Es común que cuando se alguien se dedique a la
Filosofía del Derecho y a la Epistemología Jurídica tome la decisión de
desvincular sus reflexiones de cualquier consideración de orden político. Esta
decisión se encuentra gobernada por el afán de cientificidad y de neutralidad
que el positivismo a legado al derecho. Pero no toda práctica común se
encuentra debidamente justificada. A veces, la repetición de ciertas prácticas
académicas tiene su base en cuestiones extraacadémicas, como puede ser el
prestigio o el predominio que determinados hábitos de pensamiento tienen en la
comunidad científica. Ciertamente, esto no quiere decir que no podamos encontrar
razones para evaluar si ciertas ideas son mejores que otras. La hegemonía de
ciertos referentes intelectuales no lo es todo, sino que las razones también
cuentan y deberían de tener un peso importante, e incluso más importante.
Ahora bien, las razones circulan en el aire,
sino entre la comunicación de las personas que comparten un mundo. Como
investigadores y como personas compartimos un mundo, nuestro mundo, en el cual
se encuentran elementos que son objeto de discusión y otros que forman el horizonte
que da sentido a dicha discusión. En nuestro mundo, tanto el derecho, como la
Filosofía del Derecho y la Epistemología Jurídica tienen como trasfondo el
horizonte de la sociedad democrática, sociedad que considera a las personas
como libres e iguales en dignidad. El mundo democrático (y sus intuiciones
morales como la libertad y la igualdad en dignidad) no es ni necesario ni arbitrario. No es
necesario, ya que la historia de nuestro
mundo pudo tomar otra dirección; tampoco es arbitrario, pues se han ido
forjando en un proceso de aprendizaje histórico. En dicho aprendizaje han sido
importantes los conflictos y los procesos traumáticos por los que nuestro mundo
ha pasado como, por ejemplo, las guerras de religiones durante el siglo XVII,
que trajo consigo el principio político de tolerancia religiosa, y el
holocausto judío propinado por los Nazis, del que surge la Cultura de Derechos
Humanos. Este proceso de aprendizaje no
ha sido –y nunca es- automático, sino que en él se ha hecho valer la capacidad
de razonar de las personas que hicieron su mejor esfuerzo tomando en cuenta las
herramientas conceptuales que tenían a mano. Esto ha hecho que el mundo en el
que estamos y hemos heredado esté lejos de ser arbitrario, sino que representa
la mejor manera de articular intuiciones fundamentales para nuestra vida en
común.
Pero el trabajo no está acabado y no
podemos quedar con los brazos cruzados regocijándonos de nuestra herencia. No
podemos hacer eso porque, entonces, correríamos dos peligros. El primero es
desandar lo aprendido. El segundo es dejar tal como está aquello que falta
articular. El primer peligro no se basa sólo en las consecuencias que puede
tener la inercia del pensamiento y la reflexión, sino porque los logros que
hemos alcanzado se encuentran constantemente amenazados por adversarios
políticos que buscan regresar al mundo premoderno, defienden el Estado
confesional y denostan de la Cultura de los Derechos Humanos. El segundo
peligro tiene como fuente las inarticulaciones que tienen aún nuestras
intuiciones morales básicas y, como consecuencia de ello, también las
inarticulaciones que tienen nuestras instituciones sociales fundamentales.
La inarticulación que me parece
relevante, en este punto de mi argumentación, es aquella que existe entre el
derecho y la democracia tanto en la vida práctica como en la discusión
académica. Abogados, juristas y teóricos del derecho no piensan la democracia
como el horizonte del derecho en nuestro mundo contemporáneo. Más bien, ven en
éste una caja de herramientas o un manojo de llaves que permiten tener éxito en
la interacción social. Es revelador que los estudiantes de derecho afirmen que
la finalidad del derecho es el orden o la paz en la sociedad, y que no piensen
que el derecho se encuentra remitido a la justicia, tal como una sociedad
democrática y liberal entiende la justicia. Los estudiantes suelen repetir lo
que sus profesores les dicen y, una vez siendo profesionales, suelen replicar
los hábitos de pensamiento y acción que aprendieron en las aulas
universitarias. Si ellos piensan así, quiere decir que piensan en el derecho
como herramientas técnicas desconectadas de su trasfondo político. Ello
enrarece la comprensión del derecho al punto de pensarlo como herramientas
desvinculadas de la práctica en el mundo. Es como si el derecho se pensara como
un aeroplano que jamás tocase tierra en el mundo.
