Frente
a esta manera de concebir la formación moral es necesario afirmar el cultivo
del discernimiento crítico moral de la ciudadanía. Esta formación del
pensamiento crítico, que ha de iniciarse desde la escuela, consiste en insertar
al individuo en una comunidad de diálogo en la cual tenga la posibilidad de
definir sus orientaciones morales gracias a la interacción con otros. A través
de la comunicación y el diálogo dentro de un espacio compartido con otros, en
el cual pueden expresarse libremente, es como los niños van definiendo,
contrastando y redefiniendo sus orientaciones morales. Asimismo, es en espacios
públicos libres donde los ciudadanos van articulando sus orientaciones morales fundamentales,
gracias al intercambio y al diálogo.
La construcción de un espacio
público libre es fundamental para la generación del discernimiento crítico
moral de las personas. La filósofa alemana Hannah Arendt es quien ha tematizado
de manera más completa la idea de espacio público como el lugar donde se define
y se realiza la acción moral de las personas[1]. El espacio público es el espacio de la
pluralidad que se constituye a través del diálogo y la deliberación entre las personas. Se trata del espacio de
la contigüidad humana en el cual somos iguales y diferentes al mismo tiempo.
Somos lo suficientemente iguales como para poder entendernos y lo
suficientemente diferentes para tener cosas que decirnos.
En este espacio de la pluralidad, cada cual se muestra ante
la mirada de los otros. En él las personas muestran quiénes son, es decir,
revelan su identidad moral. Para
Arendt la revelación de la identidad
personal es fundamental para que ésta se vaya articulando y vaya cobrando
existencia. Los individuos no tienen una
identidad completamente definida y acabada, carecen de algo así como una
“identidad cerrada” o articulación completa de su identidad, sino que ésta se
encuentra en un constante proceso de articulación gracias al encuentro con los
otros. En las experiencias compartidas con los otros vamos articulando nuestra
identidad moral. En este proceso salta a la luz el hecho de que nuestra propia
conciencia moral se va generando a través del diálogo. El mismo lenguaje con el
cual articulamos nuestras orientaciones morales lo adquirimos gracias a que
ingresamos a un mundo humano. Con nuestro nacimiento ingresamos a un mundo de
significados compartidos por una comunidad. Nuestros primeros compañeros,
nuestros padres y hermanos, nos introducen en un mundo de significados en los
que se encuentran también significados morales[2].
Al mismo tiempo, el espacio público es el espacio de la
acción. La acción se asocia íntimamente con la idea del nacimiento, es decir,
quien actúa está dando inicio a algo inédito y en ello es capaz de ir
mostrándose a los otros. En la acción la persona va, además articulando su
identidad moral y gracias a las experiencias compartidas con otros es capaz de
explorar y redefinir su identidad moral. A través del lenguaje es capaz de expresar
esa identidad suya, decir quién es.
El discernimiento moral es un proceso reflexivo en el cual
la persona va articulando su propia identidad moral en diálogo con los otros.
Lejos de la idea de adoctrinamiento moral que se encuentra detrás del proyecto
de la “educación en valores”, el discernimiento moral permite que las personas
vayan encontrando en sí mismas las
herramientas para orientar sus acciones gracias a que han adquirido un lenguaje
de expresión moral lo suficientemente rico. Mientras que el proyecto de la
“educación en valores” coloca entre las experiencias de las personas y sus
orientaciones para actuar prescripciones rígidas, el discernimiento moral va de
la mano con las experiencias de los individuos y va tejiendo a través del
diálogo orientaciones para sus acciones. Siguiendo las intuiciones de John
Dewey podemos decir que un espacio formativo libre y abierto al diálogo permite
el despliegue de una mayor experiencia y el desarrollo de más habilidades en
los alumnos. Dewey sugiere que espacios inspirados por el espíritu democrático
permiten un mayor el despliegue de las habilidades humanas y un despertar más
activo de la inteligencia[3].
La escuela es un espacio público en el que los estudiantes
van entrando en diálogo y van ayudándose en la tarea de orientar sus acciones y
articular su propia identidad. En ese privilegiado espacio público los maestros
han de acompañar a los niños en el proceso de ir descubriendo y articulando su
propia identidad moral. La labor del maestro es ayudar al niño a entender su
propio proceso de constitución de su identidad, además de facilitar para que
éste proceso se dé en diálogo con sus compañeros de aprendizaje. En ningún
momento compete al maestro interrumpir el proceso de comprensión de la
experiencia moral del alumno. Esta interrupción se produce cuando el maestro
suplanta la conciencia moral del niño imponiendo una norma moral externa. La
tarea del maestro suplantar la conciencia de los estudiantes, sino acompañar
el proceso de discernimiento moral, haciendo las veces de espejo y de memoria
que puede ayudar a los alumnos a verse a sí mismos y que permita tomar nota de
sus experiencias morales. De este modo el maestro ayuda al alumno a construir
orientaciones y referentes morales sólidos y fuertemente enraizados en su
experiencia de reflexión ética. El maestro ha de ser, además, alguien que ayude
a que las situaciones de conflicto moral, que se dan naturalmente en la
convivencia escolar, se conviertan en oportunidad de reflexión y aprendizaje.[4].
[2] Quien ha trabajado más la génesis dialógica del la conciencia moral es
Charles Taylor. Cfr. La ética de la autenticidad, Barcelona: Paidós,
1991.
[3] Sobre el papel que cumple la experiencia personal en el proceso de
educación cfr. DEWEY, John; democracia y educación, Madrid: Morata,
1995. En relación al despliegue de las capacidades humanas y su vínculo con la formación
se puede ver GADAMER; Verdad y método. Fundamentos para una hermenéutica
filosófica, Salamanca: Sígueme, 1977.
Una de las razones
por las que Dewey valora la democracia es porque considera que ella permite la
participación de la inteligencia en la vida pública. Es decir, la democracia,
desde el punto de vista del pragmatismo deweyniano permite que a través de la
comunicación los ciudadanos aúnan sus experiencias y sus capacidades para la
reflexión en vistas de resolver problemas públicos. Además, el intercambio y la
interacción social que la democracia fomenta estimula las capacidades
reflexivas de los ciudadanos. Análogamente, en las pequeñas comunidades
educativas –las escuelas y los salones de clase- los alumnos pueden desplegar
sus capacidades propias cuando se encuentra libres de un régimen que tienda a
la coerción.
[4] Agradezco a María Laura Muñoz por sus comentarios
respecto al papel del maestro en el proceso de conformación del juicio moral de
los estudiantes.
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