El proyecto de
la Ilustración se ha gestado en Europa durante el siglo XVIII y ha encontrado
su respaldo filosófico más importante en
el pensamiento de Immanuel Kant. Dicho
proyecto tiene como centralidad la capacidad de examinar cuáles son sus
alcances y límites de la razón. Es por ello que, para la Ilustración ha sido
fundamental el proyecto crítico que el filósofo alemán presentó en su obra más
importante: la Crítica de la razón pura.
Por eso se señala en el prólogo a la
primera edición: “Nuestra época es, propiamente, la época de la crítica, a la
que todo debe someterse. La religión
por su santidad, y la legislación, por su majestad, pretenden, por lo común, sustraerse a ella. Pero entonces
suscitan una justificada sospecha contra ellas, o pueden pretender un
respeto sincero, que la razón sólo
acuerda a quien ha podido someter su examen libre y público”[1].
Es
característico del trabajo crítico de la Ilustración el que la razón se examina
a sí misma y se instaura como un juez que determina qué es lo que ella puede y
no puede conocer.
1.- La crítica a
la razón ilustrada
Esta confianza
en la razón que Kant y los demás pensadores ilustrados compartían es puesta en
cuestión por aquellos intelectuales del siglo XIX y XX que Paul Ricoeur
denominó “maestros de la sospecha”[2], a
saber, Karl Marx, Friedrich Nietzsche y Sigmund Freud. Estos intelectuales
ejercieron una gran influencia en la cultura y en el trabajo de los
intelectuales del siglo XX. Ellos señalaban, cada cual desde su punto de
partida particular, que existen motivos fundados para cuestionar a la razón
moderna y en especialmente la confianza en la razón que se popularizó durante
el siglo XVIII.
Nietzsche esbozó
una crítica clara a la razón señalando que lo irracional es importante y debe
ser tomado en cuenta, si es que queremos dar cuenta de la realidad en su
totalidad. De esta manera, continúa, se ha operado en la cultura occidental un
reduccionismo de la realidad desde que Eurípides, Sócrates y Platón expulsaron
lo irracional (aquello que denominaba “lo dionisiaco”) del pensamiento
filosófico. En la tragedia griega desarrollada en Atenas durante el siglo V
a.C. se había dado no sólo un género poético – artístico que daba cuenta tanto
de la realidad humana como de la cósmica por medio de la articulación del
principio de racionalidad y orden que representa “lo apolíneo” con el principio
de irracionalidad, embriaguez y pérdida de conciencia que representa “lo
dionisiaco”. Con esto la tragedia no sólo se presenta como un género literario,
sino como una manera de entender la
realidad, es decir, una filosofía vitalista.
Pero tal como
señala Nietzsche en su libro El
nacimiento de la tragedia, o Grecia y el pesimismo[3],
la tragedia entra en crisis y finalmente muere cuando Eurípides comienza a
compartir el optimismo racionalista de Sócrates. De esta manera, comenzó a
expulsar el elemento dionisiaco y a convertirla en un género racional,
gobernado sólo por el impulso racional que proviene de lo apolíneo. Desde ese
momento la “filosofía vitalista” que expresaba la tragedia fue desplazada por
una “filosofía racionalista” que no hace que expresar su resentimiento frente a
la vida, expulsando aquello irracional y que la razón no puede comprender y
controlar.
La crítica al
optimismo racionalista de los ilustrados no puede ser más claro: la razón
ilustrada continúa expulsando lo irracional y lo vitalista de la reflexión filosófica.
Por ello es necesario denunciar que la razón moderna no puede dar cuenta de la
realidad en su totalidad y que, en realidad se presenta como una forma de
dominación sobre las demás dimensiones de la realidad. La razón moderna e
ilustrada se presenta, entonces, como una voluntad de poder y dominación que se
enviste a sí misma de la dignidad de juez y de autoridad para someter otras
voluntades. De este modo, la realidad social es interpretada como un conjunto
de voluntades de poder que buscan someterse unas a otras, y en la cual el poder
lo terminan teniendo aquellos que dominan la técnica moderna. Así, una sociedad tecnificada y racionalizada
se convierte en una sociedad de dominación.
