Uno de los problemas que investigadores en derechos humanos, así como los promotores y defensores de los mismos -a quienes, siguiendo a Luis Bacigalupo, denominaré “los humanitarios”-, es el problema de la universalidad de tales derechos. Los adversarios de los humanitarios innumerables veces se han colgado del relativismo moral y del positivismo jurídico para boicotear las políticas que éstos promueven alrededor del globo. Tales adversarios no necesariamente realizan las denuncias a la teoría y las políticas de derechos humanos con el afán de esclarecer los conceptos dentro de la teoría jurídica o moral, sino que su afán se ha demostrado muchas veces como una herramienta en manos de gobiernos autoritarios que sólo tiene como objetivo mantenerse en el poder. Un caso claro de este uso político del relativismo moral en contra de una política de derechos humanos lo encontramos en la actividad del antiguo primer ministro de Singapur, Lee Kuan Yew. Como ya es conocido, meses antes de la Convención de Viena, en la cual se trataría el tema “derechos humanos y cultura”, un conjunto de intelectuales del Asia se reunieron en Singapur para promulgar una lista de derechos asiáticos con el único fin de restar fuerza política a lo veían venir con tal Convención[1].
Otro caso paradigmático del uso de la teoría del “pluralismo jurídico” de manera claramente tendenciosa la encontramos en un artículo que el ex canciller del gobierno de Alberto Fujimori, Fernando de Trazegnies entitulara “Estados nacionales y derechos humanos”. En él, el Profesor De Trazegnies sostiene que es derecho inalienable de los pueblos y culturas determinar los arreglos políticos y jurídicos que crean convenientes. Además, afirma el autor, que es necesario establecer una distinción entre los asuntos políticos y jurídicos, de una parte, y los asuntos morales, de otra[2]. Al conjugar ambas tesis el ex canciller termina afirmando algo cruel y demasiado conmovedor respecto a la relación derechos humanos y cultura: Por una parte, puesto que cada pueblo tiene el derecho de configurar a voluntad su propio régimen político y jurídico, la política en derechos humanos termina pecando de “imperialismo político” al pretender universalizar un sistema jurídico global –como el que de desprende de la creación y funcionamiento de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. De otro lado, reconoce que, como miembros de la cultura Occidental podemos sentir indignación frente a los casos de violaciones de derechos humanos, pero tal indignación no pasa de ser una reacción moral con la cual lo más que podemos hacer es ofrecer recomendaciones pedagógicas y nada más. De esta manera el autor pretende sustraer al sistema de derechos humanos de todo contenido normativo. La motivación claramente política del profesor De Trazegnies termina por desenmascararse completamente cuando, a cierta altura de su argumentación, donde aparecía la palabra “cultura” comienza a aparecer, sin justificación alguna, el término “Estado”, como si fuesen alegremente intercambiables[3].
Pero, más allá del uso descarado que algunos dictadores puedan hacer del relativismo cultural o del positivismo jurídico, existe un verdadero problema cuando tratamos de poner en relación los términos “derechos humanos” y “cultura”. Este problema atañe directamente tanto a la teoría como a las políticas de derechos humanos. Tanto el relativismo que se desprende del positivismo jurídico como el relativismo moral vulnera las pretensiones de universalidad de los derechos humanos como a las de las políticas de intervención humanitaria, de creación de cortes internacionales (como la Corte Penal Internacional) y demás.
Nos encontramos aquí con un problema que tiene tres aristas: la primera es de corte moral, que encuentra su origen en la necesidad de fundamentación de lo que se conoce como el punto de vista moral (pvm), es decir, de pretensiones morales universalistas que nacen de la distinción entre cuestiones de justicia, de una parte, y cuestiones referentes al bien y a las formas de vida particulares. La segunda arista es de corte jurídico y tiene en vistas la relación entre el pvm y la creación de la norma jurídica. Aquí el problema apunta a la consolidación de los criterios que pueden emanar del pvm para la derivación constitución de las normas del derecho. Finalmente, la tercera de las aristas es de carácter político y se dirige a la posibilidad de encarnar las normas jurídicas que se desprenden de la moral universalista en formas de vida concretas.
Esta última parte del problema puede causar la ilusión de que detrás de las políticas humanitarias lo que se encuentra no es otra cosa que una renovación del imperialismo burgués, pero tal ilusión queda desvanecida cuando se entiende la distinción entre lo justo y lo bueno que se encuentra a la base de la teoría de los defensores más lúcidos del pvm. La ilusión que se trata de cancelar es aquella que no distingue entre moral universal y forma de vida universal. La presente ponencia insistirá en que tal distinción no sólo es posible, sino que es punto de partida obligado para nuestras reflexiones en torno a la relación “derechos humanos” y “cultura”. Una moral universal apunta a términos referente a la justicia, mientras que la forma de vida apunta a términos referentes al bien, la vida buena y la identidad. Como veremos, una moral universal está lejos de abogar por una forma de vida que se intenta imponer a cualquier precio.
1) El relativismo moral
En esta oportunidad centraré mi intención en los problemas que se derivan del relativismo moral para con los derechos humanos. El relativismo moral tiene, clásicamente, dos versiones. La primera versión señala que cada sujeto tiene sus propias pautas de comportamiento y que no es moralmente legítimo inmiscuirse en la vida de los demás. Este fenómeno es muy extendido en aquellas sociedades modernas donde se ha producido una alta desintegración social. Dicha versión se conoce como subjetivismo moral, teoría que sostiene que la moral opera análogamente a los gustos, es decir no existe un criterio objetivo desde el cual indicar qué está bien y qué mal, qué es lo correcto y qué lo incorrecto.
La segunda versión sostiene que las pautas morales son una parte sustantiva de las culturas. En este sentido cada cultura tiene su propia moral y no existe ningún criterio universal desde el cual criticar prácticas específicas dentro de una cultura. Algunas veces esta doctrina viene acompañada de cierto funcionalismo cultural que afirma que todas las costumbres y prácticas dentro de una cultura cumplen un rol importante dentro de la regeneración de la cultura, de tal manera que es un “imperativo político” preservar las culturas intactas para que no se echen a perder. No es difícil ver que esta posición requiere de un “intérprete cultural inmanente” que posea la capacidad de discriminar entre prácticas socioculturales auténticas e inauténticas, es decir, que posea la genealidad suficiente para percibir la distinción una forma de vida cultural coordinada con las fuentes de la que no lo está. Si bien el filósofo social norteamericano Michael Walzer ha intentado rastrear en la figura de los profetas de Israel ciertas siluetas del intérprete inmanente, son políticos como el Sr. Lee y sus secuaces quienes se han abrogado el título de “intérpretes” en este sentido. Obviamente posturas como la de Charles Taylor muestran dosis de sensatez mayores al mostrar la conexión existente entre el hecho de tener una cultura de referencia con la identidad y la orientación moral de los individuos.
Esta segunda versión del relativismo moral es conocida comúnmente con el nombre de relativismo cultural y sostiene que cada cultura tiene sus propias pautas morales y cualquier crítica moral que se le haga desde fuera de la cultura es ilegítima. Tal doctrina puede resultar un hueso duro de roer para los humanitarios, puestos que sólo reconoce como válida la intervención de políticas de derechos humanos en culturas donde es evidente que tienen los valores morales “humanitarios”. Puesto que la diversidad cultural aún no ha sido extinguida del planeta y siendo que la tesis relativista asocia moral con costumbre y orientación hacia el bien, es relativamente fácil probar que sólo en ciertas partes (pocas, por cierto) de Occidente se tienen valores “humanitarios”. De esta manera, concluye el argumento relativista, aunque algunos países han ingresado al sistema jurídico internacional, que supone un relativo acuerdo en lo que a derechos humanos refiere, la política en derechos humanos representa una flagrante inmoralidad[4].
Es, sin embargo, necesario anotar que el relativismo cultural –y el relativismo en términos generales- termina siendo una postura imposible de sostener sin caer en contradicción. Tal postura supone que si las culturas A y B tienen sus propias conjunto de valores articulados en lenguajes morales particulares, éstos son incomparables entre sí, es decir, no tenemos poseemos de criterio alguno para indicar cuál es mejor. Esto supone el fenómeno conocido como inconmensurabilidad entre los lenguajes morales. Pero la posibilidad de distinguir entre los lenguajes morales A y B, y señalar inconmensurabilidad entre ellos, supone un tercer punto de vista –C- desde el cual vemos A y B como inconmensurables. El punto de vista C no es más que un tercer lenguaje moral desde el cual podemos traducir los términos de los lenguajes morales A y B y señalar el supuesto abismo que los separa. Si es posible hacer eso, la tesis de la inconmensurabilidad que subyace a la posición relativista, no muestra más que su incoherencia..
2) Los derechos humanos
Aún denunciada la falacia lógica que subyace al relativismo cultural, resulta ser un problema el hecho de que el fenómeno de los derechos humanos es el fruto de una cultura determinada. Tal fenómeno ha madurado a través de los siglos dentro de la cultura occidental. Desde la óptica relativista, los derechos humanos representan un conjunto de valores que se intentan imponer, por las buenas o por las malas, a otras culturas. A ello estarían abocadas las políticas humanitarias. En cierto modo los valores que inspiran el fenómeno de derechos humanos como la dignidad, la igualdad en dignidad, la libertad, la justicia y la paz, tal como occidente los entiende, son un producto cultural. La pretensión es que, siendo el producto de una determinada cultura éstos principios son capaces de desprenderse de su raíz cultural y adquirir alcance universal. Esta pretensión ha sido defendida hace poco por dos filósofos del derecho de importancia de la filosofía reciente: el estadounidense John Rawls y el alemán Jürgen Habermas. Vale la pena pasar revista a sus tesis.
a.- John Rawls : El derecho de gentes.
