Los cursos
sobre filosofía del derecho tradicionalmente han asumido como uno de sus ejes
centrales el debate entre el iusnaturalismo y el positivismo jurídico. Esto se
comprende por dos razones básicas. La primera es que los abogados y juristas
suelen tener una comprensión del derecho que incorpora ambos puntos de vista.
La segunda razón es porque ha existido, en el último siglo y medio una
desconexión entre la filosofía del derecho hecha por los abogados y el trabajo
de los filósofos sobre el tema.
La comprensión de los juristas
supone dos cosas que suenan bien pero que no se articulan de manera adecuada.
De una parte, asumen el punto de vista positivista según el cual sólo es
derecho lo que está legislado o puesto y, de otra parte, consideran que la
justificación de los derechos se encuentra en la dignidad (considerada como un
elemento inherente al o innato en el ser humano). De esta manera, al pensar en la dignidad
humana recurren en un argumente iusnaturalista. Con esto, parecen no percibir
con claridad que su comprensión ordinaria del derecho es inconsistente y entra
en contradicciones. La contradicción radica en que hacen depender el derecho
positivo (defendido con los argumentos del positivismo, argumentos que rechazan
todo recurso metafísico), hacen depender el derecho positivo en un elemento
metafísico que es una presunta idea de naturaleza humana de la cual se
desprende la dignidad inherente al ser humano.
De otro lado, en los cursos de
filosofía del derecho impartido en muchas escuelas de derecho se ha dado una
centralidad en el debate entre el derecho natural y el positivismo jurídico.
Como sabemos, dicho debate tiene un contexto histórico marcado por el
desarrollo de la ciencia moderna y el desplazamiento de las explicaciones
metafísicas por las explicaciones científicas de los diferentes ámbitos de la
realidad. Este desplazamiento tiene que ver con los procedimientos de
justificación de las afirmaciones científicas y jurídicas. Pero las
revoluciones en el modo de pensar que desde Kant se han venido operando y que
se han radicalizado con los avances de la filosofía de la ciencia, la filosofía
del lenguaje, el pragmatismo y la hermenéutica han hecho de las justificaciones
científicas positivas cosas del pasado.
Estos cambios han tocado también la
comprensión del derecho y está exigiendo que los paradigmas filosóficos desde
los cuales esta disciplina y las prácticas que se desprenden de ella sean
revolucionados. Sin embargo podemos encontrar una resistencia que tiene varias
estrategias y varios motivos. Uno de los motivos es que las instituciones en
las que circulan las ideas positivistas son muy influyentes. Eso explica, por
ejemplo, la popularidad que tienen los trabajos de Mario Bunge entre los teóricos
del derecho latinoamericanos. Una de las maneras que usan los positivistas para
mantener su posición de dominio en la escuelas jurídicas es repitiendo que el debate
central en el derecho es el que existe entre el iusnaturalismo y el positivismo
jurídico. Insistir en dicho debate les garantiza ganar, como quien dice, por
puesta de mano, ya que los argumentos iusnaturalista no parecen ser ni
atractivos ni convincentes, sino más bien obsoletos.
Pero en el debate no debe sólo
prevalecer el punto de vista del que pertenece a la institución que tiene más
recursos y mayor apoyo político, sino que debe vencer la fuerza de los
argumentos. Y es justamente en este nivel en cual el positivismo se encuentra con grandes dificultades. Las
complicaciones conceptuales, argumentativas y prácticas han llevado al
positivismo a intentar renovarse o reencaucharse. Los esfuerzos han conducido a
estrategias que van de sostener versiones de positivismo incluyente o
positivismo metodológico. Pero, en vista de los fracasos encontrados al
emprender estos caminos, el positivismo se ha arropado bajo el manto del
neoconstitucionalismo y de cierta versión de la argumentación jurídica que
desconecta la argumentación en el derecho de las razones y las instituciones de
las sociedades democráticas y liberales.
En el fondo, el fracaso del
positivismo trae consigo la banca rota conceptual del debate iusnaturalismo –
positivismo. La razón de este fracaso radica en que el positivismo considera al
derecho como un discurso autopoiético.
Es decir, la visión dominante en el derecho entiende la disciplina como
completamente desconectada de las demás áreas de la vida social en dos
sentidos: desde el lado de la génesis o producción del derecho y desde el de la
relación del derecho con la política y la moral. Desde el primer ámbito, el
positivismo considera al derecho como producido por sí mismo, sin relación con algún
otro elemento al momento de su génesis o constitución. Desde el segundo, el
derecho se comprende a sí mismo como un sistema autónomo que no se conecta con
otros sistemas sociales. Bajo la impronta de la teoría de sistemas de Luhmann
el positivismo se encuentra apertrechado en su posición de autocentramiento
como quien da la batalla hasta el final.
El liberalismo político,
aprovechando esta circunstancia, declara que el derecho no es un sistema
cerrado, sino que es un conjunto normas enlazadas entre sí y conectadas con lo
que desde Husserl se conoce como el “mundo de la vida”. De esta manera, el
liberalismo político libera el derecho de su autocentramiento narcisista y
conectarlo con la moral y la política. Pero la reacción positivista no se dejó
esperar, pero en vez de contrastar argumento con argumento, lo que ha venido de
ese lado de la discusión es el epíteto vaciado de razones. Lo que se ha dicho y
repetido es que el liberalismo político es filosofía política y no filosofía
del derecho. De esta manera se ha señalado que lo que hacen John Rawls y Jürgen Habermas no es filosofía del
derecho, sino filosofía política. Pero con ello no responden a la pregunta
central que el liberalismo político plantea al derecho, a saber, si tiene o no
conexión con las instituciones y prácticas de una sociedad liberal y
democrática.