La llamada cuestión de
la deshelinización discutida por los teólogos, y especialmente los biblistas,
consiste en si las categorías griegas de Verdad, razón, substancia, accidente,
etc. son parte esencial del mensaje cristiano o es un ropaje cultural del que
el mensaje puede desprenderse para revestirse de otro lenguaje. Uno de los
primeros sugirió la idea de que el mensaje cristiano podría sacudirse de las
categorías griegas fue el luterano alemán Adolf von Harnack, es decir, el es
uno de los defensores más importantes de la tesis de la deshelenización en el
ámbito de la teología bíblica. Fruto de esta tesis se desarrolla el conocido
“método histórico crítico”, que sugiere la posibilidad de hacer exégesis
bíblica teniendo en cuenta el contexto histórico y la “situación vital” en la
que se escriben los textos. Algo que acompaña a dicho método son los esfuerzos
por una investigación que permita acceder al “Jesús histórico”, es decir, al
Jesús que se encuentra por detrás de los textos bíblicos.
El esfuerzo por acceder al “Jesús
histórico” no es una mera curiosidad intelectual, sino que se trata de algo
crucial para defender la tesis de la deshelenización, debido a que el nuevo
testamento se encuentra escrito en griego. Si se consigue distinguir al Jesús
histórico del Jesús de la Biblia se habrá conseguido sacudir el mensaje
cristiano de las categorías filosóficas griegas. Si bien el “método histórico crítico”
ha sido ampliamente difundido y utilizado durante las cuatro últimas décadas,
los teólogos han entrado en una controversia sobre la cuestión de la
deshelenización. Los más progresistas la aceptan y los conservadores la
rechazan. Benedicto XVI ha tomado partido por el sector conservador, porque la
deshelinización pone en riesgo el concepto de Verdad y de razón que la teología
dominante utiliza.
Sin embargo, en efecto, existen
razones fuertes para sospechar que Jesús no haya pensado en categorías griegas
sino en categorías hebreas, y que el cristianismo helenizado sea una
interpretación particular de la significación de Jesús. Puede argumentarse que el
Espíritu Santo organizó las cosas de tal modo que resulte que las categorías
griegas tengan carácter normativo. Puede, también señalarse que el judaísmo
previo a Jesús ya estaba siendo helenizado y que el mismo Jesús, sin saber
griego, pudo estar pensando ya en categoría helénicas. Pero el hecho concreto
es que sabemos muy poco del Jesús histórico. La pregunta de fondo para nosotros
es si esta cuestión es definitoria para nuestro tema.
5.- Verdad y desarrollo
Lo que es relevante para nosotros es
si nos encontramos forzados a establecer una conexión entre la Verdad
(helénicamente entendida) y el desarrollo. En realidad la encíclica que estoy
discutiendo realiza una triangulación entre Verdad, libertad y desarrollo. Los organismos internacionales llegan a
establecer un vínculo entre libertad y desarrollo, como lo hace NN.UU. al
asumir las ideas de Amartya Sen, dejando el tema de la Verdad fuera. La
pregunta es ¿es necesario introducir dicho término? La tesis de Benedicto XVI
es que sí, porque eso nos permite distinguir entre un auténtico desarrollo
humano de los falsos proyectos de desarrollos. Ahora bien, si uno pregunta ¿por
qué razones deberíamos asumir la concepción griega de Verdad y no otras?, la
respuesta no podrá escapar de un espiral lógico que conduzca a la exigencia de
tener que aceptar el cristianismo helénicamente configurado. De esta manera
quien defienda la inclusión de la Verdad helénica se expone a ser sindicado de
estar realizando una imposición cultural y religiosa. Por otro lado, el
defensor de la tesis de la inclusión dirá a sus adversarios que se encuentran
atrapados en la dictadura del relativismo.
Sea como sea que termine esa
discusión, ella parte de un supuesto que hay que examinar con detenimiento: es
peligroso dejar el desarrollo entendido como ampliación de libertades sin un
referente a la verdad. La razón que se esgrime es que sin esa referencia nos
exponemos al error, y a la perdición. Pero, como hemos visto, hay maneras de
pensar la libertad que nos liberan del libertinaje y que no requieren del
término Verdad. Si la razón es que esa manera kantiana de asumir la libertad no
tiene sus raíces en la Biblia, se abre un doble problema, pues de un lado uno
podría preguntar por qué debemos asumir un texto religioso particular para
plantear algo que tiene que ver con la humanidad en general, y el segundo
cuestionamiento es que eso da por sentado de que la cuestión de la
deshelenización se ha resuelto favorablemente para la facción conservadora.
