jueves, 20 de septiembre de 2007

¿Hasta dónde estamos dispuestos a comprometernos con la libertad religiosa?

Uno de los derechos fundamentales reconocido internacionalmente en la actualidad lo constituye el de libertad religiosa. Cercano al derecho de opinión, se trata del derecho a profesar libremente una creencia religiosa sin ser perseguido u hostigado por el Estado o por sectores de la sociedad a la que se pertenece. En una sociedad democrática y liberal los ciudadanos han de gozar de este derecho a profesar sus creencias religiosas, por más que éstas resulten extravagantes a los demás miembros de la sociedad[1].
Sin embargo ese derecho fundamental ha sido violado permanentemente en sociedades democráticas contemporáneas, en algunos casos por falta de una cultura liberal, que separe adecuadamente la esfera del Estado de la esfera religiosa[2], o en sociedades donde se supone dicha separación se ha realizado pero la situación de conflicto armado que significa el combate contra el terrorismo internacional ha hecho que surjan nuevas formas de tiranía.

1.- La libertad religiosa a elegir cómo creer.

Se ha estudiado anteriormente las violaciones a la libertad de creencia religiosa que provienen del entorno social y político, de modo que se ha hostigado a las personas por lo que creen o por en quién creen. Quiero concentrarme esta vez en otro aspecto del problema de la libertad religiosa que no ha sido suficientemente explorado. Lo constituye no tanto por la libertad sobre qué o en quién creer (es decir, si se es cristiano, musulmán o judío, por ejemplo), sino la libertad a elegir cómo creer lo que ser cree. Gran parte de las guerras religiosas que asolaron el continente europeo durante el siglo XVI han tenido como foco disputas respecto al cómo de la creencia religiosa más que el qué de la misma[3].
¿A qué me refiero con esta distinción entre el qué y el cómo en cuestiones de creencias religiosas? El derecho a abrazar una creencia religiosa –es decir, el qué creer- pertenece a una persona o a una comunidad y demarca una esfera de libertad que no puede ser vulnerada por otras personas o grupos que no comparten dicha creencia religiosa. Como comunidad podemos creer en Cristo, en Alá o tener otra creencia religiosa posible. El atentado contra la libertad de las comunidades de creyentes puede graficarse claramente con las cruzadas, en las cuales los cristianos agredieron a sus enemigos exteriores, que abrazan otros credos. El ejercicio de la violencia en estos casos se pretende justificado como una reacción legítima contra los impíos, es decir, contra aquellos que no creen en la “religión Verdadera”.
Ahora bien, una cosa es creer en Cristo y otra cosa distinta es la manera en que uno viva dicha creencia. Respecto del cómo ya no se trata de la relación de la comunidad de creyentes con los que no creen sino se trata, más bien, de la relación entre creyentes al interior de la misma comunidad de fe. Así, por ejemplo, una cosa es creer en Cristo y otra distinta es la manera en la que se profese esa fe[4]. Esta es la fuente de la que surge el ejercicio de la violencia conocida como combate de las herejías. Aquí la violencia es utilizada contra los enemigos que se hayan dentro de la comunidad de creyentes, como es sucedió con la Inquisición católica. Lo que me interesa es esclarecer este último aspecto, referente al modo de creer, porque sospecho que algunos de los males del mundo contemporáneo tienen sus raíces en ello.
En términos generales podría decirse que hay dos modos de asumir una creencia religiosa. El primero lo denominaré “doctrinario”, mientras que al segundo lo llamaré “experiencial”. Algo más, alguien quizás pueda objetar que hay mucha y no sólo dos maneras de creer. Frente a ello he de aclarar que aquí se trata de dos actitudes que considero lo suficientemente abarcadoras como para cubrir gran parte del espectro respecto a las creencias religiosas[5].

2.- Las creencias religiosas asumidas de modo doctrinario.

La primera forma de tener una creencia religiosa la he denominado “doctrinaria”, pero ello no significa que todo el que asuma un sistema doctrinario en su vida de fe está asumiendo sus creencias religiosas de manera doctrinaria. Esto último sucede cuando la persona o el grupo exige a todos los demás creyentes a relacionarse con los dogmas (o las verdades de fe) de la manera en la que ésta se relaciona, es decir, asumirlos de manera literal[6]. Un segundo elemento de la creencia doctrinariamente asumida consiste en que reduce y empobrece la identidad de los creyentes, es decir, genera una autoimagen reducida y empobrecida en la persona de los fieles. Finalmente, un tercer elemento de la creencia doctrinaria es el político, que conduce a los creyentes a movilizarse –motivado por líderes político-religiosos – contra sus enemigos internos a la comunidad de creyentes o a enemigos externos como son las otras comunidades religiosas.
La conjunción de estos elementos esconde potencialidades sumamente violentas frente a los correligionarios como frente a los no creyentes. Así la purgación de las creencias en la tristemente célebre lucha contra las herejías en el pasado del catolicismo y del protestantismo ha sido muestra de violencia contra los correligionarios. En tanto que la “guerra contra las otras religiones”, que incluso tener su centro en torno al término “terrorismo internacional” – ya sea luchando contra el “demonio occidental” que se presenta como “cruzado del siglo XXI”, o sea bajo la forma del “mal radical” que combatiremos con las fuerzas de Yavéh; esta guerra contra los otros (y en última instancia contra “el maligno”) representa un potencial sumamente peligroso[7]. De hecho hay algo de perverso en ello, aunque sea solamente el hecho de agredir e insultar a otro, o tomar las armas contra él por el hecho de que tiene otras creencias religiosas o en razón de que, compartiendo nuestras propias creencias, las asume de manera distinta[8].
Se suele llamar fundamentalista o integrista a quien se relaciona con los dogmas de un modo tan estrecho como para asumir una supuesta lectura literal de los mismos. Para éstas personas los dogmas tal cual ellos los interpretan definen por entero la fe en cuestión, de tal modo que quienes tengan interpretaciones distintas de éstos se encuentran profundamente en el error. El “error” consiste aquí no en que no crean en los dogmas, sino en que no lo hacen “correctamente”. De tal manera que si se quiere salvar el alma de aquél o salvar la religión de los herejes hay que enmendar la manera en que los “hermanos desviados por el mal” creen lo que nosotros creemos. De ahí a pensar que todo tipo de violencia se legitima frente a la “perdición” hay un paso muy corto. Lo doctrinario o fundamentalista aquí no consiste es adherirse a dogmas específicos ni creer que el otro está es el error, sino más bien tener la militante idea de que es nuestro deber enmendarle la plana al otro respecto a su manera de creer.
Pero esta adhesión estrecha a ciertas verdades de fe es posible porque uno interpreta su identidad de manera empobrecida. Comúnmente las personas articulan su identidad a través de una pluralidad de lealtades. Por ejemplo, una persona puede ser católico, peruano, limeño, literato, tener una determinada orientación política, ser hispano parlante, o muy bien podría tener doble nacionalidad y haber crecido en un hogar bilingüe y haberse identificado adicionalmente con una tercera lengua y cultura que adquirió en la escuela a la que asistió. De esta manera en las personas hay una pluralidad de focos que configura una identidad compleja. El fundamentalismo se origina cuando se oscurecen los focos identitarios para resaltar exclusivamente uno de los elementos que lo constituye. De esta manera, cuando la persona decide - o es inducida a- hacer valer sólo el hecho de que es católico, se produce en su vida un gran empobrecimiento y termina teniendo actitudes hostiles para con otros. Muchas veces sucede que en los conflictos sociales las personas sienten agredidas algunos de sus fuentes de identidad, que posteriormente pueden convertirse en la punta de lanza de las reivindicaciones, que muy bien podría oscurecer las otras fuentes de la identidad si las condiciones son propicias para ello[9].
Ahora bien, cuando las personas son inducidas o forzadas por las comunidades religiosas y sus líderes políticos a asumir ese empobrecimiento de su identidad se atenta contra su propia libertad. En cuestiones de libertades religiosas hay que tener en cuenta que una cosa es la libertad de los grupos a tener sus creencias religiosas y otra cosa es la libertad de las personas a asumir sus creencias de manera libre, por medio de coacciones internas o externas. La existencia de comunidades religiosas es un bien de nuestro mundo contemporáneo, pero no hay que olvidar que lo es en tanto que ellas expresan la libertad de creencia de las personas y no la sumisión de las mismas. No son, en ningún caso un bien en sí mismas[10].
En la páginas 215 y 216 de su texto (referido en el último pie) Sen expresa con claridad la crítica contra esta opción, que perfectamente podemos denominar “tradicionalismo” citando una observación que el emperador indio, Akbar realizó alrededor de 1590 respecto de la relación entre la razón libre y el tradicionalismo, en el marco de las reflexiones sobre la relación entre la fe y la razón. El emperador dice a su interlocutor y amigo Abul Fazl lo siguiente:

“La búsqueda de la razón y el rechazo del tradicionalismo son tan brillantemente obvios que están por encima de la necesidad de discutir. Si el tradicionalismo fuese apropiado los profetas simplemente habrían seguido a sus mayores (y no habrían traído nuevos mensajes)".


3.- Las creencias religiosas asumidas de modo experiencial.

El modo experiencial[11] de asumir una creencia religiosa se distingue del modo doctrinal como lo teórico de lo práctico. Mientras que lo doctrinal consiste en asumir ciertas “verdades de fe” de un modo especificado, lo experiencial consiste en vivir ciertos ideales prácticos que sobrepasan con creces las verdades definidas dogmáticamente. Podríamos decir que estos ideales prácticos constituyen el horizonte de fe en el que se insertan las “verdades de fe” dogmáticamente definidas. En este sentido creer de manera experiencial nos puede abrir a la tolerancia puesto que se entiende que en el trasfondo vital de nuestras creencias religiosas se encuentra la exigencia práctica de respetar a los otros aunque no compartan nuestras doctrinas. Esto de modo que podríamos considerar a las creencias de los fieles de otras religiones como creencias dignas de respeto y aprecio en vez de radicalmente erradas.
Se trata de una manera razonable de tener creencias religiosas porque se considera el derecho legítimo de los demás a tener sus propias creencias religiosas, e inclusive se ve la pluralidad como un valor del mundo contemporáneo, por ser expresión de las libertades. Al interior de las comunidades de fe el creyente experiencial respeta y valora la existencia de una pluralidad de formas de asumir las creencias religiosas. Incluso, el creyente doctrinal es respetado y valorado por el creyente vivencian, siempre que el primero sea respetuoso y no ejerza violencia contra otros. Respecto de las relaciones interreligiosas el creyente experiencial no sólo es respetuoso sino que valora la existencia de la pluralidad de creencias religiosas. En ningún momento muestra hostilidad frente a otros por el hecho de que tienen credos religiosos distintos al suyo.
Estas actitudes son posibles por varios motivos. De un lado el creyente experiencial da prioridad a la caridad antes que a los aspectos dogmáticos. Por otra parte, sucede que su identidad no ha sufrido el estrechamiento de definirse sólo como creyente, sino también como perteneciente a una o varias comunidades políticas, perteneciente a una o varias comunidades lingüísticas, tener tal orientación política, tener tal profesión o cual afición, etc. Ello no necesariamente arrincona su dimensión religiosa, sino que le permite matizarla y enriquecerla, lo que significa tener una vida más amplia y rica. Además, le es posible tener esa actitud respecto a la religión porque no se encuentra capturado por el miedo frente a los demás, a la pluralidad del mundo humano o al inminente castigo divino que, según el fundamentalismo, sobrevendría a quién no cree “correctamente”. Si bien pueden encontrar cosas que lo atemoricen, el temor no cierra su capacidad de reflexionar y de manejar los conflictos y desacuerdos propios de la convivencia social de manera razonable. La actitud fundamentalista, en cambio, se encuentra relacionada a la inseguridad y la ansiedad que muchas personas experimentan y que les obliga a refugiarse en formas de vivir y de creer tanto doctrinas religiosas como doctrinas laicas que le ofrecen una supuesta segundad y que, entre otras cosas, definen su identidad en contraposición a doctrinas opuestas. Esta manera de asumir las creencias se encuentra en sintonía con el últimamente tan ensalzado “conflicto entre civilizaciones”[12].

4.- La apertura a la tolerancia y al diálogo interreligioso.

Uno de los grandes humanistas del siglo XVI ha sido Sebastián Castellio, quien pensaba la libertad de conciencia en cuestiones religiosas como un don del Espíritu. Esta intuición lo condujo a considerar la tolerancia religiosa como un principio fundamental, de tal manera que se constituyó en el precedente de John Locke, el padre de la tolerancia de las sociedades democráticas modernas y contemporáneas. Castellio, en su controversia con el fundamentalismo de Jean Calvino asienta en las mismas Escrituras su principio de tolerancia para con quien cree de manera distinta – es decir, frente a todos aquellos a los que tanto la Inquisición católica como el fundamentalismo protestante de Calvino acusa de herejes y considera dignos de penas de muerte tortuosas y ejemplares -. Castellio afirmará lo siguiente:

Las verdades de la religión son por naturaleza misteriosas, y desde hace más de mil años constituyen la materia de una inagotable controversia, en la que la sangre no dejará de correr hasta que el amor no ilumine los espíritus y tenga la última palabra. Cualquiera que interprete la palabra de Dios, puede equivocarse y cometer errores, y con ello nuestro primer deber sería el de la tolerancia recíproca. Si todas las cuestiones fueran tan claras y evidentes como que sólo hay un Dios, todos los cristianos podrían tener fácilmente una misma opinión sobre todas esas cuestiones,....pero como todo está oscuro y confuso, los cristianos no deben juzgarse los unos a los otros. Y si somos más sabios que los paganos, seamos también mejores y más compasivos que ellos[13].

Puesto que la Verdad doctrinaria última es confusa y nadie puede estar seguro de tener la interpretación correcta, sólo queda la veracidad práctica que consiste en reconocer que no se tiene el dominio sobre la Verdad y tratar al otro compasivamente. Castellio lo subraya adecuadamente: si acaso somos mejores que los que no creen, ello no sería por que tenemos la doctrina correcta, o la única interpretación válida de las verdades de fe, sino en que somos compasivos, es decir, caritativos. Nuestra superioridad no sería teórica, sino práctica. Con ello se asienta el principio de la tolerancia desde Castellio hasta nuestros días. Y no se trata sólo de la tolerancia con los supuestos herejes – que no creen de la manera en que nosotros creemos -, sino también con los supuestos impíos – quienes no creen en aquello que nosotros creemos.
Esto tiene consecuencias directas tanto para las relaciones entre los fieles en las comunidades religiosas (es decir, las relaciones al interior de las comunidades de creyentes) como para el diálogo ecuménico y el diálogo interreligioso (las relaciones y el diálogo entre las religiones). Al interior de las comunidades de fe la tolerancia basada en la caridad supone el respeto de los diferentes modos de creer en las verdades de fe. En lo referente al diálogo ecuménico e interreligioso, el soporte del mismo no puede ser una verdad doctrinal, en el sentido de una ‘doctrina verdadera’ que el otro tendría que asumir necesariamente como la única correcta para iniciar realmente el encuentro. No es posible iniciar el diálogo a partir de esa exigencia, ya que el otro podría condicionar a su vez el diálogo a que asumamos su doctrina, y no la nuestra, como la verdadera. En vez de ello, el diálogo ha de cimentarse en la veracidad, es decir, en la disposición moral a ser honesto con el otro, y el deseo profundo de ser compasivo con nuestros interlocutores. Ello supone reemplazar las doctrinas por la práctica de la caridad como fundamento del diálogo, además de que en el encuentro entre versiones del cristianismo y entre religiones nos acercamos con la disposición moral que nos haga desear construir un mundo en el que se permita a cada cual creer en libertad.
La disposición moral hacia la veracidad y la pretensión de tener la verdad última como actitudes para insertarnos en el diálogo sobre nuestras creencias religiosas y los diversos modos de asumirlas traen consecuencias radicalmente opuestas. Ser veraz significa ofrecer una actitud sincera al otro. La persona veraz no tiene como objetivo acceder a y mantener una verdad de principio a fin en el diálogo. La veracidad no se opone al error (como sí sucede con la verdad), sino con la mentira. Si las cosas de Dios son misteriosas para todos, si la verdad última respecto a lo religioso nos es oculta, entonces aquél que afirme tener la Verdad que debe condicionar el encuentro estaría mintiendo. Su mentira consiste en afirmar tener certeza respecto de algo que es para todo humano incierto. Ello no es una falta epistémica sino moral, pues lo que se muestra con ello es intransparencia. La veracidad es la apertura al otro de modo que manifestamos abiertamente los límites de nuestras certezas para poder abrir espacio a las dudas.
Esta disposición moral no es algo ajeno a las aspiraciones de las grandes religiones, como el cristianismo, el Islam, el judaísmo y el budismo, entre otras. La primacía de la compasión y la caridad se encuentra en el corazón de estas confesiones y todos los creyentes razonables de estas religiones entienden que éste es el foco de acuerdo sobre el que se construye el diálogo interreligioso. Si bien la presencia del terrorismo internacional de rostro islámico ha generado la imagen en el mundo contemporáneo que los musulmanes son violentos, irracionales y fanáticos, ello no refleja el corazón del Islam expresado tanto en el Corán como en la tradición islámica, en el que se enfatizan los mensajes de paz y tolerancia. El terrorismo islámico son tan representativos del Islam como lo son la Inquisición y Hitler del cristianismo.

