entra en juego aquí es la de una razón que
puede tener conocimientos hiperfísicos. Se trata de una razón engrosada y
sumamente poderosa, que puede llegar a conocer las esencias de las cosas y los
objetos metafísicos. No necesariamente esta razón puede limitarse a hacer
ciencia de la metafísica (como lo afirma Aquino), sino que puede ir más allá y
conducirnos a la sabiduría (como lo señala Agustín de Hipona). No hemos de olvidar que Joseph Ratzinger es
de orientación agustiniana[1].
3.- Concepciones rivales de la verdad y de la razón
En
esta sección me centraré en la concepción kantiana de la verdad. Esto se
justifica porque en el discurso de Ratisbona Benedicto XVI argumenta
explícitamente contra Kant, y es necesario entender a Kant para evaluar si la
crítica tiene fuerza.
Como
es sabido, Kant establece una distinción entre la razón especulativa y la razón
práctica en su obra central, la Crítica
de la razón pura. De acuerdo con Kant, cuando la razón se aboca al
conocimiento lo que encuentra es que sus poderes epistémicos son restringidos y
sólo puede conocer los objetos de nuestra experiencia, es decir, el
conocimiento se limita a los fenómenos, pero no puede conocer ni los objetos de
la metafísica trascendente (como Dios, el alma, etc.) y tampoco puede conocer
las esencias de las cosas, lo que él denomina cosas en sí. Ahora bien, los fenómenos son constituidos por las
estructuras de la parte de la mente que Kant denomina entendimiento. Tales estructuras son llamadas por Kant categorías. Pero a la hora de constituir
los objetos del conocimiento, es decir los fenómenos, también intervienen
elementos que son propios de la parte de la mente que Kant denomina sensibilidad y que contiene lo que se
conoce como formas puras de la sensibilidad,
que son el espacio y el tiempo.
Tanto las categorías como las formas
puras de la sensibilidad no son objetos de nuestro conocimiento, sino que son
condiciones de posibilidad del conocimiento de los fenómenos. Ambos elementos
constituyen parte de lo que Kant denomina “metafísica trascendental”. De esta
manera, a diferencia de la perspectiva de Agustín y Aquino, Kant no asume una
metafísica trascendente, que refiere a objetos que se encuentran más allá de la
experiencia y que podrían ser conocidos; sino que presenta una nueva
metafísica, que es la “metafísica trascendental”, que opera de la siguiente
manera: partiendo del hecho del conocimiento de los fenómenos y se remonta a
las condiciones que lo hacen posible. Esas condiciones, las categorías y las
formas puras de la sensibilidad constituyen la metafísica trascendental y
cuentan con dos características fundamentales: no se tratan de objetos de
nuestro conocimiento, sino de hipótesis necesarias si es que queremos
explicarnos el conocimiento legítimo, y se encuentran en la mente y no son
elementos trascendentes a ella. Además, los fenómenos no son un puro producto de nuestro psiquismo,
sino que se constituyen a través de la elaboración de las “materias primas” que
son los datos sensibles que son recogidos por la sensibilidad y son articulados por las categorías del
entendimiento[2].
De esta manera Kant señala algo que
preocupa profundamente a los eclesiásticos: no es posible tener conocimiento de
Dios, ni de la naturaleza humana tal como es. Lo máximo que podemos decir, es
que conocemos al ser humano desde el punto de vista del fenómeno, es decir, tal
como aparece ante nosotros, pero no tal como es en sí. La primera imposibilidad
ha sido causa de que se señale a Kant como el padre del ateísmo y de la “muerte
de Dios”, razón por la cual muchos clérigos odian más a Kant que a Nietzsche.
De Nietzsche pueden sostener que era un demente y su pensamiento se descalifica
por esa razón. Queda claro que esta acusación constituye una falacia ad hominen. En el caso de Kant, no se
puede señalar demencia (sólo demencia senil), pero sí mala fe, pero de ninguna manera honestidad intelectual.
El caso es que el trabajo filosófico
de Kant es serio y permite sentar un punto de partida importante no sólo para
el idealismo alemán que se desarrollará posteriormente, sino que permite
un punto de partida para las
orientaciones fenomenológicas, sacando a relucir lo que Isaiah Berlin denomina
distinción entre conceptos de la mente y hechos crudos[3].
Pero si respecto de Dios y la metafísica
Kant cierra todas las puestas del conocimiento,
desde el punto de vista de la ética Kant postula que la esencia del ser humano
es la libertad. El término “postulado” está usado en este contexto no como
sinónimo de “creencia arbitraria”, sino como necesaria para satisfacer los
requerimientos de la razón que se pregunta por las condiciones de posibilidad
de la experiencia moral. Es por ello que la metafísica trascendental de Kant es
también denominada “metafísica de la libertad”.
De esta manera, desde el punto de
vista ético el ser humano es esencialmente libre. Pero la libertad no significa
aquí la licencia para satisfacer todos los impulsos, inclinaciones o caprichos.
La libertad para Kant significa dos cosas al mismo tiempo: la capacidad de
producir las propias normas morales y la capacidad de ajustar el comportamiento
a las mismas. El primer sentido de la libertad hace del ser humano un ser
autónomo, es decir, un ser capaz de autolegislarse tanto moral como
jurídicamente. Dicha autolegislación es posible porque en la razón humana
reside un procedimiento que permite producir normas morales legítimas, que
pueden ser reconocidas como válidas por todo ser racional. El procedimiento
denominado “imperativo categórico” asegura la autonomía moral de las personas y
los libera de tener que depender de guías externas para su conducta, como son
los mandatos de las autoridades o las preceptos de la religión. Esto no quiere
decir que esos mandatos y preceptos deban de ser rechazados simplemente porque provienen
de fuera del sujeto, sino que si contienen algún contenido moral la instancia
llamada a determinarlo es la razón misma. De esta manera, el decálogo de la
Torah es “moral” y “santo” no porque la Biblia y las religiones así lo indican,
sino porque pasan el examen de validez moral que hace la razón.
