El Concilio Vaticano II significó un aggornamento para
la doctrina moral de la
Iglesia al colocar a la libertad humana en el centro de su
concepción moral y al poner a la
Iglesia misma en una disposición de diálogo, apertura y
comprensión del mundo contemporáneo.
Pero ciertas tendencias insisten en dar marcha atrás ante las
aspiraciones del Concilio. El Catecismo Romano, por ejemplo, acude a Aquino con
el objeto de equilibrar el progresismo que aparece en el Concilio, en especial
en el texto de Gaudium et Spes.
El resultado es, tal vez sin darse cuenta, la neutralización de las fuerzas progresistas
que brotaban de Vaticano II. Esta neutralización comienza a ejercerse con mayor
fuerza durante las décadas de los años 80 y los 90.
El referente que esta hola restauracionista va a
seguir sigue siendo León XIII, esta vez su encíclica Libertas
praestantissimum. La versión restauracionista que hereda el neotomismo de
León XIII trata el tema moral enfrentándose a ciertos fenómenos de la sociedad
contemporánea. Desde esta perspectiva el escepticismo y el relativismo se
muestran en las exigencias nefastas de libertad y autonomía que aparecen en la
sociedades contemporáneas y generan el fenómeno del pluralismo moral. Estas
corrientes infectarían no sólo la sociedad sino también a la misma Iglesia en
la cual aparecen ciertos sectores –no se precisa cuales- que deforman las
enseñanzas morales. Esto se manifiesta
como dudas y objeciones de orden humano, psicológico, social, cultural,
religioso y teológico sobre las enseñanzas morales de la Iglesia. Estos
sectores partirían – señalan los neotomistas - de ciertas concepciones
antropológicas y éticas que ponen en tela de juicio de modo global y
sistemático el patrimonio moral de la Iglesia , y establecen el divorcio entre libertad y Verdad.
La libertad humana, y su relación con la ley, se presenta como un serio problema para
quienes detentan esta perspectiva restauracionista, pues se ven obligado (en
nombre del neotomismo) a contrarrestar o
matizar los espacios que Vaticano II abrió a las libertades humanas. Vaticano
II fue un paladín de la libertad del hombre y de los derechos humanos. Del
Concilio brota la idea de que existe una correspondencia entre libertad y dignidad
de la persona humana. Este movimiento de
restauración, en cambio, procura amenguar ciertas evoluciones de la libertad
humana que no se condicen con la “naturaleza humana”, tal vez sin percatarse
que con ello no está reforzando las aspiraciones del Concilio. Este movimiento
reaccionario tendría por objetivo
advertir contra las supuestas
“hipervaloraciones” de la libertad. Estas “inflaciones de la libertad”
se describen allí como el fenómeno por medio del cual se le confía a los
hombres la tarea de crearse por sí mismos los valores que dan sentido a la vida
humana, sin referencia a la “Verdad”..
Esta apertura ante la libertad sería
la causa de la crisis en la sociedad. Frente a esta supuesta crisis se sostiene
la urgente necesidad de reestablecer la relación directa entre la libertad y la Verdad. Así , sólo una correcta
captación de la Verdad ,
entendida en términos metafísicos, permitiría la vivencia de una adecuada
libertad. Sobre la base de esta supuesta conexión se pretenden señalar las
correcciones que desde la
Verdad se deben hacer a las prácticas morales de las personas
contemporáneas.
Quienes así argumentan suelen asociar la libertad con lo la
“cultura narcisista” a la que ya hicimos referencia. Los participantes y
defensores de la cultura narcisista
sostienen la idea de que no son necesarios el establecimiento de lazos de solidaridad y
tampoco de un encuentro dialógica entre las personas. El partidario de la cultura
narcisista aboga por una sociedad atomizada en la cual cada individuo decida
por su propia cuenta, sin referencia a los otros, lo que le conviene hacer para
sus asuntos privados. En esta cultura los individuos consideran que los valores
morales son como los gustos. Así, si a alguien le gusta tal tipo de comida o de
música, no tendría, en principio, porqué dar razones a otro sobre sus
preferencias. Lo mismo sucedería con las cuestiones morales. El partidario de
la cultura narcisista sostiene que sobre las opciones morales no hay
posibilidad de diálogo y debate, pues éstos son como los gustos. Si yo
considero que algo es bueno –diría el partidario de la cultura narcisista – no
tengo porqué darle explicaciones a otros que consideran como bueno cosas
distintas.
Los partidarios del neotomismo no diferencian
suficientemente esa cultura narcisista de una cultura donde haya una libertad
más plena y que sea compatible con el diálogo y la intersubjetividad. Una cultura de la libertad y del
reconocimiento supone lazos de solidaridad y encuentro entre las personas.