[1] El derecho a profesar creencias religiosas o a tener un tipo de vida que resulta extraña o extravagante al resto de la sociedad es tematizado por John Stuart Mil en Sobre la libertad, Madrid: Alianza Editorial, 1970. Véase especialmente el capítulo cuarto titulado De los límites de la autoridad de la sociedad sobre el individuo.
[2] Como es sabido, el surgimiento de las sociedades democráticas liberales ha significado la distinción de la esfera del poder y la esfera religiosa, de manera que se hace posible que los diferentes grupos religiosas puedan convivir en una sociedad donde el Estado no privilegia a ninguna doctrina religiosa particular. Ahora bien, no todas las sociedades democráticas contemporáneas han completado este proceso de separación. En muchas sociedades latinoamericana la Iglesia Católica mantiene aún una cuota importante de poder político que es una proyección de su función tutelar del pasado. Muestra de ello es la institución del Te Deun en las fiestas patrias peruanas o la fuerte capacidad de presión que mantiene la Iglesia Católica en algunos parlamentos latinoamericanos. Ello es muestra de que falta profundizar la consolidación de una sociedad democrática y liberal.
[3] Muestra de ello ha sido la persecución de los herejes tanto por la Inquisición católica como por la ortodoxia protestante, especialmente calvinista. La historia se encuentra plagada de transes de persecución y masacre de herejes. Uno de ellos, destacable por lo sanguinario, tuvo lugar durante el siglo XIII bajo el papado de Inocencio III. El Albi, al sur de Francia, se había fortalecido una versión cristianismo de había bebido del maniqueísmo anticlerical de los tantos que plagaron Europa desde los inicios del medioevo. Los albigenses no sólo estaban casi todos convertidos a dicha versión del cristianismo que se presentaba sumamente crítica al papado (al igual que los llamas fraticelli, que derivaban de los franciscanos), sino que la región, gracias al trabajo y esfuerzo de los habitantes de Albi, había prosperado notablemente. Durante la última campaña orquestada por Inocencio III, organizada en 1214, al encontrar el primer pueblo numeroso de la región los soldados preguntaron cómo distinguir a los herejes de quiénes no lo eran. A ello encontraron como respuesta: “Matadlos a todos, Dios sabrá lo suyo”. La masacre –y el saqueo- estaban justificada, pues Dios separará a los herejes de los fieles a la ortodoxia.
[4] Para el caso específico de las comunidades cristianas la distinción entre el qué (o en quién) creer y el cómo creer se presenta de este modo: en ellas las personas creen en Cristo (quién) y creen que Él es el Salvador (qué), pero tienen (o deberían tener) el derecho a elegir la manera ( el cómo) de creer en Cristo y de creer que Él es el Salvador.
Si bien la cuestión por el qué afecta directamente a lo doctrinario mientras que la cuestión referida al cómo se vincula con lo ritual, oracular y lo ético, no todo lo referente a lo doctrinal es agotado por el qué puesto que hay muchas maneras de interpretar y asumir un núcleo doctrinal. De hecho los núcleos doctrinales libres de toda interpretación no existen, sino que lo único con lo que contamos son doctrinas interpretadas. Las diferentes interpretaciones son diferentes modos de asumir los cuerpos doctrinarios.
[5] Gustavo Gutiérrez es su Teología de la liberación. Perspectivas utilizó los términos “ortodoxia” y “ortopraxis” -es decir, creencia (cor)recta y acción (cor)recta- de modo análogo, aunque tal vez no del todo, al mi uso de los términos “doctrinario” y “experiencial”. Sospecho que las etiquetas que estoy usando no son del todo traducibles a los términos de Gutiérrez puesto que detrás de la diferenciación que estoy introduciendo se encuentra la distinción kantiana entre razón pura y razón práctica de una manera que resulta problemático encontrar en la teología de la liberación. La distinción kantiana entre ambos tipos de racionalidades procura encarar el complicado problema filosófico de la relación entre la teoría y la práctica de una manera distinta a la forma en que Gutiérrez procura hacerlo. Escapa a los objetivos del presente artículo esclarecer las distinciones entre la argumentación kantiana que utilizo y la argumentación de Gutiérrez en lo que respecta a la distinción y articulación de teoría y práctica, aunque convendría aplicarse a este asunto en algún momento.
[6] En realidad, la literalidad de los textos o de los dogmas o de ciertas verdades nunca es real, sino que es construida o definida por líderes de los grupos en cuestión, quiénes señalan en qué sentido han de interpretarse tanto los textos, como los dogmas y las verdades de la fe. Cfr. ARENS, Eduardo; La Biblia sin mitos. Una introducción crítica, Lima: CEP, 2004. Véase allí especialmente el apéndice titulado El fundamentalismo.
[7] Respecto a la retórica estadounidense en su combate político-religioso contra el mal véase BERNSTEIN, Richard; El abuso del mal. La corrupción de la política y la religión desde el 11/9. Buenos Aires: Katz, 2006.
[8] La disputa que sostuvo Bartolomé de las Casas con Juan Ginés de Sepúlveda en el siglo XVI muestra aristas que lindan con los temas de la herejía y la impiedad. En la discusión teológica sobre el estatuto religioso de los indígenas americanos, se encuentran implicadas dos cosas diferentes. La primera, de orden teológico, es la referente a la salvación de los no bautizados. La segunda, de orden político y económico, refiere a la legitimidad de la conquista y a la autoridad de los encomenderos para enriquecerse con el trabajo de los aborígenes como si de sus esclavos se tratara. Esta segunda cuestión es sumamente importante en la discusión sobre el entonces reciente Derecho de Gentes, así como la reflexión en torno al acceso a la justicia) que se estaba gestando con Francisco de Victoria en la época. Pero la primera de estas cuestiones tiene que ver con la pregunta sobre cómo considerar a los originarios americanos, puesto que la revelación no les había sido comunicada: ¿eran herejes?, ¿paganos? ¿o habría que considerarlos de alguna otra forma?. Para explicase lo más importante en esta cuestión en un sentido existencial, se resolvió que gente no bautizada como ellos no irían al infierno ni al purgatorio –reservados a impíos y herejes- sino al limbo. El limbo se convirtió en el lugar – lejos de Dios- donde irían los no bautizados en general, y no sólo los no bautizados europeos. Recientemente el Papa Benedicto XVI ha declarado saludablemente que el limbo es una invención del imaginario popular sin sustento teológico. Sea como fuere, la creencia en el limbo generó mucho dolor en quienes perdieron a hijos antes de poder bautizarlos.
[9] Cf. MAALOUF, Amin; Identidades asesinas, Madrid: Alianza Editorial, 2002.
[10] Cf. SEN, Amartya; Identidad y violencia. La ilusión del destino, Buenos Aires: Katz, 2007.
[11] El retorno de lo religioso en nuestro mundo contemporáneo no sólo ha traído el antiguo modo más doctrinario de asumir las creencias religiosas, sino que también han significado el florecimiento del modo experiencial de asumirlas. De modo que lo religioso retorna no sólo como componente político y doctrinario en la escena mundial actual, sino como forma de vivir la esperanza que, en cierto modo, el fin de los grandes relatos revolucionarios había dejado deshabitada. Este retorno experiencial de lo religioso tiene algo de inédito, no por que antes no se haya propuesto asumir el cristianismo –u otra religión- en ese sentido. De hecho así lo propusieron Castellio, en el cristianismo protestante y ciertos intelectuales islámicos lo habían hecho, entre otros. Lo nuevo es que ahora la propuesta de asumir las religiones en sentido experiencial no es exclusividad de las élites intelectuales. Esto puede tener muchas causas, como la expansión de la educación y la mayor despliegue de las comunicaciones. Sea como sea han cada vez más personas que no están dispuestas a simplificar y empobrecer la riqueza de sus identidades plurales.
[12] Cf. HUNTINGTON; Samuel; El conflicto entre civilizaciones, próximo campo de batalla, Valencia: Pre-texto, 1986. Ciertamente, la perspectiva que Huntington y sus seguidores respecto de las condiciones de las nuevas relaciones globales son sesgadas y no reflejan la complejidad de los encuentros culturales y sociales en el mundo contemporáneo, como la cooperación, la asistencia, la interculturalidad, la migración, el sistema internacional de derechos humanos y el conjunto de garantías que son también apoyados por miembros de muchas de las civilizaciones que hoy en día supuestamente estarían en pie de lucha.
[13] Citado en ZWEIG, Stefan; Castellio contra Calvino. Conciencia contra violencia. Barcelona: Acantilado, 2001. Pp. 170-71.

martes, 18 de septiembre de 2007

Derechos Humanos y ciudadanía intercultural

Uno de los problemas que investigadores en derechos humanos, así como los promotores y defensores de los mismos -a quienes, siguiendo a Luis Bacigalupo, denominaré “los humanitarios”-, es el problema de la universalidad de tales derechos. Los adversarios de los humanitarios innumerables veces se han colgado del relativismo moral y del positivismo jurídico para boicotear las políticas que éstos promueven alrededor del globo. Tales adversarios no necesariamente realizan las denuncias a la teoría y las políticas de derechos humanos con el afán de esclarecer los conceptos dentro de la teoría jurídica o moral, sino que su afán se ha demostrado muchas veces como una herramienta en manos de gobiernos autoritarios que sólo tiene como objetivo mantenerse en el poder. Un caso claro de este uso político del relativismo moral en contra de una política de derechos humanos lo encontramos en la actividad del antiguo primer ministro de Singapur, Lee Kuan Yew. Como ya es conocido, meses antes de la Convención de Viena, en la cual se trataría el tema “derechos humanos y cultura”, un conjunto de intelectuales del Asia se reunieron en Singapur para promulgar una lista de derechos asiáticos con el único fin de restar fuerza política a lo veían venir con tal Convención[1].
Otro caso paradigmático del uso de la teoría del “pluralismo jurídico” de manera claramente tendenciosa la encontramos en un artículo que el ex canciller del gobierno de Alberto Fujimori, Fernando de Trazegnies entitulara “Estados nacionales y derechos humanos”. En él, el Profesor De Trazegnies sostiene que es derecho inalienable de los pueblos y culturas determinar los arreglos políticos y jurídicos que crean convenientes. Además, afirma el autor, que es necesario establecer una distinción entre los asuntos políticos y jurídicos, de una parte, y los asuntos morales, de otra[2]. Al conjugar ambas tesis el ex canciller termina afirmando algo cruel y demasiado conmovedor respecto a la relación derechos humanos y cultura: Por una parte, puesto que cada pueblo tiene el derecho de configurar a voluntad su propio régimen político y jurídico, la política en derechos humanos termina pecando de “imperialismo político” al pretender universalizar un sistema jurídico global –como el que de desprende de la creación y funcionamiento de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. De otro lado, reconoce que, como miembros de la cultura Occidental podemos sentir indignación frente a los casos de violaciones de derechos humanos, pero tal indignación no pasa de ser una reacción moral con la cual lo más que podemos hacer es ofrecer recomendaciones pedagógicas y nada más. De esta manera el autor pretende sustraer al sistema de derechos humanos de todo contenido normativo. La motivación claramente política del profesor De Trazegnies termina por desenmascararse completamente cuando, a cierta altura de su argumentación, donde aparecía la palabra “cultura” comienza a aparecer, sin justificación alguna, el término “Estado”, como si fuesen alegremente intercambiables[3].
Pero, más allá del uso descarado que algunos dictadores puedan hacer del relativismo cultural o del positivismo jurídico, existe un verdadero problema cuando tratamos de poner en relación los términos “derechos humanos” y “cultura”. Este problema atañe directamente tanto a la teoría como a las políticas de derechos humanos. Tanto el relativismo que se desprende del positivismo jurídico como el relativismo moral vulnera las pretensiones de universalidad de los derechos humanos como a las de las políticas de intervención humanitaria, de creación de cortes internacionales (como la Corte Penal Internacional) y demás.
Nos encontramos aquí con un problema que tiene tres aristas: la primera es de corte moral, que encuentra su origen en la necesidad de fundamentación de lo que se conoce como el punto de vista moral (pvm), es decir, de pretensiones morales universalistas que nacen de la distinción entre cuestiones de justicia, de una parte, y cuestiones referentes al bien y a las formas de vida particulares. La segunda arista es de corte jurídico y tiene en vistas la relación entre el pvm y la creación de la norma jurídica. Aquí el problema apunta a la consolidación de los criterios que pueden emanar del pvm para la derivación constitución de las normas del derecho. Finalmente, la tercera de las aristas es de carácter político y se dirige a la posibilidad de encarnar las normas jurídicas que se desprenden de la moral universalista en formas de vida concretas.
Esta última parte del problema puede causar la ilusión de que detrás de las políticas humanitarias lo que se encuentra no es otra cosa que una renovación del imperialismo burgués, pero tal ilusión queda desvanecida cuando se entiende la distinción entre lo justo y lo bueno que se encuentra a la base de la teoría de los defensores más lúcidos del pvm. La ilusión que se trata de cancelar es aquella que no distingue entre moral universal y forma de vida universal. La presente ponencia insistirá en que tal distinción no sólo es posible, sino que es punto de partida obligado para nuestras reflexiones en torno a la relación “derechos humanos” y “cultura”. Una moral universal apunta a términos referente a la justicia, mientras que la forma de vida apunta a términos referentes al bien, la vida buena y la identidad. Como veremos, una moral universal está lejos de abogar por una forma de vida que se intenta imponer a cualquier precio.