La tesis en torno a los derechos humanos ha sido trabajada por John Rawls primero en un artículo llamado “El derecho de gentes” y posteriormente explayada en un libro que tiene el mismo título. Tal tesis es como sigue: si bien es cierto los derechos humanos, tal como los conocemos, son el culmen del desarrollo jurídico llevado a cabo en el seno de las sociedades burguesas occidentales, representan un producto que puede ser tomado como “desgajable” de su enraizamiento cultural y “presentable” como un paradigma jurídico universal. De esta manera, aquello que es, en efecto, jurídica y moralmente válido para “nosotros” puede ser tomado como válido “para todos”. Tal traspase es posible gracias a la distancia que existe entre los términos del binomio “racional – razonable”. Una persona (o colectividad) es racional cuando es capaz de visualizar y llevar a cabo una estrategia que los conduzca a sus propias metas. Para ello requiere de un cálculo y un uso inteligente de los medios que lo conduzca a sus fines. Lo más resaltante aquí es que las metas y los fines son siempre privados y pueden ser obtenidos a costa de los intereses de otros. Lo propio de una persona razonable, en cambio, es la capacidad de sobreponerse por sobre sus intereses particulares para vislumbrar lo justo para todos, y no sólo para sí mismo o su grupo. Rawls entiende el binomio “racional – razonable” como una característica de los seres humanos que podemos universalizar sin problema, puesto que es un hecho antropológico que forma parte de la estructura psicológica propia a todo ser humano. No es propiedad de ninguna cosmovisión en particular. Es asunto de estructura empírica, no de metafísica.
En el contexto de la teoría jurídica de Rawls el binomio “racional – razonable” es utilizado en dos fases, referentes al derecho político y al derecho internacional respectivamente. En la primera el binomio hace posible trazar la línea que divide los asuntos domésticos de los asuntos políticos. Los asuntos domésticos se encuentran gobernados por la lógica de las doctrinas comprehensivas particulares, que tiene como meta lo bueno para el grupo (de acuerdo a lo que éstos consideren como tal). Los asuntos políticos, en cambio, responden a una lógica imparcial y universalista inspirada en el pvm. Ya no está orientado por la pregunta ¿qué es lo bueno para tal grupo?, sino por esta otra: ¿qué es lo justo para todos, sin excepción?. En este contexto, para que la justicia sea “irrestricta” debe ser planteada como imparcial. No se trata de lo justo desde el punto de vista de alguna doctrina comprehensiva (es decir, moral), sino de la justicia desde el punto de vista de la imparcialidad (justicia política)[5]. La justicia política se encuentra dirigida al diseño de las instituciones básicas de la sociedad y el Estado – como la Constitución y el poder judicial -, y es aquí donde los derechos individuales básicos (los derechos fundamentales) adquieren una primacía especial. De tal manera derechos como el de la propiedad privada, la libre conciencia, libertad de credo, derechos políticos como el de elegir a sus representantes en las cámaras son elementos que guían la constitución de las estructuras básicas del Estado. Lo propio de tales “derechos guía” es que responden a ciertos principios fundamentales: la libertad, la imparcialidad y el principio de compensación social (principio de diferencia).
El derecho internacional, por su parte, se encuentra articulado de manera análoga al derecho político. En este contexto los pueblos adquieren las características de ser tanto racionales como razonables. Al igual que en el derecho político, tal binomio posibilita distinguir cuestiones intestinas, referente a cada pueblo (el tipo de organización política que adopten) de cuestiones que tiene que ver directamente con la esfera pública internacional y su organización jurídica. De esta manera, los pueblos no se encuentran obligadas a constituirse en Repúblicas Liberales (pueden ser “jerarquías consultivas”), siempre que garanticen los derechos fundamentales de cada uno de sus ciudadanos. La protección de los derechos humanos, junto con la exigencia de ser pueblos no agresivos, se convierte en elementos que cobra primacía. De esta manera, dentro del orden internacional, “la comunidad de pueblos bien ordenados” tiene el derecho de intervenir en un pueblo determinado para mantener a raya gobiernos agresivos o que vulneran los derechos humanos de sus ciudadanos (por medio de políticas de intervención humanitaria).
Dentro de la teoría de Rawls, el estatuto de los derechos humanos pierde todo hálito metafísico. Aquí el problema de, si tales derechos son o no “culturalmente determinados” (que es el problema metafísico planteado por los relativistas culturales) deja la posta al problema de qué elementos o cláusulas pueden proveernos de instituciones estables para el orden internacional, problema, a todas luces, de corte posmetafísico. Tal problema es resuelto señalando que sólo será posible arribar a un orden estable colocando como principio guía el respeto de los derechos individuales que el sistema de derechos humanos consagra. El paradigma de “orden internacional estable” rival es el anterior a la paz de Wesfalia, que se consolida por medio del juego de fuerzas. De esta manera se entiende la ventaja que tiene consolidar el orden internacional en principios como los derechos humanos. Es necesario anotar que Rawls entiende por “derechos humanos” no el sistema de derechos humanos en su conjunto, sino aquellos derechos que garantizan las libertades fundamentales de los ciudadanos de los pueblos dentro del orden internacional estable y bien ordenado.
Es claro, entonces, que para Rawls el asunto respecto de los derechos humanos deja de ser la fundamentación para pasar a ser la legitimidad social. Tal legitimidad es alcanzada al percibir en los derechos humanos una clave superior a la presentada por la propuesta contraria para alcanzar un orden global estable. Lo que está en discusión, entonces, no la expansión de una visión del mundo particular, sino los principios que hagan posible la regulación de las normas y las relaciones dentro del derecho internacional.
b.- Habermas: los presupuestos comunicativos empíricamente validados
Jürgen Habermas presenta una teoría del derecho que trae consigo una comprensión genética de los derechos humanos. Él los entiende siempre dentro del marco de los derechos constitucionales, de tal manera que aquí los “derechos humanos” serán “derechos fundamentales”. Además explica tales derechos por medio de dos estrategias distintas: la primera es entenderlos como condición indispensable para la comunicación. La segunda estrategia será considerarlos “conquistas sociales” alcanzada en el seno de las sociedades liberales multiculturales.
De manera análoga a cómo Rawls distingue el aspecto racional del razonable dentro de la estructura psíquico-empírica del ser humano, Habermas opera la distinción entre acción estratégica y acción comunicativa. Dentro de la perspectiva habermasiana estratégicas son las acciones orientadas al éxito en la obtención de beneficios particulares, mientras que la aquellas orientadas al entendimiento mutuo son acciones comunicativas. Esto no quiere decir que la comunicación lingüística se encuentre restringida al segundo tipo de acciones. Las acciones del tipo estratégico también pueden ser realizadas por medio del lenguaje, pero aquí lo que importa no es la transmisión de algún tipo de información entre hablante y oyente. Los actos de habla que se encuentran a la base de las acciones estratégicas se encuentran dirigidas más bien a provocar en el oyente cierto tipo de reacción, de tal manera que lo propio del lenguaje se encuentra subsumida dentro de una actividad que no tiene como fin la comunicación, sino la influencia. Un ejemplo de tales actos de habla (llamados perlocutivos desde Austin y Searle) lo tenemos cuando el hablante dice “voy a renunciar a mi empleo” con el fin no de comunicar algo, sino de causar cierta reacción como puede ser intimidarlo o presionarlo. De esta manera, si bien en la acción estratégica entra en juego también el lenguaje, tales acciones no se centran en el lenguaje sino en la manipulación.
Las acciones comunicativas, por su parte, se centran exclusivamente en la transmisión de información entre hablante y oyente, sin presión ni manipulación. En este sentido se trata de acciones orientadas al entendimiento. Aquí el modelo se inspira en lo que Austin denomina acto de habla ilocutivo, donde ocurre que cuando el hablante dice “voy a renunciar a mi empleo” no tiene otra intensión que trasmitir dicha información. Si el oyente se impresiona o se llena de ira es otro problema. Lo importante es que aquí no hay intensión de manipular la comunicación[6].
Las acciones comunicativas tienen tres campos de acción. El primero es el campo cognitivo, en el que lo importante es la transmisión de información respecto del mundo objetivo (“el gato está durmiendo sobre el escritorio”). El segundo es el campo normativo donde lo que se trasmite son reglas, morales o jurídicas, para la acción (expresiones del tipo “debes”). El tercer ámbito es el expresivo donde la información tiene que ver con estados y procesos internos de los sujetos (“me siento estresado”), la crítica artística (“me parece una buena la película”) y expresiones valorativas (“valoro la vida hogareña”). Los tres tipos de acción comunicativa tienen pretensiones de validez distintas. Las comunicaciones cognitivas tienen su pretensión de validez en la comunicación de la verdad respecto a un estado de cosas determinado dentro del mundo. Las comunicaciones normativas adquieren en la rectitud de la regla de acción su pretensión de validez, mientras que las comunicaciones del tipo expresivo las tienen en la veracidad de las afirmaciones[7].
Para nuestros fines es necesario destacar las comunicaciones normativas, puesto que es por medio de ellas que se construye el sistema de normas (morales y jurídicas). Aquí es necesario distinguir dos niveles de la rectitud. El primero corresponde a la rectitud de las acciones (en el sentido de ser conforme a la norma moral o jurídica). El segundo es el nivel respecto de la norma misma (en el sentido de su validez respecto a principios). De esta manera, cuando Juan se pasa la luz roja su acción no es correcta (y es llamado a la corrección por el guardia de tránsito). Algo distinto ocurre respecto de normas en discusión. La bioética se encuentra plagada de tales debates. Por ejemplo, respecto a los problemas de la eutanasia y el aborto el problema no es si las acciones corresponden a las normas, sino en encontrar las normas correctas. En este segundo nivel lo que ocurre es que más de una norma tiene pretensiones de validez y la tarea es poder tener un criterio que posibilite la elección entre las normas rivales. Aquí las normas adquieren carácter hipotético (puesto que están en examen). Si el primer nivel corresponde a lo correcto y adecuado de acuerdo a las normas y valores de una forma de vida determinada –donde las costumbres y el derecho consuetudinario indican cómo se deben conducir los individuos -, el segundo nivel surge cuando las normas y valores de la forma de vida se han complicado, donde ya no hay tanta claridad respecto a lo correcto o a lo bueno. Este segundo nivel corresponde a los típicos casos de sociedades complejas como las contemporáneas donde entran en juego más de una pretensión de rectitud respecto de las normas y más de una pretensión de veracidad respecto a las valoraciones éticas y estéticas.
