Uno de los elementos cuestionables de la educación moral en el Perú tiene que ver
con la “educación en valores”. El despliegue de la política de la llamada
“educación en valores” ha crecido después de la caída de Fujimori y el destape
de las redes de corrupción que habían infectado el aparato del Estado y amplios
sectores de la sociedad. Las encuestas sobre los niveles de tolerancia, que arrojaron
un alto nivel de permisibilidad frente a la corrupción han contribuido a
expandir la errónea idea de que gran parte de los problemas del país se
resolverían a través de campañas de educación o “cruzadas” de valores[1].
Pero la idea de que una de las tareas de la escuela y la educación en general
es la “educación en valores” es algo que viene de más atrás y que sigue
presente aún hoy que los índices de corrupción parecen importar poco para que
la clase política y gran parte de la ciudadanía acepte a personas corruptas
como candidatos dignos de respaldo en la contienda electoral. El tema de la “educación en
valores” es, pues, un punto central en la vieja agenda en el Perú. El tema es uno de los ejes de una política
tradicionalista que se encuentra instalada en muchas de las escuelas de
formación de maestros. Dicha política consiste en mantener la “autoridad de
ciertos valores”.
La formación de la ciudadanía es
entendida como la tarea de inculcar en los futuros ciudadanos desde la escuela
y a través de los espacios se socialización ciertos valores que desde las
elites se consideran los adecuados. Así, la educación moral consiste en
introducir desde fuera determinados valores en los corazones de los ciudadanos.
Estos valores pueden ser “tradicionales”, como el respeto a la autoridad del
superior, o pueden ser supuestamente “democráticos” como el rechazo al nepotismo. El problema en este
esquema de educación moral se encuentra no en la clase de valores que se trata
de inculcar, sino en que la formación moral de los ciudadanos se entiende como
la tarea de inculcar valores en la ciudadanía. Los inculcadores de
valores son elites políticas,
aristocracias intelectuales u
oligarquías que establecen relaciones
asimétricas respecto de la ciudadanía y que entienden que su trabajo consiste en definir los valores e inculcarlos en la población.
De este modo las elites inculcadoras
de valores se erigen constantemente como tutores de la nación que saben
qué modelos de conductas deben asumir los ciudadanos. Los ciudadanos son
entendidos como menores de edad que son incapaces de articular por sí mismos
sus orientaciones morales. Esto es, el esquema de las elites prescriptoras de
lo bueno y lo malo tiene como presupuesto que los ciudadanos adolecen de
“estupidez moral”, es decir, que carecen de la capacidad de definir e intuir
por sí mismos los bienes morales. Estas elites plantean el proceso de educación
moral de los niños en las escuelas no
como el tránsito de la niñez moral a la adultez moral, sino como la consolidación
de una infancia moral en la cual el niño es preparado para, durante su vida,
recibir prescripciones morales. Así, la escuela tradicional no prepara a los
ciudadanos para la reflexión y el discernimiento crítico respecto de los
valores morales tradicionales. No prepara para pensar en los asuntos morales[2].
Esta política en la educación moral resulta ser sumamente útil a los poderosos
sectores conservadores, puesto que con ello se garantizan el mantenimiento del status
quo, en el cual ejercen control del espacio público (que en algún sentido
deja de ser público).
[1] El término “cruzada de valores” no deja de ser infeliz por la connotación
de imposición que trae consigo. No hay que olvidar jamás que las cruzadas de la
edad media tenían un gran componente “moralizante”. La idea continúa siendo que
hay que imbuir de ciertos valores para que la gente se salve.
[2] Sobre
el pensar sobre los términos morales, cfr. el clásico opúsculo de Kant Respuesta
a la pregunta ¿qué es la ilustración? en: KANT, Inmanuel; En defensa de la ilustración, Barcelona:
Alba Editorial, 1999.
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