1) El relativismo moral

En esta oportunidad centraré mi intención en los problemas que se derivan del relativismo moral para con los derechos humanos. El relativismo moral tiene, clásicamente, dos versiones. La primera versión señala que cada sujeto tiene sus propias pautas de comportamiento y que no es moralmente legítimo inmiscuirse en la vida de los demás. Este fenómeno es muy extendido en aquellas sociedades modernas donde se ha producido una alta desintegración social. Dicha versión se conoce como subjetivismo moral, teoría que sostiene que la moral opera análogamente a los gustos, es decir no existe un criterio objetivo desde el cual indicar qué está bien y qué mal, qué es lo correcto y qué lo incorrecto.
La segunda versión sostiene que las pautas morales son una parte sustantiva de las culturas. En este sentido cada cultura tiene su propia moral y no existe ningún criterio universal desde el cual criticar prácticas específicas dentro de una cultura. Algunas veces esta doctrina viene acompañada de cierto funcionalismo cultural que afirma que todas las costumbres y prácticas dentro de una cultura cumplen un rol importante dentro de la regeneración de la cultura, de tal manera que es un “imperativo político” preservar las culturas intactas para que no se echen a perder. No es difícil ver que esta posición requiere de un “intérprete cultural inmanente” que posea la capacidad de discriminar entre prácticas socioculturales auténticas e inauténticas, es decir, que posea la genealidad suficiente para percibir la distinción una forma de vida cultural coordinada con las fuentes de la que no lo está. Si bien el filósofo social norteamericano Michael Walzer ha intentado rastrear en la figura de los profetas de Israel ciertas siluetas del intérprete inmanente, son políticos como el Sr. Lee y sus secuaces quienes se han abrogado el título de “intérpretes” en este sentido. Obviamente posturas como la de Charles Taylor muestran dosis de sensatez mayores al mostrar la conexión existente entre el hecho de tener una cultura de referencia con la identidad y la orientación moral de los individuos.
Esta segunda versión del relativismo moral es conocida comúnmente con el nombre de relativismo cultural y sostiene que cada cultura tiene sus propias pautas morales y cualquier crítica moral que se le haga desde fuera de la cultura es ilegítima. Tal doctrina puede resultar un hueso duro de roer para los humanitarios, puestos que sólo reconoce como válida la intervención de políticas de derechos humanos en culturas donde es evidente que tienen los valores morales “humanitarios”. Puesto que la diversidad cultural aún no ha sido extinguida del planeta y siendo que la tesis relativista asocia moral con costumbre y orientación hacia el bien, es relativamente fácil probar que sólo en ciertas partes (pocas, por cierto) de Occidente se tienen valores “humanitarios”. De esta manera, concluye el argumento relativista, aunque algunos países han ingresado al sistema jurídico internacional, que supone un relativo acuerdo en lo que a derechos humanos refiere, la política en derechos humanos representa una flagrante inmoralidad[4].
Es, sin embargo, necesario anotar que el relativismo cultural –y el relativismo en términos generales- termina siendo una postura imposible de sostener sin caer en contradicción. Tal postura supone que si las culturas A y B tienen sus propias conjunto de valores articulados en lenguajes morales particulares, éstos son incomparables entre sí, es decir, no tenemos poseemos de criterio alguno para indicar cuál es mejor. Esto supone el fenómeno conocido como inconmensurabilidad entre los lenguajes morales. Pero la posibilidad de distinguir entre los lenguajes morales A y B, y señalar inconmensurabilidad entre ellos, supone un tercer punto de vista –C- desde el cual vemos A y B como inconmensurables. El punto de vista C no es más que un tercer lenguaje moral desde el cual podemos traducir los términos de los lenguajes morales A y B y señalar el supuesto abismo que los separa. Si es posible hacer eso, la tesis de la inconmensurabilidad que subyace a la posición relativista, no muestra más que su incoherencia..

2) Los derechos humanos

Aún denunciada la falacia lógica que subyace al relativismo cultural, resulta ser un problema el hecho de que el fenómeno de los derechos humanos es el fruto de una cultura determinada. Tal fenómeno ha madurado a través de los siglos dentro de la cultura occidental. Desde la óptica relativista, los derechos humanos representan un conjunto de valores que se intentan imponer, por las buenas o por las malas, a otras culturas. A ello estarían abocadas las políticas humanitarias. En cierto modo los valores que inspiran el fenómeno de derechos humanos como la dignidad, la igualdad en dignidad, la libertad, la justicia y la paz, tal como occidente los entiende, son un producto cultural. La pretensión es que, siendo el producto de una determinada cultura éstos principios son capaces de desprenderse de su raíz cultural y adquirir alcance universal. Esta pretensión ha sido defendida hace poco por dos filósofos del derecho de importancia de la filosofía reciente: el estadounidense John Rawls y el alemán Jürgen Habermas. Vale la pena pasar revista a sus tesis.

a.- John Rawls : El derecho de gentes.

La tesis en torno a los derechos humanos ha sido trabajada por John Rawls primero en un artículo llamado “El derecho de gentes” y posteriormente explayada en un libro que tiene el mismo título. Tal tesis es como sigue: si bien es cierto los derechos humanos, tal como los conocemos, son el culmen del desarrollo jurídico llevado a cabo en el seno de las sociedades burguesas occidentales, representan un producto que puede ser tomado como “desgajable” de su enraizamiento cultural y “presentable” como un paradigma jurídico universal. De esta manera, aquello que es, en efecto, jurídica y moralmente válido para “nosotros” puede ser tomado como válido “para todos”. Tal traspase es posible gracias a la distancia que existe entre los términos del binomio “racional – razonable”. Una persona (o colectividad) es racional cuando es capaz de visualizar y llevar a cabo una estrategia que los conduzca a sus propias metas. Para ello requiere de un cálculo y un uso inteligente de los medios que lo conduzca a sus fines. Lo más resaltante aquí es que las metas y los fines son siempre privados y pueden ser obtenidos a costa de los intereses de otros. Lo propio de una persona razonable, en cambio, es la capacidad de sobreponerse por sobre sus intereses particulares para vislumbrar lo justo para todos, y no sólo para sí mismo o su grupo. Rawls entiende el binomio “racional – razonable” como una característica de los seres humanos que podemos universalizar sin problema, puesto que es un hecho antropológico que forma parte de la estructura psicológica propia a todo ser humano. No es propiedad de ninguna cosmovisión en particular. Es asunto de estructura empírica, no de metafísica.
En el contexto de la teoría jurídica de Rawls el binomio “racional – razonable” es utilizado en dos fases, referentes al derecho político y al derecho internacional respectivamente. En la primera el binomio hace posible trazar la línea que divide los asuntos domésticos de los asuntos políticos. Los asuntos domésticos se encuentran gobernados por la lógica de las doctrinas comprehensivas particulares, que tiene como meta lo bueno para el grupo (de acuerdo a lo que éstos consideren como tal). Los asuntos políticos, en cambio, responden a una lógica imparcial y universalista inspirada en el pvm. Ya no está orientado por la pregunta ¿qué es lo bueno para tal grupo?, sino por esta otra: ¿qué es lo justo para todos, sin excepción?. En este contexto, para que la justicia sea “irrestricta” debe ser planteada como imparcial. No se trata de lo justo desde el punto de vista de alguna doctrina comprehensiva (es decir, moral), sino de la justicia desde el punto de vista de la imparcialidad (justicia política)[5]. La justicia política se encuentra dirigida al diseño de las instituciones básicas de la sociedad y el Estado – como la Constitución y el poder judicial -, y es aquí donde los derechos individuales básicos (los derechos fundamentales) adquieren una primacía especial. De tal manera derechos como el de la propiedad privada, la libre conciencia, libertad de credo, derechos políticos como el de elegir a sus representantes en las cámaras son elementos que guían la constitución de las estructuras básicas del Estado. Lo propio de tales “derechos guía” es que responden a ciertos principios fundamentales: la libertad, la imparcialidad y el principio de compensación social (principio de diferencia).
El derecho internacional, por su parte, se encuentra articulado de manera análoga al derecho político. En este contexto los pueblos adquieren las características de ser tanto racionales como razonables. Al igual que en el derecho político, tal binomio posibilita distinguir cuestiones intestinas, referente a cada pueblo (el tipo de organización política que adopten) de cuestiones que tiene que ver directamente con la esfera pública internacional y su organización jurídica. De esta manera, los pueblos no se encuentran obligadas a constituirse en Repúblicas Liberales (pueden ser “jerarquías consultivas”), siempre que garanticen los derechos fundamentales de cada uno de sus ciudadanos. La protección de los derechos humanos, junto con la exigencia de ser pueblos no agresivos, se convierte en elementos que cobra primacía. De esta manera, dentro del orden internacional, “la comunidad de pueblos bien ordenados” tiene el derecho de intervenir en un pueblo determinado para mantener a raya gobiernos agresivos o que vulneran los derechos humanos de sus ciudadanos (por medio de políticas de intervención humanitaria).
Dentro de la teoría de Rawls, el estatuto de los derechos humanos pierde todo hálito metafísico. Aquí el problema de, si tales derechos son o no “culturalmente determinados” (que es el problema metafísico planteado por los relativistas culturales) deja la posta al problema de qué elementos o cláusulas pueden proveernos de instituciones estables para el orden internacional, problema, a todas luces, de corte posmetafísico. Tal problema es resuelto señalando que sólo será posible arribar a un orden estable colocando como principio guía el respeto de los derechos individuales que el sistema de derechos humanos consagra. El paradigma de “orden internacional estable” rival es el anterior a la paz de Wesfalia, que se consolida por medio del juego de fuerzas. De esta manera se entiende la ventaja que tiene consolidar el orden internacional en principios como los derechos humanos. Es necesario anotar que Rawls entiende por “derechos humanos” no el sistema de derechos humanos en su conjunto, sino aquellos derechos que garantizan las libertades fundamentales de los ciudadanos de los pueblos dentro del orden internacional estable y bien ordenado.
Es claro, entonces, que para Rawls el asunto respecto de los derechos humanos deja de ser la fundamentación para pasar a ser la legitimidad social. Tal legitimidad es alcanzada al percibir en los derechos humanos una clave superior a la presentada por la propuesta contraria para alcanzar un orden global estable. Lo que está en discusión, entonces, no la expansión de una visión del mundo particular, sino los principios que hagan posible la regulación de las normas y las relaciones dentro del derecho internacional.

b.- Habermas: los presupuestos comunicativos empíricamente validados

Jürgen Habermas presenta una teoría del derecho que trae consigo una comprensión genética de los derechos humanos. Él los entiende siempre dentro del marco de los derechos constitucionales, de tal manera que aquí los “derechos humanos” serán “derechos fundamentales”. Además explica tales derechos por medio de dos estrategias distintas: la primera es entenderlos como condición indispensable para la comunicación. La segunda estrategia será considerarlos “conquistas sociales” alcanzada en el seno de las sociedades liberales multiculturales.
De manera análoga a cómo Rawls distingue el aspecto racional del razonable dentro de la estructura psíquico-empírica del ser humano, Habermas opera la distinción entre acción estratégica y acción comunicativa. Dentro de la perspectiva habermasiana estratégicas son las acciones orientadas al éxito en la obtención de beneficios particulares, mientras que la aquellas orientadas al entendimiento mutuo son acciones comunicativas. Esto no quiere decir que la comunicación lingüística se encuentre restringida al segundo tipo de acciones. Las acciones del tipo estratégico también pueden ser realizadas por medio del lenguaje, pero aquí lo que importa no es la transmisión de algún tipo de información entre hablante y oyente. Los actos de habla que se encuentran a la base de las acciones estratégicas se encuentran dirigidas más bien a provocar en el oyente cierto tipo de reacción, de tal manera que lo propio del lenguaje se encuentra subsumida dentro de una actividad que no tiene como fin la comunicación, sino la influencia. Un ejemplo de tales actos de habla (llamados perlocutivos desde Austin y Searle) lo tenemos cuando el hablante dice “voy a renunciar a mi empleo” con el fin no de comunicar algo, sino de causar cierta reacción como puede ser intimidarlo o presionarlo. De esta manera, si bien en la acción estratégica entra en juego también el lenguaje, tales acciones no se centran en el lenguaje sino en la manipulación.
Las acciones comunicativas, por su parte, se centran exclusivamente en la transmisión de información entre hablante y oyente, sin presión ni manipulación. En este sentido se trata de acciones orientadas al entendimiento. Aquí el modelo se inspira en lo que Austin denomina acto de habla ilocutivo, donde ocurre que cuando el hablante dice “voy a renunciar a mi empleo” no tiene otra intensión que trasmitir dicha información. Si el oyente se impresiona o se llena de ira es otro problema. Lo importante es que aquí no hay intensión de manipular la comunicación[6].
Las acciones comunicativas tienen tres campos de acción. El primero es el campo cognitivo, en el que lo importante es la transmisión de información respecto del mundo objetivo (“el gato está durmiendo sobre el escritorio”). El segundo es el campo normativo donde lo que se trasmite son reglas, morales o jurídicas, para la acción (expresiones del tipo “debes”). El tercer ámbito es el expresivo donde la información tiene que ver con estados y procesos internos de los sujetos (“me siento estresado”), la crítica artística (“me parece una buena la película”) y expresiones valorativas (“valoro la vida hogareña”). Los tres tipos de acción comunicativa tienen pretensiones de validez distintas. Las comunicaciones cognitivas tienen su pretensión de validez en la comunicación de la verdad respecto a un estado de cosas determinado dentro del mundo. Las comunicaciones normativas adquieren en la rectitud de la regla de acción su pretensión de validez, mientras que las comunicaciones del tipo expresivo las tienen en la veracidad de las afirmaciones[7].
Para nuestros fines es necesario destacar las comunicaciones normativas, puesto que es por medio de ellas que se construye el sistema de normas (morales y jurídicas). Aquí es necesario distinguir dos niveles de la rectitud. El primero corresponde a la rectitud de las acciones (en el sentido de ser conforme a la norma moral o jurídica). El segundo es el nivel respecto de la norma misma (en el sentido de su validez respecto a principios). De esta manera, cuando Juan se pasa la luz roja su acción no es correcta (y es llamado a la corrección por el guardia de tránsito). Algo distinto ocurre respecto de normas en discusión. La bioética se encuentra plagada de tales debates. Por ejemplo, respecto a los problemas de la eutanasia y el aborto el problema no es si las acciones corresponden a las normas, sino en encontrar las normas correctas. En este segundo nivel lo que ocurre es que más de una norma tiene pretensiones de validez y la tarea es poder tener un criterio que posibilite la elección entre las normas rivales. Aquí las normas adquieren carácter hipotético (puesto que están en examen). Si el primer nivel corresponde a lo correcto y adecuado de acuerdo a las normas y valores de una forma de vida determinada –donde las costumbres y el derecho consuetudinario indican cómo se deben conducir los individuos -, el segundo nivel surge cuando las normas y valores de la forma de vida se han complicado, donde ya no hay tanta claridad respecto a lo correcto o a lo bueno. Este segundo nivel corresponde a los típicos casos de sociedades complejas como las contemporáneas donde entran en juego más de una pretensión de rectitud respecto de las normas y más de una pretensión de veracidad respecto a las valoraciones éticas y estéticas.
Complementariamente Habermas presenta una distinción entre el bien y lo justo. El bien corresponde a comunicaciones de tipo expresivo, mientras que lo justo tiene que ver con las normas. Los discursos respecto del bien tienen relación directa con formas de vida culturalmente constituidas (la vida buena y sus valores), mientras que aquellos respecto de la justicia tiene pretensiones universales que suponen cierto nivel de abstracción respecto de las formas de vida concretas. Repetidas veces ha sido malinterpretado dicho nivel de abstracción. Las acusaciones imputan erróneamente a tales discursos el producir normas de acción generales que no se encuentren enraizadas en ninguna cultura y que, sin embargo, obligue a los individuos de manera universal e incondicionada sin tener en cuenta los contextos culturales. Hay un error de base en esta acusación: los discursos respecto de la justicia no se encuentran dirigidos a producir normas para la moral o el derecho, sino que se dirigen a la evaluación de normas concretas que entran en conflicto unas con otras dentro de una sociedad compleja. De esta manera, las normas de las que se trata aquí son siempre enraizadas. El problema, más bien, se encuentra en los criterios de evaluación, es decir, los principios.
Habermas visualiza claramente la estructura de las sociedades modernas en el esquema tripartito: mercado, sociedad civil y estado. Mientras que el poder económico se encuentra dentro y domina la esfera del mercado, el poder comunicativo es aquél que determina las relaciones al interior de la sociedad civil. El poder económico responde a la racionalidad estratégica (haciendo uso de métodos de influencia) en vistas del interés particular, en cambio el poder comunicativo proyecta la consolidación de una agenda pública donde se debaten abiertamente las necesidades y expectativas de las partes además de asuntos referentes al bien compartido. Es aquí donde se organiza un debate en torno a temas de interés público, debate en el que los medios de comunicación tiene una tarea importante.
La sociedad civil, además, institucionaliza ciertos instrumentos que posibilitan la articulación del debate y que haga posible concretar resultados en vistas al bien común. De esta manera se generan las instituciones propias del Estado, el cual se convierte en un poder administrativo. Pero, puesto que las sociedades contemporáneas son multiculturales el Estado no puede conformarse con ser simplemente un apéndice surgido del debate dentro de la sociedad civil poseedora de una única comprensión ética uniforme, sino que su perspectiva debe alcanzar pretensiones de representar una sociedad civil plural donde coexisten y se relacionan varias comprensiones éticas, es decir, debe tener pretensiones de universalidad. Las sociedades civiles contemporáneas se encuentran conformadas por un conjunto de agrupaciones que tienen comprensiones éticas particulares. No es el caso que el Estado represente en el ámbito administrativo una comprensión ética particular, sino que es necesario que éste tenga pretensiones de mediador entre diferentes colectividades ético-culturales. De esta manera, en una sociedad contemporánea conformada por colectividades ashánincas, quechuas, aymaras e hispanohablantes, es necesario que las instituciones del Estado no se vean comprometidas éticamente con ninguno de los grupos en cuestión, puesto que de estarlo terminaría discriminando a los demás. De esta manera Habermas opera una distinción entre discursos éticos (referentes al bien desde la perspectiva cultural de algún grupo miembro de la sociedad civil) de los discursos morales (referentes a la justicia) que tiene pretensiones universales. Como se puede percibir claramente, los discursos morales son propios de la esfera Estatal, gracias a los cuales Estado se encuentra en condiciones de mediar correctamente (de manera imparcial) entre pretensiones ético-culturales rivales.
Tales discursos morales van a dar a luz las pautas normativas del derecho. El problema central es cómo se constituyen los discursos morales referentes a la justicia. Esto es dentro de un debate que tiene ciertas características particulares: en primer lugar, los participantes deben estar en la disposición de escuchar y tomar en cuenta las pretensiones discursivas de los demás; de otro lado, nadie puede imponer su punto de vista por medio de la fuerza. Además todos deben expresar sus puntos de vista por medio de argumentos. Pero una condición fundamental para el debate es considerar a los miembros del debate como sujetos de derechos individuales, de modo que esté prohibido discriminar a nadie por sus opiniones o su ascendencia cultural. De esta manera la exigencia de considerar los derechos de los involucrados se convierte en una condición sine qua non es posible el debate en torno a la justicia. Esto garantiza las pretensiones universalista del discurso moral. Tal debate no supone ninguna instancia extraempírica, sino que el espacio propio de éste son las comunidades jurídicas concretas –el propio mundo de la vida-, de modo que los miembros aportan expectativas respecto a la justicia que se encuentran en el seno de las sociedades civiles multiculturales, teniendo en cuenta las especifidades del “coctél multicultural” concreto. Para que esto sea posible debemos atribuir de hecho derechos fundamentales a todos los integrantes del debate.
Como hemos visto arriba, el planteamiento habermasiano desplaza el problema, de las normas a los principios. El problema no es construir normas del derecho o de la moral, sino hacerse de principios de evaluación. “Hacerse de principios” es adquirir un punto de vista moral. Para ello Habermas recurre a la antropología filosófica y trae a colación la distinción acción estratégica – acción comunicativa. Las acciones orientadas al entendimiento van a hacer posible la construcción del punto de vista moral, porque nos dotan de la imparcialidad necesaria para resolver las situaciones conflictivas que se habían generado entre las normas. El marco en el que la situación conflictiva se resuelve es un debate en el que se presentan y examinan las pretensiones rivales. Para que tal debate conduzca a una solución satisfactoria del conflicto (desde el punto de vista de todos los implicados) los participantes deben someterse a las exigencias de las situaciones discursivas antes señaladas