Complementariamente Habermas presenta una distinción entre el bien y lo justo. El bien corresponde a comunicaciones de tipo expresivo, mientras que lo justo tiene que ver con las normas. Los discursos respecto del bien tienen relación directa con formas de vida culturalmente constituidas (la vida buena y sus valores), mientras que aquellos respecto de la justicia tiene pretensiones universales que suponen cierto nivel de abstracción respecto de las formas de vida concretas. Repetidas veces ha sido malinterpretado dicho nivel de abstracción. Las acusaciones imputan erróneamente a tales discursos el producir normas de acción generales que no se encuentren enraizadas en ninguna cultura y que, sin embargo, obligue a los individuos de manera universal e incondicionada sin tener en cuenta los contextos culturales. Hay un error de base en esta acusación: los discursos respecto de la justicia no se encuentran dirigidos a producir normas para la moral o el derecho, sino que se dirigen a la evaluación de normas concretas que entran en conflicto unas con otras dentro de una sociedad compleja. De esta manera, las normas de las que se trata aquí son siempre enraizadas. El problema, más bien, se encuentra en los criterios de evaluación, es decir, los principios.
Habermas visualiza claramente la estructura de las sociedades modernas en el esquema tripartito: mercado, sociedad civil y estado. Mientras que el poder económico se encuentra dentro y domina la esfera del mercado, el poder comunicativo es aquél que determina las relaciones al interior de la sociedad civil. El poder económico responde a la racionalidad estratégica (haciendo uso de métodos de influencia) en vistas del interés particular, en cambio el poder comunicativo proyecta la consolidación de una agenda pública donde se debaten abiertamente las necesidades y expectativas de las partes además de asuntos referentes al bien compartido. Es aquí donde se organiza un debate en torno a temas de interés público, debate en el que los medios de comunicación tiene una tarea importante.
La sociedad civil, además, institucionaliza ciertos instrumentos que posibilitan la articulación del debate y que haga posible concretar resultados en vistas al bien común. De esta manera se generan las instituciones propias del Estado, el cual se convierte en un poder administrativo. Pero, puesto que las sociedades contemporáneas son multiculturales el Estado no puede conformarse con ser simplemente un apéndice surgido del debate dentro de la sociedad civil poseedora de una única comprensión ética uniforme, sino que su perspectiva debe alcanzar pretensiones de representar una sociedad civil plural donde coexisten y se relacionan varias comprensiones éticas, es decir, debe tener pretensiones de universalidad. Las sociedades civiles contemporáneas se encuentran conformadas por un conjunto de agrupaciones que tienen comprensiones éticas particulares. No es el caso que el Estado represente en el ámbito administrativo una comprensión ética particular, sino que es necesario que éste tenga pretensiones de mediador entre diferentes colectividades ético-culturales. De esta manera, en una sociedad contemporánea conformada por colectividades ashánincas, quechuas, aymaras e hispanohablantes, es necesario que las instituciones del Estado no se vean comprometidas éticamente con ninguno de los grupos en cuestión, puesto que de estarlo terminaría discriminando a los demás. De esta manera Habermas opera una distinción entre discursos éticos (referentes al bien desde la perspectiva cultural de algún grupo miembro de la sociedad civil) de los discursos morales (referentes a la justicia) que tiene pretensiones universales. Como se puede percibir claramente, los discursos morales son propios de la esfera Estatal, gracias a los cuales Estado se encuentra en condiciones de mediar correctamente (de manera imparcial) entre pretensiones ético-culturales rivales.
Tales discursos morales van a dar a luz las pautas normativas del derecho. El problema central es cómo se constituyen los discursos morales referentes a la justicia. Esto es dentro de un debate que tiene ciertas características particulares: en primer lugar, los participantes deben estar en la disposición de escuchar y tomar en cuenta las pretensiones discursivas de los demás; de otro lado, nadie puede imponer su punto de vista por medio de la fuerza. Además todos deben expresar sus puntos de vista por medio de argumentos. Pero una condición fundamental para el debate es considerar a los miembros del debate como sujetos de derechos individuales, de modo que esté prohibido discriminar a nadie por sus opiniones o su ascendencia cultural. De esta manera la exigencia de considerar los derechos de los involucrados se convierte en una condición sine qua non es posible el debate en torno a la justicia. Esto garantiza las pretensiones universalista del discurso moral. Tal debate no supone ninguna instancia extraempírica, sino que el espacio propio de éste son las comunidades jurídicas concretas –el propio mundo de la vida-, de modo que los miembros aportan expectativas respecto a la justicia que se encuentran en el seno de las sociedades civiles multiculturales, teniendo en cuenta las especifidades del “coctél multicultural” concreto. Para que esto sea posible debemos atribuir de hecho derechos fundamentales a todos los integrantes del debate.
Como hemos visto arriba, el planteamiento habermasiano desplaza el problema, de las normas a los principios. El problema no es construir normas del derecho o de la moral, sino hacerse de principios de evaluación. “Hacerse de principios” es adquirir un punto de vista moral. Para ello Habermas recurre a la antropología filosófica y trae a colación la distinción acción estratégica – acción comunicativa. Las acciones orientadas al entendimiento van a hacer posible la construcción del punto de vista moral, porque nos dotan de la imparcialidad necesaria para resolver las situaciones conflictivas que se habían generado entre las normas. El marco en el que la situación conflictiva se resuelve es un debate en el que se presentan y examinan las pretensiones rivales. Para que tal debate conduzca a una solución satisfactoria del conflicto (desde el punto de vista de todos los implicados) los participantes deben someterse a las exigencias de las situaciones discursivas antes señaladas
3) Utopía realista y formas de vida.
Si bien el punto de vista moral no nos conduce a una forma de vida universal, las formas de vida concretas plantean un problema serio al momento de evaluar las posibilidades de llevar a cabo aquello que desde la filosofía política se está predicando. Ya Kant, a su tiempo, tuvo que enfrentar el problema de la viabilidad práctica del planteamiento que el teórico político propone. Por ello escribió un ensayo que tituló Acerca del refrán: “lo que es cierto en teoría, para nada sirve en la práctica”.
En aquél ensayo Kant discute expresiones populares como “lo que se puede oír con agrado en la teoría carece de toda validez para lo práctico.” O aquella reformulación de lo mismo bajo el fraseo de “esta o aquella proposición rige in thesis, pero no in hypothesi”[8]. Aquello que Kant analiza en la primera parte de su trabajo no es algo restringido a la filosofía política o moral, sino al conocimiento en general, aquella presunción del hombre “práctico” de poder valerse por sí mismo sin el apoyo de la “teoría”. Por supuesto, en el contexto la teoría puede ser aquella de actividades prácticas como el de la medicina o el derecho. Ambas actividades prácticas requieren, como lo hace notar claramente Kant, de un corpus teórico que oriente su actividad. Ni el médico ni el abogado – y aquí el educador no es una excepción - pueden arreglárselas, para su actividad, sin un conjunto sistemático de conocimientos. No es necesario subrayar que esto, válido para las actividades y ciencias prácticas, se aplica también a saberes teóricos como la matemática o la metafísica.
¿A que viene que tengamos a menudo la impresión de que cuerpos teóricos son inútiles para la práctica? Aquella distancia entre teoría y práctica puede tener su origen en dos fenómenos: 1) En el hecho de que la teoría se muestra insuficiente para explicar los fenómenos. En este caso, lo que hace falta no es desembarazarse de la teoría, sino aumentar más teoría aún, puesto que lo que falta es tener el conjunto de reglas generales que hagan inteligible la experiencia. 2) También puede ocurrir que se tenga un corpus teórico suficiente y suceda que la persona carece de la capacidad de juzgar cuando el caso se subsume a la regla general que la teoría le ofrece. Ello no se debe a carencia de parte de la teoría, sino de falta de criterio de parte del intérprete de la realidad.
Aquello que Kant está indicando es que interpretamos la realidad siempre desde marcos conceptuales y cuando el marco no nos ayuda en la interpretación puede ser o por que el marco es inadecuado, o el interprete carece de juicio. En nuestro asunto lo que buscamos es el marco conceptual adecuado para entender el problema entre los derechos humanos y el fenómeno del multiculturalismo. En el ensayo que he comentado en esta sección, Kant sugiere que para asuntos de filosofía práctica (moral y derecho) el marco adecuado es aquél que tiene como concepto central en concepto del deber. Es decir, aquél que distingue cuestiones de justicia de cuestiones referente a la vida buena.
Rawls y Habermas comparten la opinión de Kant en este sentido y parece razonable que para el problema de conflictos entre reglas de acción rivales (por ejemplo, si el Estado debe o no otorgar reconocimiento jurídico a matrimonios homosexuales) un marco conceptual que nos remita a las eticidades existentes en culturas tradicionales no va a ser el adecuado. En tales casos de conflictos entre reglas de acción el marco necesita incorporar un criterio de evaluación que incorpore la categoría de lo justo, además de procedimientos adecuados para realizar justicia. La distinción “racional – razonable”, que apunta a acciones dirigidas al entendimiento mutuo más que a actividades de estrategias sagaces puede proporcionarnos de un marco conceptual adecuado para enfrentar los conflictos. Tal marco consagra, en los planteamientos contemporáneos que hemos expuesto, un conjunto de derechos individuales universalizables, que es una versión “compacta” de los derechos humanos.