El otro sentido de la libertad
subyacente a este primero de la autonomía es el de la voluntad libre. La
voluntad humana sólo es libre si ajusta su conducta a lo que la ley moral
–producida a través del imperativo categórico- exige. La
voluntad libre se distingue del arbitrio sensitivo o salvaje y del libre
arbitrio. El arbitrio salvaje es el que actúa según las inclinaciones y las
pasiones y no conduce al ser humano a la libertad sino a la de las leyes generales
de la naturaleza, que organizan nuestros deseos y pasiones. El libre arbitrio
es un concepto que Kant comienza a desarrollar posteriormente (durante la década de 1790, en la Metafísica de las costumbres y en la Religión dentro de los límites de la mera
razón), y representa el principio de la voluntad (que tiene un fundamento
insondable) que permite a la persona elegir entre ceñir su comportamiento a la
ley moral o seguir principios inmorales. Cuando una persona decide consciente y
sistemática seguir principios inmorales
se produce lo que Kant denomina una “inversión del orden moral” y se inserta en
su persona el “mal radical”, es decir, el mal que anida en la voluntad perversa
que es la raíz de sus acciones deliberadamente malévolas. La religión suele
representar el mal radical con la imagen de un ser externo al ser humano, a
saber, el demonio, pero en realidad éste no se encuentra fuera sino dentro del
sujeto[4].
La posición de Kant respecto a la
razón es muy distinta al concepto clásico de razón que Benedicto XVI
reivindica. Mientras que la concepción clásica rechaza la distinción entre
razón teórica y práctica (y en especial, la versión neoplatónica que recoge
Agustín, que rechaza el quiebre de la línea tal como lo presenta Platón en el
símil de la línea de la República, la concepción kantiana opera dicha
distinción. De acuerdo a la mentada “concepción clásica” la razón está dotada
de los poderes epistémicos suficientes para remontarse por sobre el suelo de la
experiencia y acceder al conocimiento de de entidades hiperfísicas,
constituyendo lo que Heidegger va a denominar “onto-teo-logía”, que confunde el
sentido de la metafísica y reemplaza el ser por los entes. Así, los objetos de
la denominada “metafísica especial, a saber Dios, Alma y Mundo (objetos de la
teología racional, de la psicología racional y de la cosmología racional
respectivamente) van simplemente entes, objetos metafísicos, pero no van a
constituir de ninguna manera elementos de la metafísica en su sentido
originario[5].
¿Qué argumentos van a conducir a
Benedicto XVI a rechazar la versión kantiana de la razón y a abrazar la versión
que denomina clásica? Son varias las razones. La primera es porque con la
versión clásica se podría tener un conocimiento de objetos metafísicos, como
Dios y la naturaleza humana, y a partir de dicho conocimiento se podría decir
cuáles son las exigencias que provienen de una teología moral moldeada de
acuerdo a la onto-teo-logía. Pero el argumento central señala que la versión
clásica de la razón y la Verdad es normativa
para el cristianismo, porque son las categorías de pensamiento que estaban
presentes en el contexto cultural en se
da la primera inculturación del mensaje cristiano a través de la obra de Pablo
de Tarso. Este asunto nos conduce directamente a la cuestión de la helenización
y la deshelinización del cristianismo.
[1] En su homilía en Ostia,
el 15 de noviembre del 2004, en el contexto de las celebración del 1650
aniversario del nacimiento de Agustín de Hipona, el Papa señaló que el Santo,
al igual que nosotros, el vacío de las ideologías y “experimentó profundamente
la libertad hasta convertirse en su esclavo, como el Hijo Pródigo, quien acabó
siendo guardián de cerdos y comiendo algarrobas. Si somos sinceros con nosotros
mismos, no podemos negar que esa parábola refleja plenamente nuestra condición
existencial. La auténtica libertad está sólo en la amistad con el Señor” Y siguiendo comentando la situación
existencial de Agustí señala: “Experimentó el gran vacío de las ideologías de
su tiempo. Agustín sintió una gran sed de esa Verdad que abre el camino a la
Vida” y remata su concepción de la Verdad como Sabiduría de vida que recoge de
Agustín, dice “Comprendió que nadie es capaz de llegar a Dios con sus propias
fuerzas y al final descubrió que la auténtica Sabiduría es Cristo”
[2] KANT, Immanuel; Crítica de la razón pura, México: FCE,
2009. Cf. Analítica trascendental.
Sección tercera del hilo conductor para el descubrimiento de todos los
conceptos puros del entendimiento. De los conceptos puros del entendimiento o
categorías. Pp. 119-128.
[3] BERLIN, Isaiah; El objeto de la filosofía, en: BERLIN,
Isaiah; Conceptos y categorías. Ensayos
filosóficos, México: FCE, 2004. Allí Berlin señala que Kant fue “el primer
pensador que trazó una clara distinción entre las preguntas por los hechos, por
una parte y, por otra, las preguntas acerca de las estructuras en que estos
hechos se nos presentaban”. P. 36.
[4] KANT, Immanuel; La religión dentro de los límites de la mera
razón, Madrid: Alianza editorial, 2001. Primera parte: De la inhabitación
del principio malo al lado del bueno o sobre el mal radical en la naturaleza
humana.
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