3) Utopía realista y formas de vida.

Si bien el punto de vista moral no nos conduce a una forma de vida universal, las formas de vida concretas plantean un problema serio al momento de evaluar las posibilidades de llevar a cabo aquello que desde la filosofía política se está predicando. Ya Kant, a su tiempo, tuvo que enfrentar el problema de la viabilidad práctica del planteamiento que el teórico político propone. Por ello escribió un ensayo que tituló Acerca del refrán: “lo que es cierto en teoría, para nada sirve en la práctica”.
En aquél ensayo Kant discute expresiones populares como “lo que se puede oír con agrado en la teoría carece de toda validez para lo práctico.” O aquella reformulación de lo mismo bajo el fraseo de “esta o aquella proposición rige in thesis, pero no in hypothesi”[8]. Aquello que Kant analiza en la primera parte de su trabajo no es algo restringido a la filosofía política o moral, sino al conocimiento en general, aquella presunción del hombre “práctico” de poder valerse por sí mismo sin el apoyo de la “teoría”. Por supuesto, en el contexto la teoría puede ser aquella de actividades prácticas como el de la medicina o el derecho. Ambas actividades prácticas requieren, como lo hace notar claramente Kant, de un corpus teórico que oriente su actividad. Ni el médico ni el abogado – y aquí el educador no es una excepción - pueden arreglárselas, para su actividad, sin un conjunto sistemático de conocimientos. No es necesario subrayar que esto, válido para las actividades y ciencias prácticas, se aplica también a saberes teóricos como la matemática o la metafísica.
¿A que viene que tengamos a menudo la impresión de que cuerpos teóricos son inútiles para la práctica? Aquella distancia entre teoría y práctica puede tener su origen en dos fenómenos: 1) En el hecho de que la teoría se muestra insuficiente para explicar los fenómenos. En este caso, lo que hace falta no es desembarazarse de la teoría, sino aumentar más teoría aún, puesto que lo que falta es tener el conjunto de reglas generales que hagan inteligible la experiencia. 2) También puede ocurrir que se tenga un corpus teórico suficiente y suceda que la persona carece de la capacidad de juzgar cuando el caso se subsume a la regla general que la teoría le ofrece. Ello no se debe a carencia de parte de la teoría, sino de falta de criterio de parte del intérprete de la realidad.
Aquello que Kant está indicando es que interpretamos la realidad siempre desde marcos conceptuales y cuando el marco no nos ayuda en la interpretación puede ser o por que el marco es inadecuado, o el interprete carece de juicio. En nuestro asunto lo que buscamos es el marco conceptual adecuado para entender el problema entre los derechos humanos y el fenómeno del multiculturalismo. En el ensayo que he comentado en esta sección, Kant sugiere que para asuntos de filosofía práctica (moral y derecho) el marco adecuado es aquél que tiene como concepto central en concepto del deber. Es decir, aquél que distingue cuestiones de justicia de cuestiones referente a la vida buena.
Rawls y Habermas comparten la opinión de Kant en este sentido y parece razonable que para el problema de conflictos entre reglas de acción rivales (por ejemplo, si el Estado debe o no otorgar reconocimiento jurídico a matrimonios homosexuales) un marco conceptual que nos remita a las eticidades existentes en culturas tradicionales no va a ser el adecuado. En tales casos de conflictos entre reglas de acción el marco necesita incorporar un criterio de evaluación que incorpore la categoría de lo justo, además de procedimientos adecuados para realizar justicia. La distinción “racional – razonable”, que apunta a acciones dirigidas al entendimiento mutuo más que a actividades de estrategias sagaces puede proporcionarnos de un marco conceptual adecuado para enfrentar los conflictos. Tal marco consagra, en los planteamientos contemporáneos que hemos expuesto, un conjunto de derechos individuales universalizables, que es una versión “compacta” de los derechos humanos.
Permanece ante nuestra mirada la relación entre el punto de vista moral y aquello que Habermas, recogiendo una expresión husserliana, denomina mundo de la vida. El mundo de la vida es el trasfondo vital que acompaña todas nuestras relaciones intersubjetivas, de tal manera que también acompaña toda pretensión de normatividad de la vida sociocultural. Tal como Habermas señala, con el arribo de la modernidad aquél trasfondo vital que es el mundo de la vida acusa una transformación inédita; se trata de su ingreso a un proceso de racionalización y de complejización. Tal proceso arroja como resultado de que ahora habitan en su seno un conjunto de colectividades que poseen cada cual una propia comprensión etico-cultural. Además ocurre, como fruto de la racionalización de la vida dentro de la modernidad, que las demandas y pretensiones de justicia abandonan en campo de la referencia metafísico-religiosa, propios de los mundos culturales tradicionales, para ingresas a las exigencias de los discursos racionales.
Sin embargo, a pesar del proceso de racionalización señalado, la relación entre el pvm y el mundo de la vida es ciertamente problemática. Lo que se está exigiendo es la encarnación de los procedimientos de justicia imparcial en las sociedades contemporáneas. Tal encarnación es efectivamente posible, pero no es automática. Requiere de la intención de los participantes en el discurso y en los debates en torno a la justicia de regirse conforma aciones comunicativas y razonables, y de marginar las acciones estratégicas de la vida política.
Para graficar aquella situación en que nos coloca la racionalidad deóntica que gobierna este tipo de teorías en torno a la filosofía práctica, Rawls nos ofrece la figura de lo que denomina Utopía Realizable. Dicho concepto señala al hecho de que es humanamente posible que las relaciones políticas se articulen bajo la guía del pvm, pero depende de la voluntad de los interesados. En El derecho de gentes señala que “La filosofía política es utópica de manera realista cuando despliega lo que ordinariamente pensamos sobre los límites de la posibilidad política práctica”[9]. Siguiendo los pasos del Rousseau del Contrato Social, la utopía realista presenta toma en consideración tanto “los hombres tal como son” (con una determinada naturaleza moral y psicológica) como “las leyes como pueden ser”. Es realista porque se apoya en las leyes de la naturaleza, tomando a las personas tal como son y a las leyes constitucionales y civiles tal como deben ser para lograr una correcta estabilidad social. Es utópica puesto que emplea ideales, principios y conceptos políticos y morales que apuntan a una sociedad y a una comunidad internacional razonable y justa. Tales ideales enumeran y priorizan derechos y libertades fundamentales, entre los cuales ocupan un lugar importante los derechos humanos.[10]
Pero hay un problema que tales teorías no pueden resolver. La filosofía moral exige que los implicados sean razonables y abandonen pretensiones estratégicas. Pero el mundo de la vida sobre el cual tales concepciones deónticas intentan imperar presenta una historia de dominación, marginación y pobreza tal que hace difícil llevar a cabo cierto tipo de exigencias. El caso es que tales exigencias carecen de la “autoridad moral” suficiente para pedir a minorías y a mayorías que han sido discriminadas y humilladas durante siglos para pedirles que contengan toda su ira y violencia y sean “razonables”. Las teorías deónticas si bien nos ofrecen un marco conceptual adecuado, carecen de herramientas para la constitución de sujetos “razonables”. Tal constitución supone un conjunto de condiciones previas que pasan por la cicatrización de heridas y el procesamiento de resentimientos planamente justificados. La deóntica supone de entrada aquello que Habermas denomina “interlocutores ideales”, paro tales participantes requieren preparación, y la deóntica no da herramientas para ello. Es necesario conjugar una terapéutica sociocultural a las reflexiones filosóficas.
¿Compete a la filosofía articular tal terapéutica? Creo que no, ese es trabajo de la psicología social, la sociología y el psicoanálisis, además de ser competencia de los políticos por medio de múltiples mecanismos. Un ejemplo de tales procedimientos terapéuticos se pueden encontrar en el trabajo de las Comisiones de la Verdad a lo largo del planeta. Mal que bien el trabajo desarrollado por tales comisiones significa el procesamiento de las huellas que la marginación, la pobreza y otros tipos de violencia social han dejado en las sociedades. Lo que compete a la filosofía es apuntar ciertamente a los ideales, pero a la ver subrayar la necesidad de que tales condiciones ideales deben ser construidas con el concurso de los demás interlocutores de la sociedad civil y científica.

[1] La conocida tesis Lee aboga por que el endurecimiento de los regímenes políticos –a través de la restricción de derechos y libertades políticas y civiles- conduce al desarrollo y fortalecimiento de los sistemas económico, tesis que -como lo muestran los trabajos de Amartya Sen –es a todas luces falso. Además Lee sostiene la tesis según la cual la región asiática comparte un sistemas de valores homogéneo. Esta segunda tesis es también falsa ya que supone que las motivaciones morales últimas de las acciones de Gandhi eran las mismas que aquellas que motivaron las políticas autoritarias de los gobiernos de Singapur o Tailandia.
[2] Es necesario señalar que la distinción moral – derecho es un fenómeno típicamente occidental moderno. Si se quiere criticar frutos del desarrollo jurídico burgués, como el sistema de derechos humanos, en apoyo de la tesis de que los otros pueblos tiene derecho a su propia forma de vida, resulta contradictorio utilizar la distinción moderna entre derecho y moral para tal fin.
[3] Otro ejemplo de defensa de teorías antiderechos humanos con sospechosos visos políticos lo podemos encontrar en el artículo de Francisco Tudela (2000) publicado por el Congreso de la República del Perú, cuando aún tal organismo estatal se encontraba en manos de la bancada fujimorista. La tesis de Tudela , de confesa filiación reaccionaria, apunta a tildar a los derechos humanos de herramienta ideológica creada por las democracias burguesas occidentales con el fin de combatir a los países del bloque comunista. Obviamente, mientras se presenten como armas contra el comunismo los derechos humanos podían ser vistos con buenos ojos por los pensadores reaccionarios. Pero una vez vencido el enemigo –continúa la tesis de Tudela-, estas armas, los derechos humanos, sufren un proceso análogo a lo que ocurrió con las ojivas nucleares de la ex Unión Soviética. Tales armas quedan a disposición de una suerte de piratas y mercenarios que no son otra cosa que las ONG defensoras de derechos humanos quienes las usan ya no para una causa santa sino para una demoníaca, a saber, el debilitamiento de la soberanía de los Estados nacionales. Tales piratas y mercenarios que son las ONG pretenden ser representantes de la ciudadanía cuando en realidad –al parecer de Tudela- no representan más que a los intereses privados, puesto que los verdaderos representantes de la ciudadanía son aquellos “democráticamente elegidos” y que ocupan los puestos de administración pública en el Estado (obviamente, no necesito comentar la trampa que hay en este argumento, pues es obvia). Finalmente, el también ex funcionario del dudoso gobierno de Fujimori presenta una retrospectiva histórica de los movimientos político-jurídicos que desde inicios de la modernidad apuntarían, según él, a acentuar la tendencia lúcida hacia el fortalecimiento de las soberanías estatales en el derecho internacional. Tal retrospectiva se muestra completamente tendenciosa cuando no menciona en pasaje alguno momentos importantísimos del siglo XX como la conformación de las Naciones Unidas y la incorporación de los derechos humanos en el derecho internacional. De esta manera, la retrospectiva histórica que desde el pensamiento reaccionario se ofrece no presenta más que una reacción contra la retrospectiva histórica misma.
[4] Un ejemplo de tal tipo de incorporación “no santa” al sistema de derechos humanos es observable en las discusiones llevadas a cabo en el parlamento turco. Como se sabe, Turquía está tramitando su ingreso a la Comunidad Europea, trámite que exige se revise aspectos de la Constitución turca que no empatizan con el espíritu de los valores humanitarios. Así, hacia mediados del 2002 de ha podido presenciar debates en torno a la eliminación de la pena de muerte. Obviamente, aquí es difícil percibir de qué parte está la acción “no santa”.
[5] Debemos señalar que dentro del vocabulario de Rawls el término “moral” apunta a las doctinas comprensivas particulares, es decir, hace referencia a cuestiones de vida buena. Aquí el pvm se encuentra representado por el término “política”, puesto que hace referencia a cuestiones de justicia, entendiendo ésta como imparcialidad. Habermas, a su vez reservará el término “ética” para orientaciones hacia la vida buena, mientras que usará el término “moral” para orientaciones hacia una justicia de validez universal. Queda claro que si bien Rawls y Habermas se encuentran ambos bajo el paraguas del pvm utilizan el término “moral” de manera distnta.
[6] Siguiendo a Austin y Searle, Habermas distingue , además, entre actos de habla locutivos de los ilocutivos Señalando que la filosofía del lenguaje en sus inicios (el primer Wittgenstein y parte del segundo) había intentado salir del paradigma de la conciencia apelando al giro lingüístico, dicho giro termina siendo un paso incompleto si es que se centra en el aspecto semático del lenguaje, tomandolo sólo desde el ángulo proposicional (donde el lenguaje es entendido como un conjunto de proposiciones). Este centramiento en el aspecto locutivo hizo que la filosofía del lenguaje temprana perdiera de vista el aspecto prágmático que la carga ilocutiva señala. Desde Austin y Searle es posible encontrar que al momento en que el hablante emite una proposición está, al mismo tiempo realizando una acción. Por ejemplo cuando Juan dice “el gato está sobre el escritorio”, está diciendo, al mismo tiempo añadiendo una carga ilocutiva, de manera tal que lo que lo que dice realmente es una expresión del tipo de “sostengo que el gato está sobre el escritorio” o “deseo que el gato esté sobre el escritorio”. De este modo, expresiones del tipo “sostengo que...”, “deseo que...”, “prometo que...”, que apuntan a la carga ilocutiva del acto de habla son de importancia suprema al momento de visualizar el criterio de validez de una expresión.
[7] De acuerdo con Habermas los tres topos de pretensión de validez son susceptibles de contestación, inclusive aquella respecto a la veracidad, bajo la forma de “no puedo creer que digas en serio que la película te pareció buena”.
[8] KANT, Immanuel; Filosofía de la historia. Ed. Nova, Buenos Aires. 1964. P 138.
[9] RAWLS, John; El derecho de gentes. Ed. Paidós, Barcelona, 2001. P. 15
[10] Íbid, Pp. 24-26.