Permanece ante nuestra mirada la relación entre el punto de vista moral y aquello que Habermas, recogiendo una expresión husserliana, denomina mundo de la vida. El mundo de la vida es el trasfondo vital que acompaña todas nuestras relaciones intersubjetivas, de tal manera que también acompaña toda pretensión de normatividad de la vida sociocultural. Tal como Habermas señala, con el arribo de la modernidad aquél trasfondo vital que es el mundo de la vida acusa una transformación inédita; se trata de su ingreso a un proceso de racionalización y de complejización. Tal proceso arroja como resultado de que ahora habitan en su seno un conjunto de colectividades que poseen cada cual una propia comprensión etico-cultural. Además ocurre, como fruto de la racionalización de la vida dentro de la modernidad, que las demandas y pretensiones de justicia abandonan en campo de la referencia metafísico-religiosa, propios de los mundos culturales tradicionales, para ingresas a las exigencias de los discursos racionales.
Sin embargo, a pesar del proceso de racionalización señalado, la relación entre el pvm y el mundo de la vida es ciertamente problemática. Lo que se está exigiendo es la encarnación de los procedimientos de justicia imparcial en las sociedades contemporáneas. Tal encarnación es efectivamente posible, pero no es automática. Requiere de la intención de los participantes en el discurso y en los debates en torno a la justicia de regirse conforma aciones comunicativas y razonables, y de marginar las acciones estratégicas de la vida política.
Para graficar aquella situación en que nos coloca la racionalidad deóntica que gobierna este tipo de teorías en torno a la filosofía práctica, Rawls nos ofrece la figura de lo que denomina Utopía Realizable. Dicho concepto señala al hecho de que es humanamente posible que las relaciones políticas se articulen bajo la guía del pvm, pero depende de la voluntad de los interesados. En El derecho de gentes señala que “La filosofía política es utópica de manera realista cuando despliega lo que ordinariamente pensamos sobre los límites de la posibilidad política práctica”[9]. Siguiendo los pasos del Rousseau del Contrato Social, la utopía realista presenta toma en consideración tanto “los hombres tal como son” (con una determinada naturaleza moral y psicológica) como “las leyes como pueden ser”. Es realista porque se apoya en las leyes de la naturaleza, tomando a las personas tal como son y a las leyes constitucionales y civiles tal como deben ser para lograr una correcta estabilidad social. Es utópica puesto que emplea ideales, principios y conceptos políticos y morales que apuntan a una sociedad y a una comunidad internacional razonable y justa. Tales ideales enumeran y priorizan derechos y libertades fundamentales, entre los cuales ocupan un lugar importante los derechos humanos.[10]
Pero hay un problema que tales teorías no pueden resolver. La filosofía moral exige que los implicados sean razonables y abandonen pretensiones estratégicas. Pero el mundo de la vida sobre el cual tales concepciones deónticas intentan imperar presenta una historia de dominación, marginación y pobreza tal que hace difícil llevar a cabo cierto tipo de exigencias. El caso es que tales exigencias carecen de la “autoridad moral” suficiente para pedir a minorías y a mayorías que han sido discriminadas y humilladas durante siglos para pedirles que contengan toda su ira y violencia y sean “razonables”. Las teorías deónticas si bien nos ofrecen un marco conceptual adecuado, carecen de herramientas para la constitución de sujetos “razonables”. Tal constitución supone un conjunto de condiciones previas que pasan por la cicatrización de heridas y el procesamiento de resentimientos planamente justificados. La deóntica supone de entrada aquello que Habermas denomina “interlocutores ideales”, paro tales participantes requieren preparación, y la deóntica no da herramientas para ello. Es necesario conjugar una terapéutica sociocultural a las reflexiones filosóficas.
¿Compete a la filosofía articular tal terapéutica? Creo que no, ese es trabajo de la psicología social, la sociología y el psicoanálisis, además de ser competencia de los políticos por medio de múltiples mecanismos. Un ejemplo de tales procedimientos terapéuticos se pueden encontrar en el trabajo de las Comisiones de la Verdad a lo largo del planeta. Mal que bien el trabajo desarrollado por tales comisiones significa el procesamiento de las huellas que la marginación, la pobreza y otros tipos de violencia social han dejado en las sociedades. Lo que compete a la filosofía es apuntar ciertamente a los ideales, pero a la ver subrayar la necesidad de que tales condiciones ideales deben ser construidas con el concurso de los demás interlocutores de la sociedad civil y científica.
[1] La conocida tesis Lee aboga por que el endurecimiento de los regímenes políticos –a través de la restricción de derechos y libertades políticas y civiles- conduce al desarrollo y fortalecimiento de los sistemas económico, tesis que -como lo muestran los trabajos de Amartya Sen –es a todas luces falso. Además Lee sostiene la tesis según la cual la región asiática comparte un sistemas de valores homogéneo. Esta segunda tesis es también falsa ya que supone que las motivaciones morales últimas de las acciones de Gandhi eran las mismas que aquellas que motivaron las políticas autoritarias de los gobiernos de Singapur o Tailandia.
[2] Es necesario señalar que la distinción moral – derecho es un fenómeno típicamente occidental moderno. Si se quiere criticar frutos del desarrollo jurídico burgués, como el sistema de derechos humanos, en apoyo de la tesis de que los otros pueblos tiene derecho a su propia forma de vida, resulta contradictorio utilizar la distinción moderna entre derecho y moral para tal fin.
[3] Otro ejemplo de defensa de teorías antiderechos humanos con sospechosos visos políticos lo podemos encontrar en el artículo de Francisco Tudela (2000) publicado por el Congreso de la República del Perú, cuando aún tal organismo estatal se encontraba en manos de la bancada fujimorista. La tesis de Tudela , de confesa filiación reaccionaria, apunta a tildar a los derechos humanos de herramienta ideológica creada por las democracias burguesas occidentales con el fin de combatir a los países del bloque comunista. Obviamente, mientras se presenten como armas contra el comunismo los derechos humanos podían ser vistos con buenos ojos por los pensadores reaccionarios. Pero una vez vencido el enemigo –continúa la tesis de Tudela-, estas armas, los derechos humanos, sufren un proceso análogo a lo que ocurrió con las ojivas nucleares de la ex Unión Soviética. Tales armas quedan a disposición de una suerte de piratas y mercenarios que no son otra cosa que las ONG defensoras de derechos humanos quienes las usan ya no para una causa santa sino para una demoníaca, a saber, el debilitamiento de la soberanía de los Estados nacionales. Tales piratas y mercenarios que son las ONG pretenden ser representantes de la ciudadanía cuando en realidad –al parecer de Tudela- no representan más que a los intereses privados, puesto que los verdaderos representantes de la ciudadanía son aquellos “democráticamente elegidos” y que ocupan los puestos de administración pública en el Estado (obviamente, no necesito comentar la trampa que hay en este argumento, pues es obvia). Finalmente, el también ex funcionario del dudoso gobierno de Fujimori presenta una retrospectiva histórica de los movimientos político-jurídicos que desde inicios de la modernidad apuntarían, según él, a acentuar la tendencia lúcida hacia el fortalecimiento de las soberanías estatales en el derecho internacional. Tal retrospectiva se muestra completamente tendenciosa cuando no menciona en pasaje alguno momentos importantísimos del siglo XX como la conformación de las Naciones Unidas y la incorporación de los derechos humanos en el derecho internacional. De esta manera, la retrospectiva histórica que desde el pensamiento reaccionario se ofrece no presenta más que una reacción contra la retrospectiva histórica misma.
[4] Un ejemplo de tal tipo de incorporación “no santa” al sistema de derechos humanos es observable en las discusiones llevadas a cabo en el parlamento turco. Como se sabe, Turquía está tramitando su ingreso a la Comunidad Europea, trámite que exige se revise aspectos de la Constitución turca que no empatizan con el espíritu de los valores humanitarios. Así, hacia mediados del 2002 de ha podido presenciar debates en torno a la eliminación de la pena de muerte. Obviamente, aquí es difícil percibir de qué parte está la acción “no santa”.
[5] Debemos señalar que dentro del vocabulario de Rawls el término “moral” apunta a las doctinas comprensivas particulares, es decir, hace referencia a cuestiones de vida buena. Aquí el pvm se encuentra representado por el término “política”, puesto que hace referencia a cuestiones de justicia, entendiendo ésta como imparcialidad. Habermas, a su vez reservará el término “ética” para orientaciones hacia la vida buena, mientras que usará el término “moral” para orientaciones hacia una justicia de validez universal. Queda claro que si bien Rawls y Habermas se encuentran ambos bajo el paraguas del pvm utilizan el término “moral” de manera distnta.
[6] Siguiendo a Austin y Searle, Habermas distingue , además, entre actos de habla locutivos de los ilocutivos Señalando que la filosofía del lenguaje en sus inicios (el primer Wittgenstein y parte del segundo) había intentado salir del paradigma de la conciencia apelando al giro lingüístico, dicho giro termina siendo un paso incompleto si es que se centra en el aspecto semático del lenguaje, tomandolo sólo desde el ángulo proposicional (donde el lenguaje es entendido como un conjunto de proposiciones). Este centramiento en el aspecto locutivo hizo que la filosofía del lenguaje temprana perdiera de vista el aspecto prágmático que la carga ilocutiva señala. Desde Austin y Searle es posible encontrar que al momento en que el hablante emite una proposición está, al mismo tiempo realizando una acción. Por ejemplo cuando Juan dice “el gato está sobre el escritorio”, está diciendo, al mismo tiempo añadiendo una carga ilocutiva, de manera tal que lo que lo que dice realmente es una expresión del tipo de “sostengo que el gato está sobre el escritorio” o “deseo que el gato esté sobre el escritorio”. De este modo, expresiones del tipo “sostengo que...”, “deseo que...”, “prometo que...”, que apuntan a la carga ilocutiva del acto de habla son de importancia suprema al momento de visualizar el criterio de validez de una expresión.
