El 11 de este mes se conmemoran los
cuarenta años del brutal golpe de estado perpetrado por Augusto Pinochet en
Chile. Este acontecimiento pone sobre el tapete tres temas: 1) El compromiso
que se tiene en América Latina con la democracia, 2) La memoria y la Comisión
de la Verdad y 3) El discurso de la derecha latinoamericana según el cual el
desarrollo económico justifica la violación de los derechos humanos.
Si bien, en buena parte de la región se
han instaurado regímenes democráticos, aún falta llevar adelante la tarea de
fortalecer las instituciones democráticas, y hacer de la democracia más
inclusiva. Ello supone no solamente incorporar a la población al mercado,
imponiéndole sus reglas, sino hacerla participe de la discusión política
respecto de la manera en que la sociedad y el mercado deben relacionarse. En el
Perú como en otros lugares de Latinoamérica se considera peligrosamente que
sólo deben participar los técnicos. Se argumenta que, puesto que la población
no tiene la instrucción adecuada, no está capacitada para tomar esas
decisiones. Ese argumento es potencialmente autoritario y trae consigo la idea
de que es mejor retirar derechos políticos a los ciudadanos en vistas de
mantener el crecimiento económico. En vez de apuntar a fortalecer la educación
y hacer que ésta se democratice, y no atarla a bonos (tal como sugiere Bullard)
o a créditos bancarios (como sucede en Chile), se opta por el camino más
autoritario. ¿Quiénes toman esas decisiones? Nada menos que las derechas
empresariales, las mismas que no tuvieron inconveniente en compartir el poder
con las dictaduras de derechas en la región.
Si bien en algunos países de la región
se instauró Comisiones de la Verdad, algunas de ellas fueron enfrentadas
rabiosamente, como sucedió en el Perú. En otros países, como es el caso de
Chile ni siquiera se logró instaurar alguna. El poder pinochetista en Chile fue
tal, durante el paso a la democracia, que logró imponer su negativa a la
instauración de una Comisión de la Verdad. Esto trae consigo una política de
menosprecio frente a las víctimas de los regímenes autoritarios o de los
conflictos armados internos. Esta política no abona en el fortalecimiento de la
democracia en la región. Pero ello también es un indicio que quienes instauraron
un gobierno autoritario en el pasado, o sus grupos asociados, siguen teniendo
poder político lo suficientemente fuerte como para neutralizar la justicia, la
memoria y el reconocimiento.
Todo esto está asociado al discurso de
que las violaciones de los derechos humanos del pasado se encuentran
justificadas pues sin ello, se argumenta falazmente, no se habría logrado la
pacificación y el crecimiento económico. Incluso, muchos de quienes asumen hoy
en día el discurso de los derechos humanos consideran que hay que dar vuelta a
la página, olvidarse de la memoria y mirar hacia adelante. Ello significa
hacerse de la vista gorda respecto de los crímenes del pasado. Lo que esto
muestra es que las derechas más radicales se están adueñando del discurso de
los derechos, volviéndolo en una cuestión estrictamente técnica, y
desconectándolo del pasado y de las consecuencias políticas.
Hace poco, Salvador Piñeira señaló que
Salvados Allende también quebrantó el Estado de Derecho. ¿Qué se pretende con
esta declaración? ¿Acaso justificar el golpe de Estado de Pinochet? Ese es el
argumento del niño de primaria que dice “él empezó primero”. Es lamentable que
un líder de la región utilice recursos como esos. En realidad, eso está
expresando una mentalidad propia de una derecha que no se siente realmente
comprometida con la democracia, y que la percibe como un obstáculo para sus
intereses.
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