La conexión interna entre los derechos fundamentales y el sistema democrático (un enfoque filosófico desde las perspectivas de Habermas y Rawls).

Al interior de la cultura política contemporánea, aquello que garantiza que el sistema democrático no devenga lo que tanto el fascismo como el comunismo stalinista denominaban la “dictadura de la mayoría” es un conjunto de dispositivos jurídicos que bajo la forma de derechos fundamentales resguardan lo característico de las democracias constitucionales: los derechos y las libertades básicas de cada ciudadano. Lo que distingue este tipo de democracia de otros formas colectiva de ejercicio del poder político es que bajo la forma constitucional no es posible que las mayorías reduzcan a cero a las minorías políticas, religiosas, étnicas, culturales o sociales.
En otras formas de democracias, como las acuñadas bajo el sello del beneficio o la utilidad social, es posible la figura que fascistas y comunistas señalaban de manera retórica. Dichas formas de sistema democrático-utilitario podrían generar sistemas políticos en los que se recortan los derechos fundamentales o de una(s) facción(es) de la ciudadanía, o de la ciudadanía en su conjunto. Gracias a tales recortes es posible que tales sistemas apoyen, por ejemplo, la suspensión de derechos sociales básicos de un grupo o grupos determinados en vistas de que la mayoría considera que tal medida es necesaria alcanzar el desarrollo económico, o que la ciudadanía como un todo acuerde renunciar a ciertos derechos y libertades políticas fundamentales en vistas de la seguridad.
Gracias a la implementación de ciertos derechos básicos bajo la fórmula de derechos fundamentales es posible, entonces, generar una figura propia de las democracias constitucionales, aquella que hace posible la formulación de la siguiente pregunta retórica: “Si todos estamos de acuerdo (o si la mayoría lo está), ¿cómo es posible que no podamos implementar esta reforma en nuestro sistema legal?” (donde “esta reforma” significa un recorte de derechos y libertades básicas). Así, los derechos fundamentales representan aquellos derechos y libertades que no son objeto de comercio político entre las partes. Tales derechos no son pactables, sino que son las condiciones posibilitantes de los acuerdos políticos y legislativos.
Esto, que forma parte de las intuiciones políticas fundamentales dentro de la cultura democrática contemporánea, requiere justificación. Si bien en una cultura postmetafísica se han perdido los referentes que nos permitan señalar la verdad o falsedad de los sistemas morales y jurídicos, es sin embargo posible ofrecer justificaciones adecuadas. Así, es posible reemplazar las exigencias de verdad política, jurídica o moral por las exigencias de validez de los sistemas normativos. Ente reemplazo supone, de entrada, que existen márgenes claros que hacen posible posible la exclusión de sistemas normativos no válidos. De manera que allí donde no todo vale es posible encontrar criterios que regulen la admisión de los sistemas jurídicos válido, criterios tales como la coherencia interna del sistema y la articulación con la tradición jurídica y política del occidente moderno. La pregunta que a la que el siguiente texto intenta dar respuesta se formula, entonces, en estos términos: “¿es válido el sistema democrático constitucional, aquel que incorpora un paquete de derechos fundametales sustraído a toda transacción política?”.
En este punto se ha producido una división del trabajo entre las disciplinas: corresponde a las disciplinas jurídicas (a las diferentes áreas del derecho) la producción y la aplicación de las leyes jurídicas, mientras que compete a la filosofía del derecho la validación y justificación de los principios gracias a los cuáles se generan y aplican las leyes. De manera que la discusión en la que vamos a ingresar corresponde a la filosofía del derecho, pues nos preguntaremos por los principios a partir de los que se generan las leyes jurídicas en los sistemas democráticos constitucionales y sobre la validez (y justificación) de tales principios.
En nuestra investigación recurriremos a dos poderosas teorías filosóficas acerca del derecho, la teoría de la democracia deliberativa del alemán Jürgen Habermas y la teoría de la justicia como imparcialidad del estadounidense John Rawls. Tanto Habermas como Rawls presentan teorías del derecho cortadas bajo la forma de la democracia constitucional. Investigaremos cómo ambos filósofos justifican el recurso a los derechos fundamentales con la siguiente estrategia: comenzaremos ubicando el lugar que ocupan y el papel que desempeñan los derechos fundamentales al interior de los sistemas democráticos (1), para luego presentar el modo en que Habermas y Rawls justifican tales derechos (2). Seguidamente introduciremos algunas aclaraciones sobre la matriz que comparten Habermas y Rawls, y que denomino el punto de vista moral (3), para finalizar con algunas conclusiones (4).
Antes de abordar la discusión es necesario puntualizar la relación que existe entre los derechos fundamentales con los derechos humanos, con el fin de evitar equívocos al respecto. Ambos conjuntos de derechos pueden, en ciertas versiones, calzar uno con otro[1]. Sin embargo es importante no perder de vista en ningún momento que mientras el conjunto de los derechos fundamentales se inscribe al interior de las constituciones políticas de los Estados, los derechos humanos se insertan en el derecho internacional público ya sea como aspiraciones - como en el caso de la Declaración Universal de 1948 - o como figuras vinculantes entre Estados al interior de la comunidad internacional –como los pactos y convenios en derechos humanos[2]. Pero la relación más directa entre ambos paquetes de derechos se produce cuando los Estados recogen las aspiraciones encarnadas en los derechos humanos y las integran a sus constituciones bajo la modalidad de derechos fundamentales.



1) La posición de los derechos fundamentales al interior del sistema democrático constitucional.

Como vimos arriba, los derechos fundamentales cumplen la función de resguardar los derechos y las libertades básicas de los ciudadanos al interior de los Estados democráticos contemporáneos. Operan, entonces, a modo de dominios y parapetos con los cuales cuentan los ciudadanos contra las arremetidas que pueden provenir del frente del sistema administrativo (o poder administrativo) del Estado o del sistema del mercado (o poder del dinero y el capital articulado en el sistema de mercado libre). Ambos sistemas, a través de la dinámica que les es inherente, constituyen constantes amenazas contra los derechos de los ciudadanos y las libertades que tales derechos protegen.
Ha sido una característica de la tradición política liberal el velar por tales derechos básicos de los ciudadanos. Primero, bajo la forma de dominios o defensas contra las arremetidas del Estado, y posteriormente incluyendo los resguardos contra la intromisión del poder del dinero en la autonomía privada y pública de los ciudadanos. Así, podríamos decir, extrayendo la terminología de la teoría de los derechos humanos, se abren dos grandes generaciones de derechos fundamentales, los derechos civiles y políticos (D.C.P.) y los derechos económicos, sociales y culturales (D.E.S.C.). Los primeros de estos derechos protegen la libertad y la autonomía de los ciudadanos contra el Estado, mientras que los segundos complementan dicha protección otorgando defensas a los ciudadanos contra las arremetidas del sistema económico.
Sin embargo, a inicios de la tradición liberal, hacia el siglo XVII, los dispositivos legales en contra del uso tiránico del poder, incorporados en los paquetes de derechos como derechos políticos y civiles tenían como función secundaria garantizar el libre juego de ciudadanos propietarios en el sistema de mercado. El sistema democrático en este primer modelo se articula sobre la distinción del cuerpo social en dos esferas. De una parte se encuentra el Estado, capaz de imponer las leyes del derecho por medio del poder coercitivo que le brinda el monopolio de la violencia; del otro, la sociedad civil donde se articulan a penas el sistema económico y el conjunto de asociaciones libres y profesionales.
Es necesario señalar que, fruto del descrédito que sufrieron las instituciones tradicionales, como la religión o las monarquías premodernas, el sistema de normas que constituyen el derecho necesitó de una ficción racional para justificarse. Tales instituciones entran en crisis gracias al proceso de secularización y racionalización de la vida que se consolidó desde el siglo XVII en la cultura de Occidente. Dicho proceso de racionalización de la vida social es lo que desde Weber se conviene en denotar como desencantamiento del mundo de la vida.
El artificio que requirió, desde entonces, el derecho para encontrar su justificación fue la idea de contrato, gracias al cual la sociedad abandona el estado de naturaleza en el que se encontraba, y en el cual los individuos tenían libertades y derechos de modo provisional y bajo constantes amenazas; abandona tal estado de guerra de todos contra todos, para ingresar en un estado civil gracias a que los individuos renuncian a sus libertades ilimitadas (pero siempre inseguras) para adquirir un paquete de libertades limitadas para todos los individuos garantizadas por el hecho de que el Estado tiene el monopolio de la fuerza.
Aquí surge la idea fundamental del derecho moderno: éste se constituye como un sistema de derechos que garantiza un paquete de libertades iguales para todos. Tal derecho se concibe como derecho positivo que alcanza lo que Habermas llama facticidad[3] gracias al poder coactivo que le viene desde el Estado. El Estado, como monopolizador de la fuerza, impone, por así decir, sobre el cuerpo social el derecho universal e igualitario que se da bajo la forma de derecho positivo. Este derecho universal e igualitario se encuentra desligado de toda imagen metafísica o religiosa que podría provenir de un mundo aún encantado, como lo hace el derecho convencional. Muy por el contrario, como fruto de un mundo de vida que ha sufrido el proceso de racionalización que la modernización de la sociedad significó, el derecho adquiere la forma postconvencional propia de una cultura moderna postmetafísica.
La ficción del contrato permitió a la modernidad temprana articular el derecho a la medida del sistema económico. El sistema del derecho defendería a los ciudadanos de la intromisión del poder estatal. Los derechos del hombre y del ciudadano, como la libertad de propiedad, de conciencia, la libertad de contratación y el libre desplazamiento por el territorio nacional presentarían las condiciones indispensables para la consolidación del sistema de mercado. De modo que los derechos fundamentales se organizaron en función de proteger las libertades y propiedades de la ya potente burguesía dentro del Estado democrático burgués.
Las luchas por el reconocimiento de derechos que se desarrollaron a lo largo del siglo XIX y XX introdujeron dentro del paquete de derechos básicos aquellos dirigidos a la defensa de los ciudadanos ya no sólo contra el poder tiranizante del Estado, sino contra la “maldición del capital”, es decir, el poder del dinero que corre en las articulaciones sistemáticas del libre mercado. Estas nuevas reivindicaciones no sólo complementan las reivindicaciones de la pujante burguesías del siglo XVII, sino que trasforma por entero las expectativas que se ponen en los derechos fundamentales.
La comprensión sobre los derechos que surge en la temprana modernidad del siglo XVII termina por consolidar una forma de democracia que el filósofo canadiense Charles Taylor denomina despotismo blando[4]. Allí el ejercicio de las libertades y derechos terminan por adoptar una dinámica análoga a la del sistema de mercado. Al igual que en el mercado donde los clientes eligen productos conforme a sus preferencias individuales, en el sistema político los ciudadanos eligen sus candidatos en elecciones motivados por sus preferencias particulares.
En este modelo de democracia del liberalismo propio del siglo XVII no queda espacio para el ejercicio concertado de derechos y libertades entre los ciudadanos. La asimilación tanto del sistema político como del sistema jurídico por parte del sistema económico genera un fenómeno de atomización de los ciudadanos, quienes se encuentran de uno en uno parados frente al Estado y el mercado, sin mayores mecanismo de defensa. Si bien cuentan con derechos fundamentales que los protegen contra el uso tiránico del poder estatal, se encuentran desvalidos ante la voracidad sistemática de las redes del mercado. Además, el alto grado de tecnificación que la administración de los asuntos públicos ha alcanzado, los coloca solos y de espaldas frente a los asuntos estatales. El poder administrativo del Estado adquiere una dinámica autónoma que –por decirlo de alguna manera- vuela por sobre las cabezas de los ciudadanos y que sólo los tecnócratas comprenden. Todos estos fenómenos redundan en la pérdida de libertades políticas de parte de los ciudadanos[5].
La nueva visión que se abre en torno a la sociedad moderna y contemporánea entiende que la autonomía y las libertades fundamentales de los ciudadanos inscritos en la sociedad civil se encuentran constantemente jaqueadas por el poder administrativo del Estado y el poder económico del libre mercado. Ambos poderes, articulados en sistemas cuyos dinamismos han adquirido plena autonomía de la voluntad de los ciudadanos, significan grandes amenazas contra la libertad de los individuos.
En su ya clásica obra, Teoría de la acción comunicativa[6], Habermas presenta las distinciones y relaciones existentes entre lo que denomina “mundo de la vida” y lo que denomina “sistemas”. El término “mundo de la vida” refiere a aquél ámbito social, propio de la sociedad civil, en el cual los individuos se encuentran relacionados unos con otros como ciudadanos. En sus múltiples relaciones los ciudadanos pueden hacer valer sus derechos fundamentales por medio de su participación en asociaciones libres como son los colegios profesionales, clubes, iglesias, universidades, partidos políticos y demás agrupaciones propias de la sociedad civil[7].
Frente al mundo de la vida, en las sociedades modernas y contemporáneas se levantan aquello que Habermas, siguiendo a Talcott Parsons, denomina “sistemas”. Dicho término señala a un solo fenómeno propio del proceso de racionalización de la sociedad moderna. Las sociedades premodernas o tradicionales son poco complejas y se encuentran articuladas en torno a creencias religiosas o concepciones mitológicas y metafísicas de la realidad. A medida que se van desestructurando los sistemas sociales tradicionales y se va conplejizando las sociedades modernas se requieren de elementos de articulación social alternativos a la religión o a las explicaciones mitológicas y metafísicas del mundo. El proceso de racionalización del mundo de la vida implica, entre otras cosas, que las explicaciones anteriores para la integración social no son suficientes. Se exige no explicaciones mitológicas o religiosas, sino explicaciones racionales. Lo que caracteriza a las explicaciones racionales es su ser susceptibles de crítica y de fundamentación.
Estas nuevas exigencias producen un fenómeno de conplejización de la vida social. Muchos de los procesos de fundamentación y justificación del orden moderno se encuentra fuera de las manos de los ciudadanos. Las ciencias naturales y sociales tanto modernas como contemporáneas tienen sus explicaciones sobre el orden moderno, explicaciones que escapan del alcance del sentido común en el que se manejan el común de la ciudadanía. Pero, no sólo la explicación sino el mismo funcionamiento de los órdenes sociales moderno y contemporáneo se ha vuelto complicado para el ciudadano común y corriente. Los dos sistemas de integración que encasquetan el orden social de las sociedades complejas adquieren una dinámica particular y que los ciudadanos se encuentran imposibilitados de controlar. Estos sistemas de integración se articulan uno alrededor del poder del dinero, el otro en torno al poder del aparato administrativo del Estado.
Desde el advenimiento de las modernas sociedades burguesas, el poder del dinero comienza a generar un sistema de integración social que a través de las figuras de la compra y la venta, de la capitalización y la ganancia de intereses, así como del trabajo, la alienación del trabajo, la generación de la gran industria y la masa obrera empieza a dar los primeros pasos al sistema del mercado mundial que conocemos actualmente bajo la metáfora de una gran red que enreda las relaciones sociales alrededor del globo. La economía de mercado global contemporánea se presenta, de esta manera, como una red que integra a la sociedad por medio del dinero y el capital, pero que escapa a la al manejo de los sujetos. Más aún, la experiencia de vida de los individuos al interior de la sociedad moderna y contemporánea es que lejos de controlar el sistema económico sienten que el sistema mediado por el dinero y el capital controla y condiciona radicalmente sus propias vidas.
De otro lado, se articula otro sistema de integración social por medio del poder administrativo del Estado. El sistema burocrático del Estado deviene en un poder inescrutable para el ciudadano. La complejidad del sistema administrativo crea en el ciudadano una sensación de desconcierto y desamparo frente a la posibilidad de encontrarse enredado y empapelado por un sistema complicado y altamente tecnificado de reglas y normas que no comprende. La situación del ciudadano común y corriente se dramatiza aún más cuando se constata que detrás de ese sistema administrativo se cuenta con la fuerza coercitiva.
Del sistema de derechos brotan el derecho civil y el derecho administrativo. El primero se encuentra dirigido a regular el poder del dinero, por medio de las delimitaciones de las diferentes figuras del mercado. El derecho administrativo, por su parte, se encuentra dirigido a regular las relaciones administrativas que se establecen entre el poder del Estado y los particulares. Sin embargo, no basta con que estas áreas del derecho se encuentren presentes, sino que ambas representen los intereses y las expectativas de la ciudadanía en su conjunto. Es necesario que exista una comunicación entre el derecho como sistema y el “mundo de la vida”, es decir, entre el ámbito sistemático y normativo del derecho y el mundo de la vida donde se genera la comunicación social en vistas al entendimiento mutuo.
Cuando esta conexión no se produce se genera lo que Habermas, en su Teoría de la acción comunicativa denomina “colonización del mundo de la vida”. Dicha colonización se presenta como una inferencia de los poderes sistemáticos del dinero y del Estado en la vida social. Estas injerencias terminan reduciendo la posibilidad de generar lo que se denomina “poder comunicativo” de la sociedad civil, poder que brota del acuerdo y el entendimiento mutuo en vistas a intereses compartidos. En ausencia de un sistema de derechos que se encuentre alimentado por el poder comunicativo de la sociedad civil, los sistemas legislativos y las relaciones sociales terminan expresando sólo intereses particulares y anulando los intereses compartidos[8].
Una vieja orientación jurídica, que se presenta como novedosa y que está retomando vuelo, es la conocida como “análisis económico del derecho”. Esta orientación no hace otra cosa que expresar el gran riesgo que corre la sociedad civil ante la posibilidad de que los dos poderes sistemáticos se alíen en contra del poder comunicativo de la ciudadanía. La apuesta política de los defensores del neoliberalismo económico es articular poder administrativo y poder económico en contra de la ciudadanía, de manera que el Estado termine representando exclusivamente los intereses del gran capital. Quienes apoyan el proyecto neoliberal recurren a la doctrina del “análisis económico del derecho”.
Dicha doctrina es una prolongación de la doctrina que Jeramy Bentham propusiera en los Estados Unidos de principios del siglo XX. Bentham había adoptado las conclusiones del positivismo jurídico, según las cuales, puesto que no es posible encontrar un fundamento último a las normas jurídicas, el sistema de derechos tiene forzosamente que arreglárselas con exigencias de coherencia interna. A este principio, Bentham añade una concepción de la utilidad social como “lo útil para el mayor número”. Dicha concepción termina produciendo, en la doctrina de Bentham, la siguiente conclusión: puesto que el bienestar en las sociedades contemporáneas es fundamentalmente económico, y el crecimiento económico depende de la gran industria, en consecuencia, “lo útil para el mayor número” es el desarrollo de la gran industria capitalista. Como consecuencia de la conjunción del positivismo jurídico y del utilitarismo moral, Bentham termina produciendo una doctrina del derecho que subordina la producción de la ley al sistema económico.
La nueva escuela de Chicago se apropia de las intuiciones fundamentales de Jeramy Bentham y producen una disciplina jurídica que se ha expandido con el nombre de “análisis económico del derecho” Dicha disciplina contiene la teoría del proyecto neoliberal de subordinar el sistema de derechos al sistema económico, haciendo uso de un presupuesto funcionalista según el cual la función del sistema jurídico es facilitar y propiciar el desarrollo (económico) de la sociedad. El error de dicha doctrina es equiparar el ”desarrollo económico de la gran industria” con el “desarrollo de la sociedad en su conjunto” ya que abogar por el desarrollo de los intereses particulares no equivale a fomentar el desarrollo de los intereses compartidos.
En este contexto jurídico, social y político los derechos fundamentales se presentan como un paquete de derechos que incorporan defensas de libertades políticas fundamentales que pueden ser entendidas como libertades de participación y comunicación ciudadana. Así, los derechos fundamentales resguardan libertades comunicativas que facultan a la ciudadanía para generar una suerte de poder alternativo y eminentemente democrático. Frente al poder administrativo del Estado y el poder del económico se busca, por medio de esta concepción renovada de los derechos fundamentales, proveer a la ciudadanía de un poder comunicativo, poder democrático por excelencia, que haga posible la participación política y la defensa de las libertades fundamentales de cada ciudadano ante la colonización de parte de los poderes adversos articulados de manera sistémica.