[7] De acuerdo con Habermas los tres topos de pretensión de validez son susceptibles de contestación, inclusive aquella respecto a la veracidad, bajo la forma de “no puedo creer que digas en serio que la película te pareció buena”.
[8] KANT, Immanuel; Filosofía de la historia. Ed. Nova, Buenos Aires. 1964. P 138.
[9] RAWLS, John; El derecho de gentes. Ed. Paidós, Barcelona, 2001. P. 15
[10] Íbid, Pp. 24-26.
Otro caso paradigmático del uso de la teoría del “pluralismo jurídico” de manera claramente tendenciosa la encontramos en un artículo que el ex canciller del gobierno de Alberto Fujimori, Fernando de Trazegnies entitulara “Estados nacionales y derechos humanos”. En él, el Profesor De Trazegnies sostiene que es derecho inalienable de los pueblos y culturas determinar los arreglos políticos y jurídicos que crean convenientes. Además, afirma el autor, que es necesario establecer una distinción entre los asuntos políticos y jurídicos, de una parte, y los asuntos morales, de otra[2]. Al conjugar ambas tesis el ex canciller termina afirmando algo cruel y demasiado conmovedor respecto a la relación derechos humanos y cultura: Por una parte, puesto que cada pueblo tiene el derecho de configurar a voluntad su propio régimen político y jurídico, la política en derechos humanos termina pecando de “imperialismo político” al pretender universalizar un sistema jurídico global –como el que de desprende de la creación y funcionamiento de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. De otro lado, reconoce que, como miembros de la cultura Occidental podemos sentir indignación frente a los casos de violaciones de derechos humanos, pero tal indignación no pasa de ser una reacción moral con la cual lo más que podemos hacer es ofrecer recomendaciones pedagógicas y nada más. De esta manera el autor pretende sustraer al sistema de derechos humanos de todo contenido normativo. La motivación claramente política del profesor De Trazegnies termina por desenmascararse completamente cuando, a cierta altura de su argumentación, donde aparecía la palabra “cultura” comienza a aparecer, sin justificación alguna, el término “Estado”, como si fuesen alegremente intercambiables[3].
Pero, más allá del uso descarado que algunos dictadores puedan hacer del relativismo cultural o del positivismo jurídico, existe un verdadero problema cuando tratamos de poner en relación los términos “derechos humanos” y “cultura”. Este problema atañe directamente tanto a la teoría como a las políticas de derechos humanos. Tanto el relativismo que se desprende del positivismo jurídico como el relativismo moral vulnera las pretensiones de universalidad de los derechos humanos como a las de las políticas de intervención humanitaria, de creación de cortes internacionales (como la Corte Penal Internacional) y demás.
Nos encontramos aquí con un problema que tiene tres aristas: la primera es de corte moral, que encuentra su origen en la necesidad de fundamentación de lo que se conoce como el punto de vista moral (pvm), es decir, de pretensiones morales universalistas que nacen de la distinción entre cuestiones de justicia, de una parte, y cuestiones referentes al bien y a las formas de vida particulares. La segunda arista es de corte jurídico y tiene en vistas la relación entre el pvm y la creación de la norma jurídica. Aquí el problema apunta a la consolidación de los criterios que pueden emanar del pvm para la derivación constitución de las normas del derecho. Finalmente, la tercera de las aristas es de carácter político y se dirige a la posibilidad de encarnar las normas jurídicas que se desprenden de la moral universalista en formas de vida concretas.
Esta última parte del problema puede causar la ilusión de que detrás de las políticas humanitarias lo que se encuentra no es otra cosa que una renovación del imperialismo burgués, pero tal ilusión queda desvanecida cuando se entiende la distinción entre lo justo y lo bueno que se encuentra a la base de la teoría de los defensores más lúcidos del pvm. La ilusión que se trata de cancelar es aquella que no distingue entre moral universal y forma de vida universal. La presente ponencia insistirá en que tal distinción no sólo es posible, sino que es punto de partida obligado para nuestras reflexiones en torno a la relación “derechos humanos” y “cultura”. Una moral universal apunta a términos referente a la justicia, mientras que la forma de vida apunta a términos referentes al bien, la vida buena y la identidad. Como veremos, una moral universal está lejos de abogar por una forma de vida que se intenta imponer a cualquier precio.
1) El relativismo moral
En esta oportunidad centraré mi intención en los problemas que se derivan del relativismo moral para con los derechos humanos. El relativismo moral tiene, clásicamente, dos versiones. La primera versión señala que cada sujeto tiene sus propias pautas de comportamiento y que no es moralmente legítimo inmiscuirse en la vida de los demás. Este fenómeno es muy extendido en aquellas sociedades modernas donde se ha producido una alta desintegración social. Dicha versión se conoce como subjetivismo moral, teoría que sostiene que la moral opera análogamente a los gustos, es decir no existe un criterio objetivo desde el cual indicar qué está bien y qué mal, qué es lo correcto y qué lo incorrecto.
La segunda versión sostiene que las pautas morales son una parte sustantiva de las culturas. En este sentido cada cultura tiene su propia moral y no existe ningún criterio universal desde el cual criticar prácticas específicas dentro de una cultura. Algunas veces esta doctrina viene acompañada de cierto funcionalismo cultural que afirma que todas las costumbres y prácticas dentro de una cultura cumplen un rol importante dentro de la regeneración de la cultura, de tal manera que es un “imperativo político” preservar las culturas intactas para que no se echen a perder. No es difícil ver que esta posición requiere de un “intérprete cultural inmanente” que posea la capacidad de discriminar entre prácticas socioculturales auténticas e inauténticas, es decir, que posea la genealidad suficiente para percibir la distinción una forma de vida cultural coordinada con las fuentes de la que no lo está. Si bien el filósofo social norteamericano Michael Walzer ha intentado rastrear en la figura de los profetas de Israel ciertas siluetas del intérprete inmanente, son políticos como el Sr. Lee y sus secuaces quienes se han abrogado el título de “intérpretes” en este sentido. Obviamente posturas como la de Charles Taylor muestran dosis de sensatez mayores al mostrar la conexión existente entre el hecho de tener una cultura de referencia con la identidad y la orientación moral de los individuos.
Esta segunda versión del relativismo moral es conocida comúnmente con el nombre de relativismo cultural y sostiene que cada cultura tiene sus propias pautas morales y cualquier crítica moral que se le haga desde fuera de la cultura es ilegítima. Tal doctrina puede resultar un hueso duro de roer para los humanitarios, puestos que sólo reconoce como válida la intervención de políticas de derechos humanos en culturas donde es evidente que tienen los valores morales “humanitarios”. Puesto que la diversidad cultural aún no ha sido extinguida del planeta y siendo que la tesis relativista asocia moral con costumbre y orientación hacia el bien, es relativamente fácil probar que sólo en ciertas partes (pocas, por cierto) de Occidente se tienen valores “humanitarios”. De esta manera, concluye el argumento relativista, aunque algunos países han ingresado al sistema jurídico internacional, que supone un relativo acuerdo en lo que a derechos humanos refiere, la política en derechos humanos representa una flagrante inmoralidad[4].
Es, sin embargo, necesario anotar que el relativismo cultural –y el relativismo en términos generales- termina siendo una postura imposible de sostener sin caer en contradicción. Tal postura supone que si las culturas A y B tienen sus propias conjunto de valores articulados en lenguajes morales particulares, éstos son incomparables entre sí, es decir, no tenemos poseemos de criterio alguno para indicar cuál es mejor. Esto supone el fenómeno conocido como inconmensurabilidad entre los lenguajes morales. Pero la posibilidad de distinguir entre los lenguajes morales A y B, y señalar inconmensurabilidad entre ellos, supone un tercer punto de vista –C- desde el cual vemos A y B como inconmensurables. El punto de vista C no es más que un tercer lenguaje moral desde el cual podemos traducir los términos de los lenguajes morales A y B y señalar el supuesto abismo que los separa. Si es posible hacer eso, la tesis de la inconmensurabilidad que subyace a la posición relativista, no muestra más que su incoherencia..
2) Los derechos humanos
Aún denunciada la falacia lógica que subyace al relativismo cultural, resulta ser un problema el hecho de que el fenómeno de los derechos humanos es el fruto de una cultura determinada. Tal fenómeno ha madurado a través de los siglos dentro de la cultura occidental. Desde la óptica relativista, los derechos humanos representan un conjunto de valores que se intentan imponer, por las buenas o por las malas, a otras culturas. A ello estarían abocadas las políticas humanitarias. En cierto modo los valores que inspiran el fenómeno de derechos humanos como la dignidad, la igualdad en dignidad, la libertad, la justicia y la paz, tal como occidente los entiende, son un producto cultural. La pretensión es que, siendo el producto de una determinada cultura éstos principios son capaces de desprenderse de su raíz cultural y adquirir alcance universal. Esta pretensión ha sido defendida hace poco por dos filósofos del derecho de importancia de la filosofía reciente: el estadounidense John Rawls y el alemán Jürgen Habermas. Vale la pena pasar revista a sus tesis.
a.- John Rawls : El derecho de gentes.