Como
ejemplo de este despropósito, examinemos una idea que se divulga en las aulas de las
Facultades de Derecho según la cual una ley promulgada debe ser asumida como si
fuese de conocimiento público. Es como si los ciudadanos, incluso los más
alejados de los centros de comunicación jurídica, tuviesen que leer todos los
días la gaceta jurídica para enterarse de las buenas nuevas. En la realidad, ni
siquiera todos los profesores de derecho leen todos los días ese tipo de
publicaciones. Pero el supuesto de acuerdo al cual todos los ciudadanos debemos
de estar al día con la ley es un indicio de que el derecho es pensado como un
sistema normativo que hace abstracción del mundo en el que se aplica. Este
ejemplo muestra claramente la desconexión entre la ley y nuestro mundo, el
abismo que han colocado entre el derecho y la política. Si se pensara de otra
manera, se vería la necesidad de una política de Estado dirigida no sólo ha
hacer posible el conocimiento de las leyes más relevantes por parte de los
ciudadanos, a través de todos los medios de difusión disponibles. Pero algo más
importante aún, el Estado debería de asumir la tarea de fortalecer los foros
públicos de discusión sobre las leyes y los proyectos de ley.
Cosas como estas son indicio de que
es necesario conectar el derecho y la democracia. Esto supone dejar de pensar
al derecho como un sistema cerrado y autopoiético para verlo como un sistema
abierto y conectado con la sociedad democrática. El
derecho ha de pensarse como una herramienta para la convivencia democrática, es
decir, que permita abrir las puertas a la libertad y la igualdad entre las
personas. En por ello que el derecho debe encontrarse en el centro de la
deliberación pública, a fin de que en el debate los ciudadanos puedan ir
modulando el lugar que tiene el derecho en las relaciones sociales, así como
discutir el contenido del derecho mismo. Ciertamente, el derecho tiene sus
procedimientos y procesos, y éstos son importantes. Pero una cosa es entender
la importancia que tiene la teoría general del proceso y otra es sacralizarla.
Al sacralizarla lo que hacemos es extraerla del debate público, mientras que
comprender su importancia significa articularla con la deliberación dentro de
la sociedad.
Ciertamente, la deliberación pública
es política. En ese sentido, para poder conectar al derecho con su trasfondo
democrático requerimos restablecer la conexión entre el derecho y la política.
Al escribir esto me imagino, de una parte, a los positivistas, a los defensores
del neoconstitucionalismo y a los partidarios de la teoría de la argumentación
jurídica frunciendo el seño, y del otro, a los defensores de la teoría del
derecho natural, frotándose las manos en señal de victoria. Pero a estos
últimos les tengo malas noticias. Cuando pienso en política no lo hago desde un
punto de vista sectario, así como cuando pienso en la moral no lo hago en un
sentido confesional. La política tiene un significado más amplio que se conecta
con la apertura de los caminos para hacer valer los derechos y las libertades
de todos y no sólo de mis partidarios. Y la moral, tiene un sentido
postconvencional, que escape a los preceptos de una religión o una comunidad
particular, y que puede aspirar a validez universal. Así como el relativismo
cultural, que afirma que es imposible la comunicación y el debate entre
personas de diferentes culturas, es cuestionable, también lo es la concepción
de la moral y la política encajonada en una pequeña parroquia.
El derecho y sus procesos deben de
organizarse de modo que puedan recoger las exigencias que brotan de la
deliberación social para que pueda conectarse con las relaciones sociales dentro
de la democracia. Es decir, el derecho debe de dejar de entenderse como un
sistema cerrado y comenzar a pensarse en la cristalización normativa de un
debate social sobre cuestiones de interés general. Las instancias jurídicas,
como el Congreso de la República, debe de recoger esas exigencias, debatirlas y
darle de norma de derecho. De esta
manera, el Estado y sus instituciones debe de abrirse como una carretera para
que permita que la deliberación pública y democrática sobre las leyes pueda
discurrir con facilidad a fin de que el derecho case con la justicia entendida
como igualdad en dignidad y libertad de los ciudadanos.
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