2) La justificación de los derechos fundamentales.

Una vez que hemos ubicado la función de los derechos fundamentales al interior de los sistemas político y jurídico dentro de las democracias constitucionales contemporáneas, queda aún pendiente el asunto de la justificación. Habermas y Rawls presentan teorías jurídicas potentes y útiles para enfrentar este problema. Ambos autores contemporáneos recurren – por medios diversos - a la conexión que, a su tiempo, Kant había establecido entre los derechos subjetivos y el concepto de soberanía popular[9].
Por derechos subjetivos se entiende los derechos propios de las personas que los sistemas jurídicos señalan como inalienables. Desde la perspectiva de Kant tales derechos tenían una primacía basada en su condición de derechos naturales. Una vez abandonada la metafísica de la conciencia[10] que iluminaba la perspectiva kantiana, Habermas y Rawls confluyen en que los derechos subjetivos tiene su fuente en el sistema jurídico y político, pero lo que les otorga primacía es la posición que ocupan en tal sistema: desde la perspectiva de Habermas, tales derechos posibilitan la dinámica discursiva que va a generar el resto del sistema del derecho; desde la posición de Rawls éstos se encuentran incluidos en el primer principio de la justicia como imparcialidad.
Por su parte, el concepto de soberanía popular toma en Kant la forma de voluntad popular que se constituye como el poder legislativo del derecho racional. Habermas desplaza la soberanía a la comunidad deliberativa que opera bajo la óptica del principio democrático, mientras que Rawls la hace descansar en la deliberación legislativa que se realiza al interior de la figura contractual que la posición original representa.
Puesto que Habermas y Rawls reclaman su filiación kantiana, antepondré algunas líneas sobre la concepción kantiana del derecho (a), para luego pasar a la exposición de Habermas (b) y Rawls (c). La necesidad de una breve exposición de Kant se hace necesaria para conectar con los proyectos de seguir con una filosofía del derecho de orientación liberal-kantiana de parte de Habermas y Rawls.


a.- Kant y los derechos fundados en la Razón.

Una vez quebrados los presupuestos en los que se apoyaba la doctrina kantiana del derecho racional, la filosofía del derecho va a recurrir a otros medios para segur apoyando una concepción de derechos fundamentales. Como ya mencionamos, Kant consideraba los derechos fundamentales como derechos naturales. Pero para Kant tales derechos no eran naturales porque se derivaran de una concepción de naturaleza humana. Lejos de cualquier concepción iusnaturalista, Kant consideraba que tales derechos se desprendían de la dinámica propia de la razón. Es la razón volcada hacia la vida práctica –devenida en Razón Práctica- la que postula la idea de libertad, idea de la cual se derivan los derechos fundamentales de los ciudadanos.
Lo que caracteriza a tales derechos y les brinda el adjetivo “naturales” es que denotan derechos que los sujetos tiene ya en un hipotético “estado de naturaleza”. Kant propone, siguiendo la tónica de la modernidad, justificar el hecho de que todos los ciudadanos tengan un paquete igual de derechos que protejan las libertades básicas de los sujetos apelando al artificio racional del contrato social. En el estado de naturaleza los individuos cuentan con derechos que protegen libertades básicas, pero por la situación de guerra constante que lo caracteriza este estado debe ser abandonado para alcanzar una situación social en la que los derechos tengan una garantía. Este nuevo estado social es el “estado civil”. En él se ha instaurado un poder soberano que es capaz de garantizar los derechos recurriendo a la facultad de coaccionar. De esta manera, desde la perspectiva kantiana, los derechos fundamentales garantizan las libertades básicas de los ciudadanos por medio del uso de la fuerza coactiva del Estado[11].
Es necesario denotar dos características distintivas de la concepción kantiana de los derechos fundamentales:
(i) Lo que es importante subrayar en la concepción kantiana de los derechos fundamentales es que éstos se derivan de y se fundamentan en la Razón. Pero una vez que la filosofía contemporánea abandona el paradigma moderno de la conciencia, se pierde la confianza en que la Razón moderna pueda ponerse como fundamento adecuado para el derecho. En el contexto de la filosofía contemporánea, el debate y la deliberación sustituyen a la Razón como pieza fundante del derecho. El paradigma moderno de la conciencia y la subjetividad es reemplazado por el paradigma contemporáneo de la intersubjetividad. En este paso el lenguaje reemplaza a la razón. Ya no sucede que los derechos fundamentales son producidos por la razón práctica, sino que ahora de se derivan del lenguaje, la deliberación pública y la comunicación.
(ii) Otra característica inherente a la concepción kantiana de los derechos fundamentales es que la producción de tales derechos suponen una concepción atomista de sociedad. De acuerdo a esta concepción el cuerpo social se encuentra compuesto de un agregado de partes en principio independientes unas de otras. Esta concepción supone que los sujetos se encuentran en un primer momento en un estado de naturaleza como si fuesen átomos independientes unos de otros. Si bien, en tanto individuos en estado natural se encuentran en guerra unos contra otros, no se necesita recurrir a una concepción de comunidad o a los lazos que establecen entre sí para describir sus elementos esenciales. El paso al paradigma de la intersubjetividad exige que se explique a los sujetos considerando los lazos éticos y sociales que los unen. La sociedad ya no se concibe como una suma de individuos aislados, sino como una comunidad en la que los sujetos se constituyen como tales en referencia a los trasfondos valorativos que comparte con otros.
Estos valores compartidos que articulan los trasfondos comunes en nuestras sociedades contemporáneas son valore fundamentalmente liberales. Muchos de estos valores liberales han sido recogidos en el texto de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. En el preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos se dice que “la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”[12], con lo que consagra dichos valores como centrales de la convivencia en las sociedades contemporáneas. La dignidad y la igualdad en derechos se presentan como valores fundamentales de los cuales se derivan los otros tres valores. Es importante subrayar el lugar que ocupa el valor de la libertad en las sociedades liberales. De acuerdo a dicho valor, no se puede coartar la libertad de creencia, opinión, religión, de paricipación política de las personas. Otro de los valores fundamentales de la sociedad liberal contemporánea es el rechazo a la crueldad.



b.- Habermas y el principio democrático.

Habermas sabe repotenciar una perspectiva de filiación kantiana echando mano del paradigma del lenguaje. Respecto de (i), Habermas pasa de la razón al lenguaje. Asumiendo el paradigma de la intersubjetividad reconoce que una gama infinita de formas de vida social o cultural puede articularse por medio de la posibilidad de comunicarse que se encuentra en el lenguaje al interior del “mundo de la vida”. No obstante evita dejar las cosas lo suficientemente sueltas como para que cualquier forma de derecho vigente pueda ser considerado válido. Recurriendo a la teoría de los actos de habla de J. Austin, Habermas distingue las acciones dirigidas al entendimiento de las acciones estratégicas[13], para articular su propuesta jurídico-política a partir del concepto de acciones dirigidas al entendimiento.
Dos elementos fundamentales caracterizan a las acciones dirigidas al entendimiento. De una parte tales acciones comparten con los actos de habla ilocutivos –dirigidos al entendimiento- el que en ellas se usa el lenguaje en su sentido primigenio. Puesto que lo propio del lenguaje es la comunicación, las acciones dirigidas al entendimiento empatan con la naturaleza propia del lenguaje. De otra parte, las acciones dirigidas al entendimiento producen deliberaciones y acuerdos públicos indispensables para generar la discusión política fundamental para la generación del derecho.
Las acciones estratégicas, en cambio, se conectan con un uso secundario del lenguaje. Si bien el lenguaje puede esencialmente un medio de comunicación, en un uso secundario puede servir para manipular las relaciones humanas. En la esfera pública, el uso estratégico del lenguaje, lejos de buscar un acuerdo compartido sobre un derecho que involucre el bien y los intereses de todos, se dirige a realizar el interés de una facción en desmedro de los intereses comunes.
Respecto de (ii) en necesario comentar que Habermas no parte de unpresupuesto atomista del cuerpo social, sino que, desde su perspectiva, es el mundo de vida en el que se realiza la deliberación pública que da como resultado las leyes del derecho. Kant presentaba una teoría “constructivista “ del derecho, que a partir de elementos simples (los individuos concebidos atomistamente) construye el derecho. Habermas, en cambio, propone una estrategia “reconstructiva” que parte del hecho de que los sujetos viven desde un inicio en un mundo de la vida en el que hay procesos de integración y hay un derecho vigente. La estrategia reconstructiva genera una reconstrucción del derecho reformandolo en dirección lo más propio del lenguaje: la libre comunicación y el entendimiento.
Estas respuestas habermasianas a los problemas que la filosofía contemporánea había planteado a Kant lo conducen a centrarse en los potenciales comunicativos que se encuentran en el mundo de la vida de las sociedades concretas. De esta manera surgen dos principios fundamentales: el principio del discurso y el principio democrático. Puesto que los sistemas normativos pueden ser morales o jurídicos, el principio del discurso proporciona los marcos necesarios para fundar ambos tipos de sistemas normativos. El principio democrático, en cambio, se usa para la producción de normas jurídicas válidas.
El principio del discurso (o principio D) se formula del siguiente modo:

“Válidos son aquellas normas (y sólo aquellas normas) a las que todos los que puedan verse afectados por ellas pudiesen prestar su asentimiento como participantes en discursos racionales”.[14]

El principio D así formulado sirve para la producción de las normas. Las normas se originan en una situación de comunicación particular denominada discurso. El discurso es una forma de comunicación particularmente exigente en la que los participantes se encuentran sometidos a ciertas condiciones. De una parte deben de reconocer las mismas oportunidades a todos los participantes para expresar sus “candidatos” a normas de conducta. De otra parte, las afirmaciones que se postulan como posibles normas deben ser susceptibles de crítica y fundamentación, es decir capaces de ser defendidas racionalmente.
Esta situación comunicativa especial denominada discurso aparece cuando se produce, en el mundo de la vida, una situación problemática. Comúnmente, en el mundo de la vida los sujetos actúan siguiendo normas. Por ejemplo, en las calles rigen las normas de tránsito y conductores como peatones se atienen a dichas reglas. Cuando alguien se pasa la luz roja el guardia lo llama a corrección, bajo el supuesto de que todos reconocen que la norma es válida. Pero cuando la validez de una norma dentro del mundo de la vida es puesta en cuestión (por ejemplo, la penalización o no del aborto), entonces se arma una mesa de discusión regida por las exigencias del discurso.
Del principio D se derivan, como cooriginarios, el principio moral y el principio democrático. Dejaremos de lado el principio moral para centrarnos en el democrático. En éste los sujetos que se encuentran en la mesa de discusión regida por las exigencias del discurso recurren al principio D para producir las normas del derecho. De esta situación surgen un conjunto de derechos fundamentales que van a servir de base para la producción de los demás derechos del sistema.
Los derechos fundamentales van a ser enumerados de la manera siguiente:

“(1) Derechos fundamentales que resultan del desarrollo y configuración políticamente autónomos del derecho al mayor grado posible de iguales libertades subjetivas de acción.