La tesis en torno a los derechos humanos ha sido trabajada por John Rawls primero en un artículo llamado “El derecho de gentes” y posteriormente explayada en un libro que tiene el mismo título. Tal tesis es como sigue: si bien es cierto los derechos humanos, tal como los conocemos, son el culmen del desarrollo jurídico llevado a cabo en el seno de las sociedades burguesas occidentales, representan un producto que puede ser tomado como “desgajable” de su enraizamiento cultural y “presentable” como un paradigma jurídico universal. De esta manera, aquello que es, en efecto, jurídica y moralmente válido para “nosotros” puede ser tomado como válido “para todos”. Tal traspase es posible gracias a la distancia que existe entre los términos del binomio “racional – razonable”. Una persona (o colectividad) es racional cuando es capaz de visualizar y llevar a cabo una estrategia que los conduzca a sus propias metas. Para ello requiere de un cálculo y un uso inteligente de los medios que lo conduzca a sus fines. Lo más resaltante aquí es que las metas y los fines son siempre privados y pueden ser obtenidos a costa de los intereses de otros. Lo propio de una persona razonable, en cambio, es la capacidad de sobreponerse por sobre sus intereses particulares para vislumbrar lo justo para todos, y no sólo para sí mismo o su grupo. Rawls entiende el binomio “racional – razonable” como una característica de los seres humanos que podemos universalizar sin problema, puesto que es un hecho antropológico que forma parte de la estructura psicológica propia a todo ser humano. No es propiedad de ninguna cosmovisión en particular. Es asunto de estructura empírica, no de metafísica.
En el contexto de la teoría jurídica de Rawls el binomio “racional – razonable” es utilizado en dos fases, referentes al derecho político y al derecho internacional respectivamente. En la primera el binomio hace posible trazar la línea que divide los asuntos domésticos de los asuntos políticos. Los asuntos domésticos se encuentran gobernados por la lógica de las doctrinas comprehensivas particulares, que tiene como meta lo bueno para el grupo (de acuerdo a lo que éstos consideren como tal). Los asuntos políticos, en cambio, responden a una lógica imparcial y universalista inspirada en el pvm. Ya no está orientado por la pregunta ¿qué es lo bueno para tal grupo?, sino por esta otra: ¿qué es lo justo para todos, sin excepción?. En este contexto, para que la justicia sea “irrestricta” debe ser planteada como imparcial. No se trata de lo justo desde el punto de vista de alguna doctrina comprehensiva (es decir, moral), sino de la justicia desde el punto de vista de la imparcialidad (justicia política)[5]. La justicia política se encuentra dirigida al diseño de las instituciones básicas de la sociedad y el Estado – como la Constitución y el poder judicial -, y es aquí donde los derechos individuales básicos (los derechos fundamentales) adquieren una primacía especial. De tal manera derechos como el de la propiedad privada, la libre conciencia, libertad de credo, derechos políticos como el de elegir a sus representantes en las cámaras son elementos que guían la constitución de las estructuras básicas del Estado. Lo propio de tales “derechos guía” es que responden a ciertos principios fundamentales: la libertad, la imparcialidad y el principio de compensación social (principio de diferencia).
El derecho internacional, por su parte, se encuentra articulado de manera análoga al derecho político. En este contexto los pueblos adquieren las características de ser tanto racionales como razonables. Al igual que en el derecho político, tal binomio posibilita distinguir cuestiones intestinas, referente a cada pueblo (el tipo de organización política que adopten) de cuestiones que tiene que ver directamente con la esfera pública internacional y su organización jurídica. De esta manera, los pueblos no se encuentran obligadas a constituirse en Repúblicas Liberales (pueden ser “jerarquías consultivas”), siempre que garanticen los derechos fundamentales de cada uno de sus ciudadanos. La protección de los derechos humanos, junto con la exigencia de ser pueblos no agresivos, se convierte en elementos que cobra primacía. De esta manera, dentro del orden internacional, “la comunidad de pueblos bien ordenados” tiene el derecho de intervenir en un pueblo determinado para mantener a raya gobiernos agresivos o que vulneran los derechos humanos de sus ciudadanos (por medio de políticas de intervención humanitaria).
Dentro de la teoría de Rawls, el estatuto de los derechos humanos pierde todo hálito metafísico. Aquí el problema de, si tales derechos son o no “culturalmente determinados” (que es el problema metafísico planteado por los relativistas culturales) deja la posta al problema de qué elementos o cláusulas pueden proveernos de instituciones estables para el orden internacional, problema, a todas luces, de corte posmetafísico. Tal problema es resuelto señalando que sólo será posible arribar a un orden estable colocando como principio guía el respeto de los derechos individuales que el sistema de derechos humanos consagra. El paradigma de “orden internacional estable” rival es el anterior a la paz de Wesfalia, que se consolida por medio del juego de fuerzas. De esta manera se entiende la ventaja que tiene consolidar el orden internacional en principios como los derechos humanos. Es necesario anotar que Rawls entiende por “derechos humanos” no el sistema de derechos humanos en su conjunto, sino aquellos derechos que garantizan las libertades fundamentales de los ciudadanos de los pueblos dentro del orden internacional estable y bien ordenado.
Es claro, entonces, que para Rawls el asunto respecto de los derechos humanos deja de ser la fundamentación para pasar a ser la legitimidad social. Tal legitimidad es alcanzada al percibir en los derechos humanos una clave superior a la presentada por la propuesta contraria para alcanzar un orden global estable. Lo que está en discusión, entonces, no la expansión de una visión del mundo particular, sino los principios que hagan posible la regulación de las normas y las relaciones dentro del derecho internacional.
b.- Habermas: los presupuestos comunicativos empíricamente validados
Jürgen Habermas presenta una teoría del derecho que trae consigo una comprensión genética de los derechos humanos. Él los entiende siempre dentro del marco de los derechos constitucionales, de tal manera que aquí los “derechos humanos” serán “derechos fundamentales”. Además explica tales derechos por medio de dos estrategias distintas: la primera es entenderlos como condición indispensable para la comunicación. La segunda estrategia será considerarlos “conquistas sociales” alcanzada en el seno de las sociedades liberales multiculturales.
De manera análoga a cómo Rawls distingue el aspecto racional del razonable dentro de la estructura psíquico-empírica del ser humano, Habermas opera la distinción entre acción estratégica y acción comunicativa. Dentro de la perspectiva habermasiana estratégicas son las acciones orientadas al éxito en la obtención de beneficios particulares, mientras que la aquellas orientadas al entendimiento mutuo son acciones comunicativas. Esto no quiere decir que la comunicación lingüística se encuentre restringida al segundo tipo de acciones. Las acciones del tipo estratégico también pueden ser realizadas por medio del lenguaje, pero aquí lo que importa no es la transmisión de algún tipo de información entre hablante y oyente. Los actos de habla que se encuentran a la base de las acciones estratégicas se encuentran dirigidas más bien a provocar en el oyente cierto tipo de reacción, de tal manera que lo propio del lenguaje se encuentra subsumida dentro de una actividad que no tiene como fin la comunicación, sino la influencia. Un ejemplo de tales actos de habla (llamados perlocutivos desde Austin y Searle) lo tenemos cuando el hablante dice “voy a renunciar a mi empleo” con el fin no de comunicar algo, sino de causar cierta reacción como puede ser intimidarlo o presionarlo. De esta manera, si bien en la acción estratégica entra en juego también el lenguaje, tales acciones no se centran en el lenguaje sino en la manipulación.
Las acciones comunicativas, por su parte, se centran exclusivamente en la transmisión de información entre hablante y oyente, sin presión ni manipulación. En este sentido se trata de acciones orientadas al entendimiento. Aquí el modelo se inspira en lo que Austin denomina acto de habla ilocutivo, donde ocurre que cuando el hablante dice “voy a renunciar a mi empleo” no tiene otra intensión que trasmitir dicha información. Si el oyente se impresiona o se llena de ira es otro problema. Lo importante es que aquí no hay intensión de manipular la comunicación[6].
Las acciones comunicativas tienen tres campos de acción. El primero es el campo cognitivo, en el que lo importante es la transmisión de información respecto del mundo objetivo (“el gato está durmiendo sobre el escritorio”). El segundo es el campo normativo donde lo que se trasmite son reglas, morales o jurídicas, para la acción (expresiones del tipo “debes”). El tercer ámbito es el expresivo donde la información tiene que ver con estados y procesos internos de los sujetos (“me siento estresado”), la crítica artística (“me parece una buena la película”) y expresiones valorativas (“valoro la vida hogareña”). Los tres tipos de acción comunicativa tienen pretensiones de validez distintas. Las comunicaciones cognitivas tienen su pretensión de validez en la comunicación de la verdad respecto a un estado de cosas determinado dentro del mundo. Las comunicaciones normativas adquieren en la rectitud de la regla de acción su pretensión de validez, mientras que las comunicaciones del tipo expresivo las tienen en la veracidad de las afirmaciones[7].
Para nuestros fines es necesario destacar las comunicaciones normativas, puesto que es por medio de ellas que se construye el sistema de normas (morales y jurídicas). Aquí es necesario distinguir dos niveles de la rectitud. El primero corresponde a la rectitud de las acciones (en el sentido de ser conforme a la norma moral o jurídica). El segundo es el nivel respecto de la norma misma (en el sentido de su validez respecto a principios). De esta manera, cuando Juan se pasa la luz roja su acción no es correcta (y es llamado a la corrección por el guardia de tránsito). Algo distinto ocurre respecto de normas en discusión. La bioética se encuentra plagada de tales debates. Por ejemplo, respecto a los problemas de la eutanasia y el aborto el problema no es si las acciones corresponden a las normas, sino en encontrar las normas correctas. En este segundo nivel lo que ocurre es que más de una norma tiene pretensiones de validez y la tarea es poder tener un criterio que posibilite la elección entre las normas rivales. Aquí las normas adquieren carácter hipotético (puesto que están en examen). Si el primer nivel corresponde a lo correcto y adecuado de acuerdo a las normas y valores de una forma de vida determinada –donde las costumbres y el derecho consuetudinario indican cómo se deben conducir los individuos -, el segundo nivel surge cuando las normas y valores de la forma de vida se han complicado, donde ya no hay tanta claridad respecto a lo correcto o a lo bueno. Este segundo nivel corresponde a los típicos casos de sociedades complejas como las contemporáneas donde entran en juego más de una pretensión de rectitud respecto de las normas y más de una pretensión de veracidad respecto a las valoraciones éticas y estéticas.