Supone, además, un diálogo a través del cual vamos articulando nuestras
intuiciones morales. El pluralismo moral, es decir, la pluralidad de opciones
de vida, no es entendido, en esta cultura de la libertad y del reconocimiento,
como el abandono del diálogo y la racionalidad. Todo lo contrario, cada cual
puede explicar y hacer valer las razones de sus opciones de vida, a través del
diálogo. Es más, por medio del encuentro dialógico se van constituyendo valores
y bienes comunes y compartidos. El diálogo nos hace libres y solidarios.
El neotomismo asocia la ley moral cristiana con el sistema
moral de Aquino. Así se supone que hay una “la ley natural está inscrita y grabada en el
ánimo de todos los hombres y de cada hombre, ya que no es
otra cosa que la misma razón humana que nos manda a hacer el bien y nos intima
a no pecar”. Además se refiere a una razón más alta, que sería la del
legislador divino. “Tal prescripción de la razón humana no podría tener fuerza de ley si no
fuese la voz e intérprete de una razón más alta, a la que nuestro espíritu y
libertad deben estar sometidos”[1].
Así, desde el neotomismo, la fuerza de la ley reside en la
autoridad de imponer unos deberes, otorgar unos derechos y sancionar ciertos
comportamientos. “Ahora bien –señala León XIII-,
todo esto no podría darse en el hombre si fuese él mismo quien, como legislado
supremo, se diera la norma de sus acciones. De ello se deduce que la ley
natural es la misma ley eterna, insita en los seres dotados de razón,
que los inclina en acto y al fin que les conviene; es la misma
razón eterna del Creador y gobernador del universo”[2].
El lenguaje de “ley eterna”, “ley natural”, “ley humana”, “en acto” y “al fin” es
inequívocamente extraído de la filosofía neotomista. También de estas
concepciones extrae el lugar que ocupa la autoridad al momento de imponer unos
deberes, otorgar unos derechos y sancionar unos comportamientos. Es decir, es
de origen neotomista la concepción de los seres humanos como menores de edad a
quiénes la autoridad tiene que prescribirles normas y deberes. Es propia de esa
misma concepción la idea de que la ley en inmutable y que viene completamente
de fuera, de un ámbito totalmente ajeno de las experiencias y las concreciones
de la vida humana. Este lenguaje moral no permite comprender y atender las
necesidades de las personas en la sociedad contemporánea.
3.- La fe y la
Verdad
La
pregunta que uno podría legítimamente hacerse es si una moral que es
prescriptiva y que depende tanto de un realismo metafísico se puede encontrar
armoniosamente con las intuiciones sociales que encontramos tan valiosas y que
brotan del espíritu del Concilio. Se ha intentado incorporar en el Magisterio
los frutos de la práctica de una Iglesia que se ha comprometido de manera
especial con la suerte de los pobres y con promoción de las libertades humanas,
pero dicho esfuerzo no encuentra apoyo alguno por parte de categorías morales
que se están empleando. Es por ello que sugerimos que se piense seriamente en
reemplazar el netomismo por la hermenéutica al momento de tratar de plantear
problemas filosóficos y morales.
Tal vez si
la Iglesia
tomara más en serio la hermenéutica, ello permitiría conjugar de mejor manera
las intuiciones sociales y morales del cristianismo. Un mayor acercamiento a la
hermenéutica sería muy liberadora para la misma Iglesia. Tomar un poco más de
distancia del neotomismo y de aquellas angustias que le genera la idea de la Verdad objetiva y
cientificista podrían resultar muy provechosas. Tenemos que tomar distancia de
las pretensiones de hacer de la fe un objeto de conocimiento científico, porque
tales pretensiones nos pueden conducir a un dogmatismo innecesario e
intolerante contrario a la caridad. Los católicos tenemos que dejar atrás los
momentos en que nos entendíamos en disputa y en combate con las ciencias. La fe
no nos exige en ningún momento una demostración científica, no necesita
convertirse en un pálido reflejo de la verdad.
La
intuición que debe guiar nuestra acción es la fidelidad a Vaticano II, su camino y
sus promesas. Una perspectiva
dialogal y abierta va a permitirle a la Iglesia ir realizando las
aspiraciones sociales y morales que brotan del Concilio. Es decir, una
transformación en nuestras concepciones filosóficas va a permitir que estas
aspiraciones, la opción por la persona del pobre y la promoción de las
libertades humanas, tomen su verdadero valor entre nosotros.
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