(2) Derechos fundamentales que resultan del desarrollo y configuración políticamente autónomos del status de miembros de la asociación voluntaria que es la comunidad jurídica.

(3) Derechos fundamentales que resultan directamente de la accionabilidad de los derechos, es decir, de las posibilidades de reclamar jurídicamente su cumplimiento, y del desarrollo y configuración políticamente autónomos de la protección de los derechos individuales.

(4) Derechos fundamentales a participar con igualdad de oportunidades en procesos de formación de opinión y de voluntad comunes, en los que los ciudadanos ejerzan su autonomía política y mediante los que establezcan derechos legítimos.

(5) Derechos fundamentales a que se garanticen condiciones de vida que vengan social, técnica y ecológicamente aseguradas en la medida en que ello fuere menester en cada caso para un disfrute en términos de igualdad de oportunidades de los derechos civiles mencionados de (1) a (4)"[15].

Los 3 primeros tipos de derechos fundamentales se encuentran claramente dirigidos a reservar libertades políticas y civiles de los ciudadanos. En ellos el dispositivo de iguales libertades subjetivas de acción expresa un anhelo propio del corazón de las doctrinas liberales del derecho. Empata perfectamente con la idea de que el derecho dentro de un Estado Democrático de Derecho es impuesto por el Estado (en el sentido de que es derecho positivo) y que se aplica de manera igualitaria a todos los ciudadanos.
En (1) se encuentra presente el principio democrático liberal que otorga a cada ciudadano las máximas libertades posibles compatibles con las libertades de los demás. En (2) se presenta el estatuto de los ciudadanos en tanto que sujetos libres quienes haciendo uso de sus libertades fundamentales se reúnen para formar una comunidad jurídica. Dentro de la lógica del principio democrático es necesario concebir a los ciudadanos de esa manera, puesto que lo que se quiere resguardar es la libre participación de los ciudadanos en los procesos políticos, deliberativos y comunicativos que van a producir las leyes del derecho. En (3) encontramos el dispositivo de protección de los derechos fundamentales, ya que no basta con que éstos se promulguen, sino que es necesario que el Estado los proteja.
Finalmente (4) y (5) se dirigen a preservar libertades políticas y sociales fundamentales. Puesto que la participación política debe resultar de un proceso de comunicación entre los ciudadanos en la esfera pública, los medios de comunicación cumplen un papel de primera importancia para facilitar la formación de una voluntad política de la ciudadanía.


c.- Rawls y los principios de la justicia.

A diferencia de Habermas, Rawls no cuenta con una Teoría de los derechos sino que presenta una Teoría acerca de la justicia. Esto trae como consecuencia que el autor estadounidense no tematice explícitamente el asunto de los derechos fundamentales. Sin embargo, su teoría acerca de la justicia ofrece los principios desde los cuales se derivan tales derechos. Rawls tematiza y justifica los principios de la justicia en dos obras que han devenido en clásicos de la filosofía jurídica.
En 1971 escribe su Teoría de la justicia[16] donde realiza una crítica a las teorías utilitaristas sobre la justicia que habían copado el espectro de la filosofía del derecho norteamericana desde principios de siglo XX[17]. Frente al utilitarismo y al positivismo reinante[18] Rawls ofrecerá una teoría de la justicia de inspiración kantiana. Tal inspiración va a significar que la consideración fundamental que ha de tener el sistema jurídico es la libertad de cada ciudadano y no la utilidad social ni la coherencia entre las leyes. Si bien la utilidad social y la coherencia pueden ser importantes lo que quiere evitar Rawls es que sea legítimo sacrificar las libertades y derechos fundamentales de algún sector de la ciudadanía en vistas al bienestar general. La herencia kantiana exige en Rawls la preservación de las libertades fundamentales.
En 1993 Rawls reajustará sus planteamientos en su obra El liberalismo político[19]. Allí hace frente a las críticas que desde la teoría ética de inspiración aristotélica se hicieron a la primera obra. En El liberalismo político Rawls procura hacer más explícito su intención de ofrecer una teoría de la justicia liberal para una sociedad marcada por el hecho del pluralismo, es decir, la convivencia en la misma sociedad de grupos que tiene diferentes concepciones de vida buena.
Sin embargo, el planeamiento central respecto de la justicia permanece en pié. Este planteamiento sostiene que la justicia debe ser concebida bajo la forma de la imparcialidad. Esta concepción de la “justicia como imparcialidad” debe impregnar la estructura básica de la sociedad, es decir, las instituciones fundamentales del Estado, como la constitución, el poder judicial, así como las instituciones de la sociedad como el sistema de mercado.
La justicia como imparcialidad se articula gracias a principios de la justicia, los cuales son generados en la condición hipotética que Rawls denomina “posición original”. La posición original es una reactualización de la idea de contrato y se trata de un artificio que tiene como objeto el producir los principios de la justicia. En tal posición los ciudadanos son representados por sujetos que tiene como objetivo producir los principios para una sociedad justa. Allí los representantes de los ciudadanos buscan los principios de la justicia por medio de un proceso de deliberación. Tal proceso comunicativo inserta la producción del derecho en un contexto intersubjetivo característico del giro lingüístico que domina el paradigma contemporáneo.
Puesto que lo que se busca es adquirir principios para la justicia entendida como imparcialidad, los representantes tendrán que encontrarse sometidos a ciertas condiciones: ellos ignorarán el lugar que ocupan sus representados al interior del cuerpo social, de manera que no sabrán si son ricos o pobres, o pertenecen a un grupo étnico mayoritario o en desventaja; además desconocerán las cualidades físicas y psíquicas de sus representados, de modo que no sabrán si son hombres o mujeres, si son fuertes o débiles, si sufren de alguna clase de discapacidad; además desconocerán las concepciones religiosas o la cosmovisión que tiene sus representados.
Todas estas restricciones de información que tienen los representantes respecto a las cualidades de sus representados Rawls las agrupa en lo que denomina “velo de ignorancia”. Por “velo de ignorancia” Rawls está entendiendo un conjunto de restricciones de información que los representantes tienen respecto de sus representados al interiór del artificio contractual que es la posición original. Dicho velo cubre la conciencia de los representantes que van a elegir los principios de justicia para la sociedad. Así, los representantes ignorarán cuales son las características físicas y psíquicas de sus representados, no conocerán si sus representados serán discapacitados, si tendrán disfunciones psíquicas; no sabrán cuales son sus concepciones metafísicas del mundo, sus cosmovisiones y visiones generales de la vida, así como sus adhesiones morales o religiosas; ignorarán, además, qué lugar ocupan en el sistema social: no sabrán si son ricos o pobres. La única información con la que contarán los representantes en la posición original respecto de sus representados es que son agentes racionales y que buscan las mejores condiciones posibles para sí mismos. La justificación del velo de ignorancia se encuentra justamente en que lo que buscamos son principios la justicia equitativa.
Una manera intuitiva de entender cómo se derivan cómo se derivan los principios de justicia es imaginar la posición original como el reparto de una torta. Puesto que estamos buscando los criterios más inteligentes para repartirla y una vez que sabemos que los pedazos serán asignados a suerte, lo más racional será exigir que los pedazos sean iguales. Es decir si cada cual quiere acceder al trozo más grande posible y sucede que no se sabe qué trozo, una vez partida, va a tocar a cada cual, el exigir que la torta en cuestión se parta en trozos iguales resulta ser lo más racional.
Este ejemplo nos conduce a la concepción de la persona que Rawls presenta. Señala el autor que estamos comentando que las personas tienen dos características: son racionales y razonables. Son racionales en el sentido de que tiene una concepción de lo que es una vida buena para ellos y son lo suficientemente inteligentes como para usar los medios que tiene a disposición para realizar ese modelo de vida feliz. Además son razonables, de manera que son capaces de entender que, al interior de la sociedad, los demás tienen sus propios modelos de vida feliz y todos tienen derechos a alcanzar tales bienes, siempre y cuando no impidan que los otros puedan alcanzar los propios.
Así, la razonabilidad es la característica humana que hace posible que aquellos que tiene modelos de vida buena diferentes puedan convivir dentro de un mismo estado de manera pacífica y justa. Aquello que garantiza que en la posición original los sujetos se comportarán de manera razonable al momento de elegir los principios de la justicia es el conjunto de restricciones de información que el velo de ignorancia representa. Otras manera de referirse a las características de racional y razonable que los seres humanos tienen en decir que todos tienen a) una concepción del bien y b) una noción de la justicia, donde la justicia representa lo razonable.
Dicho esta podemos señalar que los principios que se derivan de la posición original en la que los sujetos se encuentran cubiertos por el velo de ignorancia van a ser los siguientes:

“a. Cada persona tiene igual derecho a exigir un esquema de derechos y libertades básicos e igualitarios completamente apropiado, esquema que sea compatible con el mismo esquema para todos; y en este esquema las libertades políticas iguales, y sólo esas libertades, tienen que ser garantizadas en su valor justo.

b. Las desigualdades sociales y económicas sólo se justifican por dos condiciones: en primer lugar, estarán relacionadas con puestos y cargos abiertos a todos, en condiciones de justa igualdad de oportunidades; en segundo lugar, estas posiciones y estos cargos en el máximo beneficio de los integrantes de la sociedad menos privilegiados”[20].

El primer principio calza con la aspiración kantiano-liberal de igualdad de derechos y libertades. Aquí se encuentra, pues, la justificación de los derechos fundamentales. El esquema de derechos y libertades básicos representa derechos fundamentales que deben ser reconocidos a todos los ciudadanos de parte del Estado. La intuición rawlsiana aquí es que al reconocer esas libertades y derechos básicos a una persona el Estado está dotándolo de los dominios necesarios para que pueda desarrollar su estilo de vida feliz. Pero al reconocer un paquete igual de tales derechos y libertades a todos se está, además, realizando lo más propio de la justicia, que es la imparcialidad.
De otro lado, en relación con el segundo principio, los derechos fundamentales incorporan derechos económicos y sociales que están representados en la segunda parte del segundo principio de justicia. Que las posiciones y cargos se dirijan a proveer el máximo beneficio de los menos aventajados de la sociedad constituye un dispositivo legal que busca preservar la libertad y los derechos de los ciudadanos de la arremetida del sistema económico. La teoría de los bienes básicos va a venir a complementar este principio. Rawls denomina bienes primarios o básicos a un paquete de libertades, derechos y recursos del que ningún ciudadano debe carecer. Con esto garantiza que el sistema social haga justicia al principio de libertades y derechos iguales que se fundamenta en la dignidad.

3) Derechos a la medida del punto de vista moral.

Por medio del “principio D” y del “principio democrático” de Habermas, así como de los principios de la justicia que Rawls nos ofreció hemos visto desarrollarse la matriz justificatoria de los derechos fundamentales. Para completar nuestra exposición falta aún explicar una característica que las teorías jurídicas que hemos analizado comparten con la posición kantiana. Este rasgo compartido es lo que denominamos, junto con otros autores[21], punto de vista moral. Tal punto de vista opera una distinción entre concepciones de vida buena y concepción de la justicia.
Tanto Kant, Habermas como Rawls tiene la tarea de ofrecer pautas del derecho para sociedades no tradicionales. Caracteriza a una sociedad tradicional, entre otras cosas, el hecho de que todos los miembros comparten una misma religión o una misma cosmovisión. Esto facilita, allí, a que el Estado y las instituciones básicas se encuentren impregnadas por tal religión y cosmovisión. Con el advenimiento de la modernidad las sociedades se complejizan a la vez que se encuentra en un proceso de racionalización y secularización. En esta nueva situación las sociedades se encuentran albergando a grupos de individuos que profesan diferentes religiones y concepciones de la vida. El Estado, entonces, no puede tener una religión oficial, puesto que de hacerlo estaría siendo injusto. Las instituciones del Estado deben ser, en consecuencia, imparciales.
Esta situación propia de las sociedades postconvencionales o postmetafísicas exigen la distinción entre el bien y la justicia, distinción que abre las puestas al punto de vista moral. Desde este punto de vista el sistema normativo del derecho debe basarse en criterios y procedimientos de justicia que aseguren la imparcialidad y que se alejan que cualquier concepción de vida buena. Desde nuestro punto de vista tanto Kant, Habermas como Rawls tiene razón en exigir que la justicia sea procedimental. El procedimiento establece las pautas y los principios que las sociedades complejas requieren para tener una justicia imparcial.
Puesto que en las sociedades complejas no se puede recurrir a ninguna noción de vida buena para determinar las leyes del Estado, tales leyes deben de alcanzarse por medio de un proceso que sea capaz de garantizar la coexistencia establemente justa entre las diferentes pretensiones del bien[22]. De esta manera la determinación de los principios de justicia opera de manera análoga al operar de un proceso judicial. Así como en el proceso judicial, al momento de determinar los principios de la justicia, las partes pertinentes recogen las diferentes pretensiones y alegatos de los grupos sin comprometerse con éstos con el fin de establecer lo que compete a cada uno conforme a la justicia. Es, precisamente, en la imparcialidad del procedimiento que descansa la justicia del sistema jurídico.
Kant había hecho descansar el procedimiento en la razón independiente de los sujetos. Era por medio de un proceso de universalización, representado en la primera formulación del Imperativo Categórico[23], que los individuos aislados podrían alcanzar leyes justas. Tanto Habermas como Rawls desgajan la validez de las leyes de la razón y la hacen reposar en el lenguaje y la comunicación. Así, tanto el principio D como la posición original presentan las condiciones de la comunicación que hacen posible arribar a leyes justas. De este modo, el punto de vista moral abandona el ámbito descontextualizado de la Razón moderna y se asienta en los contextos de comunicación modelados por los procedimientos que la imparcialidad exige.
Debemos terminar el presente texto cancelando un equivoco al respecto de la expresión punto de vista moral y a su uso. Identifico el punto de vista moral tanto con la posición original como con el principio del discurso o principio D. Desde aquí de derivan, a la vez y cooriginariamente, las normas morales y las normas del derecho. El intento de identificar el punto de vista moral automáticamente con las normas morales no es otra cosa que un error.
La falsa identificación que queremos eliminar aquí traería como resultado que el derecho se derive de la moral. En cambio, derecho y moral son dos sistemas de integración social que operan a través de normas y que se originan a la vez, desde un vértice común pero de manera independiente. El derecho regula aquellas relaciones sociales que requieren del apoyo de la fuerza coactiva, mientras que la moral se dirige a aquellos ámbitos del mundo de la vida en los que basta la motivación de conciencia para encontrar su regulación.
De esta manera, los derechos fundamentales no encuentran su fundamento en la moral sino en el punto de vista moral. Ellos resguardan las libertades básicas de los ciudadanos contra la intromisión del Estado y el mercado, buscando realizar el anhelo de la libertad igualitaria de la que debe gozar todo ciudadano en el seno de la sociedad.

4) Conclusiones.