En todo caso, la inclusión del
término Verdad al pensar el desarrollo humano es problemático. Se entiende
perfectamente cuál es la razón: el Papa, como autoridad religiosa, está
utilizando las categorías que la teología dominante le presenta. Se comprende,
pero no se justifica. Se justificaría si la encíclica estuviera dirigida a la
comunidad de creyentes (y sólo a aquella facción) que se encuentra comprometida
con la teología dominante. Pero el documento no se presenta de esa manera,
sino, se presenta como un mensaje para la humanidad actual. En ese caso, el
término “Verdad” debería ser presentado como una metáfora que se disuelve a sí
misma.
Se me puede objetar que he
contrastado el concepto de verdad de Ratzinger sólo con Kant y que eso no
basta, porque el filósofo que he elegido es un ilustrado del siglo XVIII, que
sería necesario hacer dialogar a Benedicto XVI con filósofos contemporáneos. Es
por esta razón que en esta última sección abordaré el debate con el pragmatismo
y con la filosofía de Jürgen Habermas.
La concepción de
razón que defiende Benedicto XVI es la de una razón que puede llegar al
conocimiento de la Verdad, a laque
también se puede acceder a través de la fe –tal como señaló Juan Pablo
II en Fides et Ratio-. La Verdad
consiste en el conjunto de los objetos de una metafísica trascendente y las esencias o naturalezas de las cosas
como, por ejemplo, la esencia o
naturaleza humana[1].
Por
el lado del pragmatismo, tenemos que ver que esta corriente de origen
norteamericano tiene una concepción de racionalidad como adaptación al medio
(pues asume la idea de Darwin de que la razón es un instrumento que sirve al
ser humano para adaptarse al medio en el que se encuentra) y una concepción de
la verdad como verificación en la
experiencia. De esta manera, el pragmatismo rechaza la concepción
metafísica de la Verdad perenne y también rechaza la concepción de la Verdad
como esencia o naturalezas de las cosas. Ciertamente, desde el pragmatismo se
puede tener una ontología moral realista, como también la tienen Aquino y
Agustín, pero ello no nos debe llevar a error. El pragmatismo es antimetafísico
y antiesencialista, de manera que resultan vanos los esfuerzos por conciliar el
tomismo o el agustinismo con el pragmatismo.
Alguien
podría señalar que es posible articular una posición conservadora desde el
pragmatismo, pero ello iría en contra de las ideas de John Dewey, quien
sostiene en Democracia y educación[2]
que la tarea de la racionalidad es una colaboración social democrática y
abierta hacia el futuro, formulada como el ejercicio social de la inteligencia.
En realidad, no hay una orientación filosófica más antimetafísica,
antiesencialista y anticonservadora que el pragmatismo. Así, de esta manera,
Rorty señala lo siguiente:
“Voy a interpretar la
objeción pragmatista a la idea de que la verdad es una cuestión de
correspondencia con la naturaleza intrínseca de la realidad de forma análoga a
la crítica que la Ilustración hizo de la idea según la cual la moralidad es una
cuestión de correspondencia con la voluntad de un Ser Divino”
Y
continúa diciendo:
“A mi parecer, la
explicación pragmatista de la verdad y, más generalmente, su explicación antirepresentacionalista
de la creencia constituye una protesta contra la idea de que los seres humanos
deben humillarse ante algo no humano como la Voluntad de Dios o la Naturaleza
Intrínseca de la Realidad” [3].
De esta manera, queda clara la
concepción antirepresentacionalista de la verdad, es decir, la idea de que las
creencias no representan las esencias de las cosas ni la Voluntad Divina. No
puede quedar más claro la posición antiesencialista y antimetafísica que el
pragmatismo representa. Esta posición pragmatista vulnera profundamente la
concepción de la Verdad que Benedicto XVI está defendiendo. Siguiendo las ideas
de John Dewey, Rorty señala que lo característico y lo valioso de la democracia
consiste en que requiere profundizar el secularismo que había iniciado la
Ilustración. Con esto, lo que Rorty está señalando es que la versión del
pragmatismo que defiende se inscribe, junto con la versión de Dewey en el
proyecto de la Ilustración que Kant había presentado en el siglo XVIII.
Ciertamente, ni Dewey ni Rorty se comprometen con la “metafísica trascendental”
de Kant, pero sí con la valoración de la libertad que la “metafísica de la
libertad” kantiana impulsaba, es decir con la idea de que la Verdad debe dejar
paso a la libertad. Es decir, que debemos darle prioridad a la libertad sobre
la Verdad, o dejar de hablar de la Verdad para comenzar a hablar de la
libertad.