Michel Foucault ha sido quien ha aprovechado
de mejor manera esta conclusión respecto de la sociedad que Nietzsche había
desarrollado. Así, el intelectual francés señaló que las construcciones
racionales y técnicas, como los mismos sistemas democráticos, las prisiones y
los manicomios, son formas de ejercer poder y dominación sobre las sociedades.
Como consecuencia, si lo que buscamos liberarnos de esa dominación, tenemos que
realizar una arqueología del poder y
encontrando su raíz arqueológica, desactivarlo. Ello supone denunciar incluso
las democracias liberales porque ellas expresan poder dominador. Uno de los
mejores discípulos de Foucault, el italiano Giorgio Agamben, ha escrito un
libro que está teniendo gran influencia en las ciencias sociales: Homo sacer[4]. En él se sigue la pista de la
verdadera realidad del estado moderno, que el de la denominada “biopolítica”,
es decir, que ejerce una política que va despojando paulatinamente del ropaje
de los derechos a las personas y se detiene frente a la vida biológica de los
individuos, es decir, sólo respeta aquél mínimo que permite que las personas
sigan con vida.
2.- Cinismo e
ironía
La posición de Foucault frente a la
ilustración es de crítica. Desde su punto de vista es necesario realizar una
ilustración de la misma ilustración[5]. Pero
esta ilustración de la ilustración consiste, para Foucault, rechazar el modelo
de la razón moderna que se encuentra en el modelo de ilustración kantiana, y
rechazar además sus ideales y sus propuestas morales y políticas, como la
autonomía de las personas, la democracia y los derechos fundamentales.
Esta actitud de Foucault frente a la
autonomía moral, la democracia y los derechos fundamentales proviene la
influencia de Nietzsche sobre el pensamiento político de Foucault. Nietzsche
nunca fue pensador sistemático y plenamente coherente, aunque siempre sumamente
sugerente. De hecho, en el ámbito de la filosofía hay alguna resistencia a
considerarlo como un filósofo. Es gracias a la influencia de Heidegger que
Nietzsche a tomado una inusitada importancia en la filosofía. Nunca ha tenido
un pensamiento político y resulta muy difícil sacar ideas políticas claras y
sólidas.
Uno de los primeros intentos de
extraer de Nietzsche un pensamiento político lo realizaron los teóricos del
nacionalsocialismo. El partido Nazi explotó de manera excesiva la idea del Übermensch (Superhombre), con las
consecuencias que todos conocemos: invasión de Polonia, instalación de campos
de concentración, etc. De esta manera, parece que no es una buena idea extraer
ideas políticas del pensamiento de Nietzsche. Esto fue algo que Heidegger entendió
perfectamente, razón por la cual nunca propuso una filosofía política.
Contemporáneamente a Heidegger, de desarrolló en Austria el conocido “Círculo
de Viena”, cuyos integrantes, al ver las atrocidades del nazismo, decidieron
rechazar las críticas de Nietzsche al positivismo y articularos la tan
influyente tendencia del positivismo lógico y la filosofía analítica. De esta
manera, el prestigio actual del “círculo de Viena” no es tanto por sus méritos
propios, sino por el rechazo al nazismo. Tal como ha señalado con lucidez
Richard Rorty, el positivismo lógico y la filosofía analítica ha llegado a su
agotamiento[6]
.
3.- Izquierda
cínica e izquierda irónica
Nietzsche es un pensador muy lúcido
e importante para pensar las cuestiones privadas, pues sus reflexiones sobre la
cultura y su crítica al positivismo son forjadores de la subjetividad de las
personas. Su pensamiento sobre cuestiones privadas es poderoso para articular
la formación de los sujetos del siglo XX y XXI, para edificar la subjetividad. Lo mismo sucede con la filosofía de
Heidegger. Pero cuando se utiliza el pensamiento de Nietzsche y la filosofía de
Heidegger para la política se cae en el error de Foucault y Agamben, y de sus
seguidores en las ciencias sociales. Nietzsche y Heidegger son sumamente útiles
para pensar las cuestiones privadas, pero no para plantear programas políticos.