Complementariamente Habermas presenta una distinción entre el bien y lo justo. El bien corresponde a comunicaciones de tipo expresivo, mientras que lo justo tiene que ver con las normas. Los discursos respecto del bien tienen relación directa con formas de vida culturalmente constituidas (la vida buena y sus valores), mientras que aquellos respecto de la justicia tiene pretensiones universales que suponen cierto nivel de abstracción respecto de las formas de vida concretas. Repetidas veces ha sido malinterpretado dicho nivel de abstracción. Las acusaciones imputan erróneamente a tales discursos el producir normas de acción generales que no se encuentren enraizadas en ninguna cultura y que, sin embargo, obligue a los individuos de manera universal e incondicionada sin tener en cuenta los contextos culturales. Hay un error de base en esta acusación: los discursos respecto de la justicia no se encuentran dirigidos a producir normas para la moral o el derecho, sino que se dirigen a la evaluación de normas concretas que entran en conflicto unas con otras dentro de una sociedad compleja. De esta manera, las normas de las que se trata aquí son siempre enraizadas. El problema, más bien, se encuentra en los criterios de evaluación, es decir, los principios.
Habermas visualiza claramente la estructura de las sociedades modernas en el esquema tripartito: mercado, sociedad civil y estado. Mientras que el poder económico se encuentra dentro y domina la esfera del mercado, el poder comunicativo es aquél que determina las relaciones al interior de la sociedad civil. El poder económico responde a la racionalidad estratégica (haciendo uso de métodos de influencia) en vistas del interés particular, en cambio el poder comunicativo proyecta la consolidación de una agenda pública donde se debaten abiertamente las necesidades y expectativas de las partes además de asuntos referentes al bien compartido. Es aquí donde se organiza un debate en torno a temas de interés público, debate en el que los medios de comunicación tiene una tarea importante.
La sociedad civil, además, institucionaliza ciertos instrumentos que posibilitan la articulación del debate y que haga posible concretar resultados en vistas al bien común. De esta manera se generan las instituciones propias del Estado, el cual se convierte en un poder administrativo. Pero, puesto que las sociedades contemporáneas son multiculturales el Estado no puede conformarse con ser simplemente un apéndice surgido del debate dentro de la sociedad civil poseedora de una única comprensión ética uniforme, sino que su perspectiva debe alcanzar pretensiones de representar una sociedad civil plural donde coexisten y se relacionan varias comprensiones éticas, es decir, debe tener pretensiones de universalidad. Las sociedades civiles contemporáneas se encuentran conformadas por un conjunto de agrupaciones que tienen comprensiones éticas particulares. No es el caso que el Estado represente en el ámbito administrativo una comprensión ética particular, sino que es necesario que éste tenga pretensiones de mediador entre diferentes colectividades ético-culturales. De esta manera, en una sociedad contemporánea conformada por colectividades ashánincas, quechuas, aymaras e hispanohablantes, es necesario que las instituciones del Estado no se vean comprometidas éticamente con ninguno de los grupos en cuestión, puesto que de estarlo terminaría discriminando a los demás. De esta manera Habermas opera una distinción entre discursos éticos (referentes al bien desde la perspectiva cultural de algún grupo miembro de la sociedad civil) de los discursos morales (referentes a la justicia) que tiene pretensiones universales. Como se puede percibir claramente, los discursos morales son propios de la esfera Estatal, gracias a los cuales Estado se encuentra en condiciones de mediar correctamente (de manera imparcial) entre pretensiones ético-culturales rivales.
Tales discursos morales van a dar a luz las pautas normativas del derecho. El problema central es cómo se constituyen los discursos morales referentes a la justicia. Esto es dentro de un debate que tiene ciertas características particulares: en primer lugar, los participantes deben estar en la disposición de escuchar y tomar en cuenta las pretensiones discursivas de los demás; de otro lado, nadie puede imponer su punto de vista por medio de la fuerza. Además todos deben expresar sus puntos de vista por medio de argumentos. Pero una condición fundamental para el debate es considerar a los miembros del debate como sujetos de derechos individuales, de modo que esté prohibido discriminar a nadie por sus opiniones o su ascendencia cultural. De esta manera la exigencia de considerar los derechos de los involucrados se convierte en una condición sine qua non es posible el debate en torno a la justicia. Esto garantiza las pretensiones universalista del discurso moral. Tal debate no supone ninguna instancia extraempírica, sino que el espacio propio de éste son las comunidades jurídicas concretas –el propio mundo de la vida-, de modo que los miembros aportan expectativas respecto a la justicia que se encuentran en el seno de las sociedades civiles multiculturales, teniendo en cuenta las especifidades del “coctél multicultural” concreto. Para que esto sea posible debemos atribuir de hecho derechos fundamentales a todos los integrantes del debate.
Como hemos visto arriba, el planteamiento habermasiano desplaza el problema, de las normas a los principios. El problema no es construir normas del derecho o de la moral, sino hacerse de principios de evaluación. “Hacerse de principios” es adquirir un punto de vista moral. Para ello Habermas recurre a la antropología filosófica y trae a colación la distinción acción estratégica – acción comunicativa. Las acciones orientadas al entendimiento van a hacer posible la construcción del punto de vista moral, porque nos dotan de la imparcialidad necesaria para resolver las situaciones conflictivas que se habían generado entre las normas. El marco en el que la situación conflictiva se resuelve es un debate en el que se presentan y examinan las pretensiones rivales. Para que tal debate conduzca a una solución satisfactoria del conflicto (desde el punto de vista de todos los implicados) los participantes deben someterse a las exigencias de las situaciones discursivas antes señaladas
3) Utopía realista y formas de vida.
Si bien el punto de vista moral no nos conduce a una forma de vida universal, las formas de vida concretas plantean un problema serio al momento de evaluar las posibilidades de llevar a cabo aquello que desde la filosofía política se está predicando. Ya Kant, a su tiempo, tuvo que enfrentar el problema de la viabilidad práctica del planteamiento que el teórico político propone. Por ello escribió un ensayo que tituló Acerca del refrán: “lo que es cierto en teoría, para nada sirve en la práctica”.
En aquél ensayo Kant discute expresiones populares como “lo que se puede oír con agrado en la teoría carece de toda validez para lo práctico.” O aquella reformulación de lo mismo bajo el fraseo de “esta o aquella proposición rige in thesis, pero no in hypothesi”[8]. Aquello que Kant analiza en la primera parte de su trabajo no es algo restringido a la filosofía política o moral, sino al conocimiento en general, aquella presunción del hombre “práctico” de poder valerse por sí mismo sin el apoyo de la “teoría”. Por supuesto, en el contexto la teoría puede ser aquella de actividades prácticas como el de la medicina o el derecho. Ambas actividades prácticas requieren, como lo hace notar claramente Kant, de un corpus teórico que oriente su actividad. Ni el médico ni el abogado – y aquí el educador no es una excepción - pueden arreglárselas, para su actividad, sin un conjunto sistemático de conocimientos. No es necesario subrayar que esto, válido para las actividades y ciencias prácticas, se aplica también a saberes teóricos como la matemática o la metafísica.
¿A que viene que tengamos a menudo la impresión de que cuerpos teóricos son inútiles para la práctica? Aquella distancia entre teoría y práctica puede tener su origen en dos fenómenos: 1) En el hecho de que la teoría se muestra insuficiente para explicar los fenómenos. En este caso, lo que hace falta no es desembarazarse de la teoría, sino aumentar más teoría aún, puesto que lo que falta es tener el conjunto de reglas generales que hagan inteligible la experiencia. 2) También puede ocurrir que se tenga un corpus teórico suficiente y suceda que la persona carece de la capacidad de juzgar cuando el caso se subsume a la regla general que la teoría le ofrece. Ello no se debe a carencia de parte de la teoría, sino de falta de criterio de parte del intérprete de la realidad.
Aquello que Kant está indicando es que interpretamos la realidad siempre desde marcos conceptuales y cuando el marco no nos ayuda en la interpretación puede ser o por que el marco es inadecuado, o el interprete carece de juicio. En nuestro asunto lo que buscamos es el marco conceptual adecuado para entender el problema entre los derechos humanos y el fenómeno del multiculturalismo. En el ensayo que he comentado en esta sección, Kant sugiere que para asuntos de filosofía práctica (moral y derecho) el marco adecuado es aquél que tiene como concepto central en concepto del deber. Es decir, aquél que distingue cuestiones de justicia de cuestiones referente a la vida buena.
Rawls y Habermas comparten la opinión de Kant en este sentido y parece razonable que para el problema de conflictos entre reglas de acción rivales (por ejemplo, si el Estado debe o no otorgar reconocimiento jurídico a matrimonios homosexuales) un marco conceptual que nos remita a las eticidades existentes en culturas tradicionales no va a ser el adecuado. En tales casos de conflictos entre reglas de acción el marco necesita incorporar un criterio de evaluación que incorpore la categoría de lo justo, además de procedimientos adecuados para realizar justicia. La distinción “racional – razonable”, que apunta a acciones dirigidas al entendimiento mutuo más que a actividades de estrategias sagaces puede proporcionarnos de un marco conceptual adecuado para enfrentar los conflictos. Tal marco consagra, en los planteamientos contemporáneos que hemos expuesto, un conjunto de derechos individuales universalizables, que es una versión “compacta” de los derechos humanos.
Permanece ante nuestra mirada la relación entre el punto de vista moral y aquello que Habermas, recogiendo una expresión husserliana, denomina mundo de la vida. El mundo de la vida es el trasfondo vital que acompaña todas nuestras relaciones intersubjetivas, de tal manera que también acompaña toda pretensión de normatividad de la vida sociocultural. Tal como Habermas señala, con el arribo de la modernidad aquél trasfondo vital que es el mundo de la vida acusa una transformación inédita; se trata de su ingreso a un proceso de racionalización y de complejización. Tal proceso arroja como resultado de que ahora habitan en su seno un conjunto de colectividades que poseen cada cual una propia comprensión etico-cultural. Además ocurre, como fruto de la racionalización de la vida dentro de la modernidad, que las demandas y pretensiones de justicia abandonan en campo de la referencia metafísico-religiosa, propios de los mundos culturales tradicionales, para ingresas a las exigencias de los discursos racionales.