Hemos comenzado nuestra exposición ubicando el asunto de los derechos fundamentales de dos maneras. Primero hemos separado el asunto de la promulgación de los derechos del problema de la justificación. Como señalamos en su momento, el asunto de la promulgación y los procedimientos a seguir para producir las leyes para ello compete a los juristas, mientras que el problema de la justificación o validez del derecho es tarea de los filósofos.
La segunda manera que hemos elegido para ubicar el problema de los derechos fundamentales ha sido una presentación histórica de cómo se ha desarrollado el concepto filosófico que albergan tales derechos. De esta descripción salieron a la luz dos clases de derechos fundamentales, los derechos civiles y políticos y los derechos sociales, económicos y culturales, los cuales calzan, conceptualmente hablando, con las dos primeras generaciones de derechos humanos.
Realizadas estas distinciones preliminares, nos abocamos a nuestro tema de fondo, a saber, la conexión interna entre los derechos fundamentales y el sistema democrático desde las perspectivas de dos filósofos contemporáneos, el alemán Jürgen Habermas y el estadounidense John Rawls. Como hemos mostrado, Habermas y Rawls se presentan como los representantes contemporáneos más lúcidos del punto de vista moral. Dicho punto de vista constituye una estrategia filosófica para la investigación en cuestiones vinculadas a la vida práctica, especialmente la investigación ética, la filosofía política y la filosofía del derecho.
El punto de vista moral exige realizar la distinción metodológica entre cuestiones vinculadas a la vida buena, bien y la felicidad, de una parte, respecto de las cuestiones asociadas a la justicia y la moral, de otra. Aplicada al derecho, tal distinción ofrece un adecuado punto de referencia para entender la naturaleza de los derechos fundamentales.
Hemos visto cómo tal estrategia metodológica Habermas y Rawls la han heredado de Kant. Además hemos presentado la manera en que el filósofo alemán potencializa la estrategia kantiana. Habermas desplaza el asunto de la justificación de los derechos fundamentales de la razón –lugar donde la había hecho reposar Kant, como buen filósofo moderno- al lenguaje. Esto le permite conectarse con el llamado giro lingüístico realizado en la filosofía desde principios del siglo XX.
Con el fin de centrar la resolución de la validez de los derechos fundamentales en el lenguaje, Habermas remite la justificación de los asuntos normativos –tanto del derecho como de la moral- a lo que ha llamado “principio del discurso” o “principio D”. Como vimos, tal principio hace descansar la validez de una norma en su aceptación “racionalmente motivada” (es decir, consciente) por parte de los sujetos involucrados. De este principio se deriva un principio secundario que se aplica exclusivamente a cuestiones del derecho, el llamado "principio democrático". Este principio, basándose en la primacía de la libertad jurídica de los ciudadanos, comprende un conjunto de cláusulas de las que se derivan los derechos fundamentales en sus dos dimensiones: derechos civiles y políticos y derechos sociales, económicos y culturales.
Respecto de Rawls hemos precisado su ubicación en el paradigma contemporáneo de la filosofía señalando que al recurrir al contrato social incorpora los elementos deliberativos y discursivos que caracteriza al paradigma intersubjetivo. En la posición original, los representantes de los ciudadanos (sometidos a las restricciones de información que el “velo de ignorancia” impone) realizan una deliberación de los principios fundamentales del derecho. De tales principios se desprenden los derechos fundamentales. Así, del primer principio brotan los derechos que exigen la igualdad en libertades y derechos, mientras que del segundo principio se derivan aquellos derechos que rigen la incorporación de medidas y protecciones sociales y económicas.
Con estas estrategias argumentativas tanto Habermas como Rawls ofrecen las herramientas teóricas para justificar los derechos fundamentales al interior del sistema democrático. Tal justificación convierte al mismo sistema de derecho democrático en un organismo jurídico en función de la protección de los derecho y libertades básicas de los ciudadanos. Esto permite ofrecer una respuesta al problema retórico que los regímenes totalitarios planearon, de manera claramente ideológica, al sistema democrático. Tal problema se presentaba de esta manera: puesto que en el sistema democrático todo se elige por votación, y dada la elección por “votación de la mayoría”, es claro que la mayoría podría –si así lo quisiese- tiranizar a los grupos minoritarios.
En respuesta a este falso problema, los defensores del sistema de derecho democrático sostienen que la ilusión de justificar sus propios sistemas totalitarios ha llevado a los adversarios de la democracia a construir castillos en el aire, es decir, carentes de fundamentos. El suelo sólido con que cuenta el sistema democrático de derecho son aquellos derechos fundamentales que se encuentran fuera de toda negociación política y que garantiza que no ocurra lo que desearían los gobiernos totalitarios: que una “mayoría manipulada” no sólo pudiese tiranizar a la minoría, sino tiranizarse a sí misma colocando sus libertades y derechos a merced del capricho y los intereses de los autócratas de turno.

[1] Por ejemplo, en El derecho de gentes Rawls presenta una versión de los derechos humanos básicos o derechos de urgencia que resguardan ámbitos de libertades de los ciudadanos muy cercanos a los ámbitos de libertades que los derechos fundamentales protegen. Así “En el derecho de gentes, [...], los derechos humanos constituyen una clase especial de derechos de urgencia, como la libertad contra la esclavitud y la servidumbre, la libertad de conciencia, y la protección de grupos étnicos frente al genocidio y la masacre”; y entre las funciones de los derechos humanos señala Rawls que su papel es “ restringir las justificaciones para librar la guerra y regulan su conducción, y establecen límites a la autonomía interna del régimen [político]”. RAWLS, John. El derecho de gentes y “una revisión de la idea de razón pública”, Barcelona: Paidós, 2001. P.93 (el subrayado en nuestro). Tanto la libertad de conciencia como la protección de grupos étnicos y minorías culturales y políticas constituyen también tareas encargadas, por decirlo de algún modo, a los derechos fundamentales. De la misma manera sucede con la restricción de la autonomía política interna de los gobiernos.
[2] Además, el récord de los gobiernos en derechos humanos es tomado en cuenta para evaluar la legitimidad su legitimidad al interior de la comunidad de naciones. La tesis y la exigencia de hacer reposar la legitimidad de los Estados en su situación respecto de los derechos humanos es una política que se está desarrollando en la comunidad internacional. Ejemplos de tal política la encontramos en la exigencia que pendió sobre Turquía para ser aceptada como miembro de la Comunidad Europea. Como es sabido, la Comunidad Europea exigió al gobierno de turco su puesta al día en la ratificación de pactos y convenios en derechos humanos. Respecto a la discusión filosófica sobre el lugar que ocupan los derechos humanos en la legitimidad de los Estados en el orden internacional puede revisarse los artículos de Allen Buchanan, Recognitional Legitimacy and the State System y de Chris Naticchia Recognition and Legitimacy: a reply to Buchanan en la revista Philosophy & Public Affairs. Volumen 28, números 1 y 3.
En su Derecho de gentes, John Rawls incorpora esta práctica en del derecho internacional reciente y subraya la necesidad de respetar derechos humanos de su población que los Estados tiene para ser reconocidos en su autonomía y, consecuentemente, legitimados. Lo que Rawls denomina La función de los derechos humanos en el derecho de gentes aparece, se señala que tales derechos “establecen límites a la autonomía interna del régimen [del Estado]”, y más abajo se precisa que “1. Su cumplimiento es condición necesaria de la decencia de las instituciones políticas y del orden jurídico de una sociedad. 2. Su cumplimiento es suficiente para excluir la intervención justificada de otros pueblos a través de sanciones diplomáticas y económicas o manu militari” Op. cit. pp. 93-4.
[3] HABERMAS, Jürgen. Facticidad y validez. Sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso. Madrid: Trotta, 1998.
[4] TAYLOR, Charles, La ética de la autenticidad. Barcelona: Paidós, 1994. Taylor recoge la expresión de Alexis de Tocqueville. Cfr. TOCQUEVILLE, Alexis de, La democracia en América.
[5] Sobre la descripción de estos fenómenos, confróntese HABERMAS, Jürgen. Tres modelos normativos de democracia. En HABERMAS, Jürgen. La inclusión del otro. Barcelona: Paidós, 1999.
[6] HABERMAS, Jürgen, Teoría de la acción comunicativa. Madrid: Taurus, 1987.
[7] El término “mundo de la vida” Habermas lo extrae de la obra del filósofo alemán –maestro de Heidegger- Edmund Husserl. Husserl utiliza dicho término para referirse al ámbito de nuestra experiencia cotidiana en el que la verdad de las cosas se nos presenta como incuestionable. Verdades y certezas de nuestra vida diaria como “la semana tiene siete días” o “toda moneda tiene cara y sello” se presentan a los individuos que comparten un mundo de vida como verdades indubitables.
Habermas adopta el mismo significado del “mundo de la vida” señalando que éste se caracteriza por ser un conjunto de saberes y relaciones compartidos que se encuentran detrás de los sujetos mientras se relacionan y se ponen de acuerdo sobre diferentes asuntos científicos, jurídicos o morales. De manera que, cuando se produce algún desacuerdo entre los sujetos que comparten un mismo mundo social, se recurre al saberes que se encuentran en el “mundo de la vida” (por ejemplo, se produce un choque entre dos vehículos y se genera una discusión que se resuelve apelando a las normas de tránsito –elemento que proviene del “mundo de la vida”); pero cuando estos desacuerdos son profundos, se comienza un proceso reflexivo en el que se problematiza algunos aspectos del “mundo de la vida” (por ejemplo, sucede que en la situación del ejemplo anterior lo que se discute es la validez de las normas de tránsito –el elemento que proviene del “mundo de la vida”).
Al interior de las sociedades contemporáneas es en la sociedad civil donde se encuentra operando más activamente el “mundo de la vida”. Allí actúa como elemento integrador de la sociedad por medio de acciones dirigidas al entendimiento mutuo. Es así que, por medio del mundo de vida compartido al interior de la sociedad civil se producen los acuerdos sociales fundamentales.
[8] Para el asunto de la colonización Cfr. Marx y la tesis de la colonización interna, en: Teoría de la acción comunicativa, Vol II.
[9] Cfr.KANT, Inmanuel, La metafísica de las costumbres. Madrid: Tecnos, 1989.
[10] Por “metafísica de la conciencia” se entiende a la metafísica propia del paradigma filosófico de la subjetividad, paradigma propio de la filosofía moderna. La modernidad sobrecarga el papel justificatorio de la subjetividad. La filosofía premoderna había colocado los fundamentos de la realidad en elementos independientes de las mentes de los individuos, elementos que, como dios o el Bien, o las leyes de la naturaleza gozaban de carácter objetivo; una vez que ya no se puede recurrir a tales fundamentos tradicionales, la filosofía moderna busca los fundamentos y justificaciones del cosmos en la subjetividad, específicamente en la conciencia del sujeto.
Desde inicio de la modernidad, René Descartes se había propuesto fundar de nuevo la filosofía abandonando todos los conocimientos confusos de la tradición anterior y operando conforme al criterio de no aceptar como cierto sino aquel conocimiento que sea claro y distinto. Dicho conocimiento termina siendo la certeza sobre el Yo, es decir, la certeza “yo existo” que acompaña a toda subjetividad. Sobre esa certeza, adquirida gracias a un ejercicio racional de la conciencia, es que se construye una metafísica afincada en la conciencia misma. Sobre este asunto Cfr. DESCARTES, René, Discurso del método, así como, Meditaciones metafísicas.
[11] Con el concepto de coacción Kant empata con la triple característica de la norma jurídica: coertio, excecutio y validez. La cara del coertio refiere a la necesidad de que la norma jurídica sea de conocimiento público. La publicidad de la ley advierte a los sujetos que existen acciones que van a ser sancionadas. Excecutio refiere a la coacción efectiva de la libertad cuando la libertad de los sujetos van en contra de la ley. Por su parte, la validez del derecho remite a los procedimientos democráticos de producción de la norma del derecho.
[12] Asamblea General de las Naciones Unidas, Declaración Universal de los Derechos Humanos.
[13] Austin, en su célebre libro Las cosas que hacemos con las palabras, había establecido una distinción entre actos de habla ilocutivos y perlocutivos, concibe el lenguaje no sólo como un conjunto de significados (sentido semántico), sino además como una práctica intersubjetiva (sentido pragmático) El concepto de “acto de habla” indica el hecho de que el lenguaje tiene un aspecto pragmático, es decir, que al emitir una proposición no sólo se esta expresando un significado sino que se esta realizando una acción. Los actos de habla ilocutivos son aquellos son aquellos que se realizan con el objetivo de entenderse con la otra persona (por ejemplo, se dice “el café se encuentra servido” para que la otra persona entienda que puede sentarse a la mesa a beberlo), mientras que por medio de actos de hable perlocutivos una persona intenta manipular a la otra usando el lenguaje de manera estratégica (por ejemplo, diciendo “me siento enfermo” no para ponerse de acuerdo con la otra persona en la manera de proceder, sino con el objetivo soterrado de obligarla a hacer algo que de otro modo –más libremente- no haría.
[14]Sic. HABERMAS, Jürgen. Op.cit. p 172.
[15] Íbid, pp.188-9.
[16] RAWLS, John. Teoría de la justicia. Segunda edición, México: F.C.E. 1995.
[17] Jeramy Bentham había sido el último en presentar, en el mundo anglosajón, a principios del siglo XX una teoría del derecho completa, que abarcaba tanto el ámbito de la fundamentación de los principios del derecho como el de la derivación de los derechos y la presentación de las instituciones fundamentales del Estado. Su doctrina combina una teoría jurídica utilitarista con una posición eminentemente positivista respecto de la naturaleza del derecho. De esta manera el derecho legítimo es sólo aquél que es promulgado por las instancias pertinentes, donde los criterios de promulgación son dos: a) el beneficio del mayor número de personas dentro del sistema social; b) la coherencia en el sistema de leyes y normas.
La teoría de la justicia de Rawls se presenta como una crítica y una alternativa a la teoría utilitarista de corte benthamiana que copó el espectro jurídico durante la primera mitad del siglo XX en los Estados Unidos. En contra del presupuesto utilitarista de “bienestar social”, en nombre del que sería legítimo reducir a las minorías en nombre de la utilidad general, Rawls recurre al liberalismo presente en Kant, liberalismo que vela por las libertades fundamentales de cada individuo. Así, Rawls está presentando una doctrina alternativa al utlitarsmo, doctrina que combina el valor de la libertad individual con la exigencia de igualdad en derechos, libertades y bienes primarios.
[18] El positivismo jurídico tanto en el ámbito anglosajón –con Bentham y Hart- como en el alemán –con Kelsen, por ejemplo- hace depender la validez del derecho en la coherencia existente entre las normas promulgadas, sin atender a otro principio. Como vimos, Habermas, siguiendo en eso a Kant, introduce un principio de validez diferente, el principio democrático, que se retrotrae, finalmente al principio D. Rawls hará lo mismo al introducir sus principios de la justicia .Así se configuran dos de las tres importantes doctrinas en filosofía del derecho. La primera es el positivismo jurídico, la segunda es la doctrina liberal del derecho. La tercera doctrina es la iusnaturalista, la cual ha caído completamente en desuso por los presupuestos metafísicos que implica.
[19] RAWLS, John. El liberalismo político. México: F.C.E. 1996.
[20] Íbid, p 31.
[21] Hilary Putnam o el mismo Habermas, entre otros.
[22] Ya en la antigüedad griega Aristóteles había dado cuenta de que los individuos tienen una vida y realizan acciones refiriéndose constantemente a concepciones de lo que es el bien, o la vida buena para ellos. En este sentido, señala en su Ética a Nicómaco: “ Todo arte y toda investigación e, igualmente, toda acción y libre elección parecen tender a algún bien; por eso se ha manifestado, con razón, que el bien es aquello hacia lo cual todas las cosas tienden” ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, Madrid: Gredos, 1985. p 129.De esta manera se señala que la referencia al bien y la vida buena es fundamental en la experiencia de los seres humanos. Esto es lo que caracteriza a la ética teleológica aristotélica, vale decir, el referir constantemente la vida y acciones humanas a fines y en última instancia, al bien. El término teleológico, o teleologíaderiva del término griego tele que quiere decir fines. Además, Aristóteles consideraba –y en esto Hegel lo va a seguir, en plena modernidad- que la ética era una especie de la política. En este sentido, las concepciones de vida buena las adquiere un individuo, por medio de procesos de socialización, de los contextos comunitarios a los que pertenece. De esta manera, una persona tiene ciertos valores y se propone desarrollar ciertas virtudes, como la valentía, la amistad, la generosidad o la piedad, porque adquiere tales modelos de vida de la comunidad en la que ha nacido y a la que pertenece. Pero, puesto que las sociedades contemporáneas son sociedades complejas, en las que coexisten individuos con diferentes adscripciones comunitarias, es necesario complementar la perspectiva arisrtotélico hegeliana con una perspectiva democrática.
[23] Que reza de la siguiente manera: actúa de modo tal que tu máxima de acción particular (es decir, la regla según la cual justificas tus acciones ante tu conciencia individual) pueda convertirse en ley universal (y encontrarse justificada desde el consentimiento racionalmente motivado de todo ser racional).