Actualmente podemos encontrar dos
clases importantes intelectuales
interesados en la política y en las cuestiones públicas: de un lado se
encuentran los cínicos, del otro los irónicos. Los cínicos son los que utilizan
a Nietzsche y Heidegger tanto para las cuestiones privadas como para las
cuestiones públicas. En cambio los irónicos asumen el pensamiento de ambos sólo
en el ámbito privado, mientras que para las cuestiones públicas toman como
referencias a los filósofos políticos inspirados en Kant, como son John Rawls y
Jürgen Heidegger, o al pragmatista John Dewey.
Los cínicos rechazan tanto la razón como
las propuestas prácticas y políticas de la ilustración. Con dicha crítica abren las puertas a dos grupos antagónicos,
pero cuya actividad es nefasta. De una parte, los ultraconservadores de extrema
derecha que rechazan la democracia y proponen dictaduras. De otra parte, se
encuentran los intelectuales de la izquierda revolucionaria y cultural. Esta
izquierda termina por proponer arremeter contra la democracia para terminar
implantando un Estado autoritario. Y
desde el punto de vista cultural, los intelectuales de izquierda miran
con desprecio la cultura popular y han roto sus lazos con las organizaciones
populares o los sindicatos. Se trata de una izquierda que cae en una
contradicción performativa: de una parte propugnan la revolución, y de otra
parte se convierten en espectadores de los procesos sociales, es decir se trata
de una izquierda académica no comprometida con la sociedad. Esta izquierda
académica, espectadora, cultural y desvinculada con los procesos sociales, no
está en condiciones de involucrarse con las transformaciones sociales.
La actitud de estos grupos es “cínica”
porque se dedican a hacer críticas
radicales a lo constituido y no tienen una actitud constructiva, una
alternativa, no ofrecen una opción. A lo más que llega el cinismo en la teoría
política es a proponer un regreso al pasado o a una defensa conservadora, de
modo que incluso la izquierda foucaultiana termina emprendiendo la defensa del
antiguo régimen. La izquierda irónica, en cambio, se caracteriza por seguir a Nietzsche y
Heidegger sólo para las cuestiones privadas, en cambio sigue a Rawls, Habermas
y Dewey en las cuestiones públicas. De esta manera encuentran argumentos para
tener continuar con el proyecto político de la ilustración, a saber, afirmar la
libertad y la autonomía pública y privada de los ciudadanos.
Los intelectuales políticos irónicos
proponen continuar con el proyecto de la ilustración asumiendo tres tareas: en
primer lugar reemplazan el juego de fuerzas – que los foucaultianos –por el
diálogo y la deliberación; en segundo lugar, se comprometen con la democracia y
buscan llevar adelante sus promesas sociales, con lo cual asumen un compromiso
social real con las organizaciones populares y los sindicatos; y en tercer
lugar, reemplazan el proyecto revolucionario por un proyecto reformista. Al
comprometerse con la democracia, esta izquierda se convierte una izquierda
liberal, pues la democracia que defienden es una de naturaleza liberal. El
término “ironía” es usado aquí para señalar que esta izquierda asume los
cuestionamientos a la razón que proviene de los maestros de la sospecha, de tal
manera que consideren que las creencias privadas que abrazan carecen de un
fundamento último y que su compromiso político no tiene carácter metafísico,
sino exclusivamente político. Tal como lo señala Rawls: el liberalismo político
es político, no metafísico[7].
4.- Conclusión:
¿Está agotado el proyecto político de la ilustración?
Los intelectuales de orientación
foucaultiana, que extienden erróneamente las críticas de Nietzsche a la cultura
también al ámbito de la política y a las cuestiones públicas, sostienen que el
proyecto de político de la ilustración
se encuentra completamente agotado, y que no vale la pena actuar
propositivamente en defensa de las autonomías privada y pública de los
ciudadanos. Sólo queda realizar cuestionamiento y crítica constante al sistema
democrático. En cambio, los
intelectuales ironistas no extrapolan las críticas a la cultura que hicieron
Nietzsche y Heidegger a las cuestiones políticas y públicas.