Sin embargo, a pesar del proceso de racionalización señalado, la relación entre el pvm y el mundo de la vida es ciertamente problemática. Lo que se está exigiendo es la encarnación de los procedimientos de justicia imparcial en las sociedades contemporáneas. Tal encarnación es efectivamente posible, pero no es automática. Requiere de la intención de los participantes en el discurso y en los debates en torno a la justicia de regirse conforma aciones comunicativas y razonables, y de marginar las acciones estratégicas de la vida política.
Para graficar aquella situación en que nos coloca la racionalidad deóntica que gobierna este tipo de teorías en torno a la filosofía práctica, Rawls nos ofrece la figura de lo que denomina Utopía Realizable. Dicho concepto señala al hecho de que es humanamente posible que las relaciones políticas se articulen bajo la guía del pvm, pero depende de la voluntad de los interesados. En El derecho de gentes señala que “La filosofía política es utópica de manera realista cuando despliega lo que ordinariamente pensamos sobre los límites de la posibilidad política práctica”[9]. Siguiendo los pasos del Rousseau del Contrato Social, la utopía realista presenta toma en consideración tanto “los hombres tal como son” (con una determinada naturaleza moral y psicológica) como “las leyes como pueden ser”. Es realista porque se apoya en las leyes de la naturaleza, tomando a las personas tal como son y a las leyes constitucionales y civiles tal como deben ser para lograr una correcta estabilidad social. Es utópica puesto que emplea ideales, principios y conceptos políticos y morales que apuntan a una sociedad y a una comunidad internacional razonable y justa. Tales ideales enumeran y priorizan derechos y libertades fundamentales, entre los cuales ocupan un lugar importante los derechos humanos.[10]
Pero hay un problema que tales teorías no pueden resolver. La filosofía moral exige que los implicados sean razonables y abandonen pretensiones estratégicas. Pero el mundo de la vida sobre el cual tales concepciones deónticas intentan imperar presenta una historia de dominación, marginación y pobreza tal que hace difícil llevar a cabo cierto tipo de exigencias. El caso es que tales exigencias carecen de la “autoridad moral” suficiente para pedir a minorías y a mayorías que han sido discriminadas y humilladas durante siglos para pedirles que contengan toda su ira y violencia y sean “razonables”. Las teorías deónticas si bien nos ofrecen un marco conceptual adecuado, carecen de herramientas para la constitución de sujetos “razonables”. Tal constitución supone un conjunto de condiciones previas que pasan por la cicatrización de heridas y el procesamiento de resentimientos planamente justificados. La deóntica supone de entrada aquello que Habermas denomina “interlocutores ideales”, paro tales participantes requieren preparación, y la deóntica no da herramientas para ello. Es necesario conjugar una terapéutica sociocultural a las reflexiones filosóficas.
¿Compete a la filosofía articular tal terapéutica? Creo que no, ese es trabajo de la psicología social, la sociología y el psicoanálisis, además de ser competencia de los políticos por medio de múltiples mecanismos. Un ejemplo de tales procedimientos terapéuticos se pueden encontrar en el trabajo de las Comisiones de la Verdad a lo largo del planeta. Mal que bien el trabajo desarrollado por tales comisiones significa el procesamiento de las huellas que la marginación, la pobreza y otros tipos de violencia social han dejado en las sociedades. Lo que compete a la filosofía es apuntar ciertamente a los ideales, pero a la ver subrayar la necesidad de que tales condiciones ideales deben ser construidas con el concurso de los demás interlocutores de la sociedad civil y científica.
[1] La conocida tesis Lee aboga por que el endurecimiento de los regímenes políticos –a través de la restricción de derechos y libertades políticas y civiles- conduce al desarrollo y fortalecimiento de los sistemas económico, tesis que -como lo muestran los trabajos de Amartya Sen –es a todas luces falso. Además Lee sostiene la tesis según la cual la región asiática comparte un sistemas de valores homogéneo. Esta segunda tesis es también falsa ya que supone que las motivaciones morales últimas de las acciones de Gandhi eran las mismas que aquellas que motivaron las políticas autoritarias de los gobiernos de Singapur o Tailandia.
[2] Es necesario señalar que la distinción moral – derecho es un fenómeno típicamente occidental moderno. Si se quiere criticar frutos del desarrollo jurídico burgués, como el sistema de derechos humanos, en apoyo de la tesis de que los otros pueblos tiene derecho a su propia forma de vida, resulta contradictorio utilizar la distinción moderna entre derecho y moral para tal fin.
[3] Otro ejemplo de defensa de teorías antiderechos humanos con sospechosos visos políticos lo podemos encontrar en el artículo de Francisco Tudela (2000) publicado por el Congreso de la República del Perú, cuando aún tal organismo estatal se encontraba en manos de la bancada fujimorista. La tesis de Tudela , de confesa filiación reaccionaria, apunta a tildar a los derechos humanos de herramienta ideológica creada por las democracias burguesas occidentales con el fin de combatir a los países del bloque comunista. Obviamente, mientras se presenten como armas contra el comunismo los derechos humanos podían ser vistos con buenos ojos por los pensadores reaccionarios. Pero una vez vencido el enemigo –continúa la tesis de Tudela-, estas armas, los derechos humanos, sufren un proceso análogo a lo que ocurrió con las ojivas nucleares de la ex Unión Soviética. Tales armas quedan a disposición de una suerte de piratas y mercenarios que no son otra cosa que las ONG defensoras de derechos humanos quienes las usan ya no para una causa santa sino para una demoníaca, a saber, el debilitamiento de la soberanía de los Estados nacionales. Tales piratas y mercenarios que son las ONG pretenden ser representantes de la ciudadanía cuando en realidad –al parecer de Tudela- no representan más que a los intereses privados, puesto que los verdaderos representantes de la ciudadanía son aquellos “democráticamente elegidos” y que ocupan los puestos de administración pública en el Estado (obviamente, no necesito comentar la trampa que hay en este argumento, pues es obvia). Finalmente, el también ex funcionario del dudoso gobierno de Fujimori presenta una retrospectiva histórica de los movimientos político-jurídicos que desde inicios de la modernidad apuntarían, según él, a acentuar la tendencia lúcida hacia el fortalecimiento de las soberanías estatales en el derecho internacional. Tal retrospectiva se muestra completamente tendenciosa cuando no menciona en pasaje alguno momentos importantísimos del siglo XX como la conformación de las Naciones Unidas y la incorporación de los derechos humanos en el derecho internacional. De esta manera, la retrospectiva histórica que desde el pensamiento reaccionario se ofrece no presenta más que una reacción contra la retrospectiva histórica misma.
[4] Un ejemplo de tal tipo de incorporación “no santa” al sistema de derechos humanos es observable en las discusiones llevadas a cabo en el parlamento turco. Como se sabe, Turquía está tramitando su ingreso a la Comunidad Europea, trámite que exige se revise aspectos de la Constitución turca que no empatizan con el espíritu de los valores humanitarios. Así, hacia mediados del 2002 de ha podido presenciar debates en torno a la eliminación de la pena de muerte. Obviamente, aquí es difícil percibir de qué parte está la acción “no santa”.
[5] Debemos señalar que dentro del vocabulario de Rawls el término “moral” apunta a las doctinas comprensivas particulares, es decir, hace referencia a cuestiones de vida buena. Aquí el pvm se encuentra representado por el término “política”, puesto que hace referencia a cuestiones de justicia, entendiendo ésta como imparcialidad. Habermas, a su vez reservará el término “ética” para orientaciones hacia la vida buena, mientras que usará el término “moral” para orientaciones hacia una justicia de validez universal. Queda claro que si bien Rawls y Habermas se encuentran ambos bajo el paraguas del pvm utilizan el término “moral” de manera distnta.
[6] Siguiendo a Austin y Searle, Habermas distingue , además, entre actos de habla locutivos de los ilocutivos Señalando que la filosofía del lenguaje en sus inicios (el primer Wittgenstein y parte del segundo) había intentado salir del paradigma de la conciencia apelando al giro lingüístico, dicho giro termina siendo un paso incompleto si es que se centra en el aspecto semático del lenguaje, tomandolo sólo desde el ángulo proposicional (donde el lenguaje es entendido como un conjunto de proposiciones). Este centramiento en el aspecto locutivo hizo que la filosofía del lenguaje temprana perdiera de vista el aspecto prágmático que la carga ilocutiva señala. Desde Austin y Searle es posible encontrar que al momento en que el hablante emite una proposición está, al mismo tiempo realizando una acción. Por ejemplo cuando Juan dice “el gato está sobre el escritorio”, está diciendo, al mismo tiempo añadiendo una carga ilocutiva, de manera tal que lo que lo que dice realmente es una expresión del tipo de “sostengo que el gato está sobre el escritorio” o “deseo que el gato esté sobre el escritorio”. De este modo, expresiones del tipo “sostengo que...”, “deseo que...”, “prometo que...”, que apuntan a la carga ilocutiva del acto de habla son de importancia suprema al momento de visualizar el criterio de validez de una expresión.
[7] De acuerdo con Habermas los tres topos de pretensión de validez son susceptibles de contestación, inclusive aquella respecto a la veracidad, bajo la forma de “no puedo creer que digas en serio que la película te pareció buena”.
[8] KANT, Immanuel; Filosofía de la historia. Ed. Nova, Buenos Aires. 1964. P 138.
[9] RAWLS, John; El derecho de gentes. Ed. Paidós, Barcelona, 2001. P. 15
[10] Íbid, Pp. 24-26.
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