Esa profundización de la Ilustración
exige que abandonemos cualquier autoridad que no provenga de un consenso con
nuestros congéneres. Ello exige que dejemos de pensar en la idea del pecado,
pues ello termina por sujetarnos a una autoridad que controle nuestras acciones
y nuestras creencias. Es decir, si seguimos manteniendo la idea conservadora de
que nuestra esencia es el de ser “naturaleza caída” por el pecado
original, y si seguimos creyendo que el
pecado es algo que hemos heredado, a través de una suerte de herencia
legal-divina, de nuestro “primer padre Adán”, continuaremos condicionando el diálogo y la
discusión democrática al poder de una autoridad que nos dirá qué debemos hacer
y qué debemos creer. Queda claro que el proyecto que el pragmatismo presenta es
completamente antagónico del de diseñado por la Caritas in veritate.
Es imposible respaldar la concepción
de verdad y desarrollo que expresa la encíclica recurriendo al pragmatismo, y
la razón de esta imposibilidad reside en que el concepto de Verdad que el Papa
defiende es un concepto teórico de verdad, mientras que el pragmatismo se
compromete con un concepto práctico de verdad. El concepto teórico de verdad
sostiene que es posible conocer la esencia de las cosas y los objetos
metafísicos, mientras que el concepto práctico de verdad niega todo ello. El
pragmatismo sostiene que cuando utilizamos el término verdad lo hacemos conectándolo
con nuestra experiencia y con los fenómenos de nuestro mundo, sea lo que
entendamos por nuestro mundo. El concepto práctico de verdad es dúctil,
plástico, variable, alérgico a la permanencia y a la eternidad. La verdad no es
algo que “es”, sino algo que “sucede”, “acontece” y que se modifica con las
nuevas experiencias. Si Benedicto XVI quisiera estar a tono con el pragmatismo
debería de dejar de lado la Verdad eterna y abrazar un sentido práctico de
verdad. Pero esa no es su opción, porque ello le suena a la “dictadura del
relativismo”. Pero considerar al pragmatismo de James, Dewey y Rorty como una
versión del relativismo es simplemente no haber entendido nada.
Entonces, si el pragmatismo no
resulta ser un aliado para las ideas defendidas en la encíclica, la pregunta es
¿podrá resultar “el pragmatismo formal” defendido por Jürgen Habermas un apoyo?
La respuesta es simplemente no. Habermas considera que el proyecto de la
Ilustración no está acabado y que hay que continuarlo. En El discurso filosófico de la modernidad[4]
señala que los proyectos de Arnold Gehlen y el de Lyotard se encuentran
profundamente desencaminados. Gehlen considera que el proyecto cultural de la
Ilustración, que consiste en hacer valer la libertad de los ciudadanos y de los
seres humanos ha fracasado, y lo que queda es una vuelta hacia el pasado,
atrincherándose en una posición neoconservadora. Mientras que el postmodernismo
de Lyotard sostiene que no sólo el proyecto cultural de la modernidad ha
fallado, sino también el proyecto social y político también está hecho pedazos.
Habermas rechaza ambas posiciones y sostiene que la promesa social, cultural y
política de la modernidad se mantiene en pie y hay que continuar
desarrollándolo.
Ahora
bien, no obstante alguien podría sugerir que en la ética del discurso que
propone Habermas uno puede sacar en limpio una concepción de verdad. Aquí la
cuestión es peor que en el pragmatismo, pues Habermas no admite la verdad en su
lenguaje, sino el término “validez”. Ciertamente, el término “validez” funciona
análogamente al concepto práctico de verdad. En el lenguaje habermasiano,
“válidas” son las normas prácticas, tanto morales como jurídicas, que han
surgido exitosamente de las exigencias del discurso. Para ello deben de contar
con el apoyo de todos los implicados en el discurso y deben estar apoyadas por
el mejor argumento. Toda autoridad que quiera ponerse por encima del discurso para condicionar el debate está simplemente de
más. El concepto teórico de verdad simplemente sobra.
Entonces,
¿la argumentación de Habermas nos entrega al relativismo, como podría parecer
hacerlo el pragmatismo? La respuesta es no. Pero para entender que eso es
necesario abandonar expresiones como “dictadura del relativismo” y otros gritos
de combate análogos. Hay que aprender a vivir sin convicciones demasiados
endurecidas y es necesario estar dispuestos a estar abiertos al diálogo. La
posición conservadora que se ampara en una verdad teórica no es una buena
consejera. Con ello se terminará produciendo precisamente lo contrario de lo
que se busca. En vez de expresar el amor y la caridad, se terminará infligiendo
daño, dolor y sufrimiento, y creo que eso es lo que menos deseamos todos.
[1] Respecto de la percepción
de Ratzinger de la encíclica Fides et
Ratio Cf. RATZINGER, Joseph; Fe,
verdad y cultura, Madrid, 2000.
[2] DEWEY, John; Democracia y educación: una introducción a
la filosofía de la educación, Madrid: Morata, 1995.
[3] RORTY,
Richard; Pragmatismo, una versión:
antiautoritarismo en epistemología y
ética, Barcelona: Ariel, 2000. P. 21.
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