Richard Rorty y Jürgen son quienes más han defendido la idea
de que el proyecto político de la ilustración sigue en pie. Rorty, siguiendo
las ideas de Dewey, señala que la escuela filosófica pragmatista con la que se
encuentra comprometido lleva adelantes las propuestas de la ilustración. De esta manera señala que:
“Voy
a interpretar la objeción pragmatista a la idea de que la verdad es una
cuestión de correspondencia con la naturaleza intrínseca de la realidad de
forma análoga a la crítica que la Ilustración hizo de la idea según la cual la
moralidad es una cuestión de correspondencia con la voluntad de un Ser Divino”
Y continúa
diciendo:
“A mi parecer, la explicación
pragmatista de la verdad y, más generalmente, su explicación
antirepresentacionalista de la creencia constituye una protesta contra la idea
de que los seres humanos deben humillarse ante algo no humano como la Voluntad
de Dios o la Naturaleza Intrínseca de la Realidad” [8].
De esta manera, el pragmatismo de
Rorty y Dewey continúan adelante con el proyecto de la ilustración, proyecto
que consiste en cuestionar las pretensiones que algunas personas e
instituciones tienen de imponerse sobre los ciudadanos para limitar la autonomía
privada y la autonomía pública. De esta manera, nadie, ni en nombre de la
voluntad divina o de la naturaleza humana, está justificado para limitar la
libertad de los ciudadanos. Igualmente Habermas sostiene que el cuestionamiento
de la razón hecha por Nietzsche, y continuada por Lyotard y Derridá en Francia
no conduce a las consecuencias que ambos señalaron, a saber, el acabamiento de
la modernidad y el inicio de la postmodernidad. Habermas es claro en afirmar
que el reemplazo de las pretensiones de razón por las exigencias de la “ética
del discurso” permite continuar con el proyecto político de la razón por otros
medios. La ética del discurso supone que las normas morales y jurídicas, así
como los proyectos políticos deben someterse al torbellino de la problematización
que la deliberación pública supone. Dicha deliberación tiene ciertas exigencias
fundamentales, especialmente, que los participantes en la discusión tienen que
expresar argumentos y razones claramente sustentadas y que se encuentran sujetas
al cuestionamiento y la crítica; además, todos los implicados tienen los mismos
derechos de participar en la discusión y que se ha de tener en cuenta las
consecuencias que pesarán sobre los implicados por las decisiones asumidas[9].
Así, resulta discutible
la afirmación de algunos según la cual el proyecto político de la ilustración
ha agotado por completo sus energías. La filosofía, y en especial, la filosofía
política, ha de fomentar en nosotros lo que Rorty señala que debe fomentar
también la educación universitaria: la capacidad de dudar y cuestionar como la
capacidad de imaginar. La capacidad de dudar y cuestionar las verdades
recibidas y consagradas tanto por la cultura anquilosada por el positivismo
como los saberes recibidos en la academia universitaria. Dichas verdades deben
ser discutidas públicamente, tanto dentro y fuera de la universidad. Pero
también debemos cultivar la imaginación para generar relaciones sociales cada
vez más libres y emancipadas. El cultivo de la imaginación se realiza
justamente a través del contacto con la cultura, de manera que se abren
nuestros espíritus en un proceso de reedificación y forjación constante.
[1] KANT, Immanuel; Crítica de la razón pura, México: FCE,
2009. P.7.
[3] NIETZSCHE, Friedrich; El nacimiento de la tragedia, o Grecia y el
pesimismo, Madrid: Alianza Editorial, 2005.
[4] AGAMBEN, Giorgio; Homo sacer. El poder y la nuda vida,
Valencia: Pre-textos, 2003.
[5] FOUCAULT, Michel, ¿Qué es la ilustración?, Alción: Córdova, 1996.
[6] RORTY, Richard; Cuidar la libertad, Madrid: Trotta,
2005.
[7] RAWLS, John; Liberalismo político, México: FCE, 1996.
[8]
RORTY, Richard; Pragmatismo, una versión: antiautoritarismo
en epistemología y ética, Barcelona:
Ariel, 2000. P. 21.
[9] HABERMAS, Jürgen; El discurso filosófico de la modernidad,
Buenos Aires: Katz, 2010.
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