La
ética de la función pública forma parte de una rama de la ética denominada “ética
aplicada”. Esta rama constituye un nuevo enfoque que surge en los Estados
Unidos de América en la década de 1960 y
consiste en la especificación de pautas
de conducta y exigencias que se imponen a ámbitos específicos del quehacer
científico y de las prácticas profesionales. Brenda Almond, co-fundadora de la Sociedad de
Filosofía Aplicada, señala que la ética
aplicada constituye el examen filosófico, desde un punto de vista moral, de
cuestiones concretas de la vida práctica y pública de juicio moral.
En la actualidad, la ética
aplicada se ha diversificado ampliamente y ha ingresado a un sinnúmero de
actividades humanas de carácter científico, profesional y de interés público,
desde la ética profesional a la ética
vinculada al cuidado del medioambiente. De
este manera, por ejemplo, en el cambo de la investigación médica y genética, la bioética coloca los límites y exigencias
morales a la investigación biológica y trata sobre una serie de temas
problemáticos propio de la actividad de los científicos y de la aplicación
técnica de los avances alcanzados por las ciencias. Un ejemplo lo constituye el problema de la
clonación humana o de los productos transgénicos. La cuestión de la
manipulación genética abre el espacio de una discusión ética amplia.
Lo mismo sucede con las
diferentes profesiones. Por ejemplo, los
abogados o los contadores se encuentran
frente a exigencias éticas que se derivan de su propia profesión y que
responden a problemas que brotan de ésta. Otros ejemplos lo constituyen la
ética de las empresas o los negocios, la ética de las relaciones políticas, la
ética de los medios de comunicación, la ética de las diferentes profesiones
(periodistas, abogados, médicos, educadores, entre otros). Resulta también ser
un área importante de la ética aplicada aquella que concierne a la
responsabilidad moral que las personas y los Estados tienen respecto de los
demás seres del planeta (por ejemplo, la exigencia de disminuir el sufrimiento
propinado a los animales, como el caso de las corridas de toros o las peleas de
gallos o la utilización de animales vivos en las escuelas de medicina para
observar al abierto el funcionamiento de determinados sistemas como el
respiratorio), el problema de la extinción de especies animales a causa de la
intervención de la mano del hombre o la responsabilidad frente al medioambiente
en general (el efecto invernadero, la emisión de gases tóxicos o las pruebas
químicas en las profundidades marinas para la innovación en armas).
En cambio la ética o la moral,
en un sentido amplio, tiene que ver con
exigencias de conducta y orientaciones para la vida de las personas en general,
independiente a qué se dediquen o cuáles sean sus campos profesionales. Así,
mientras que seguir el código de ética y reflexionar sobre éste es propio de la
ética aplicada al ejercicio del derecho o del periodismo, la veracidad y la
rectitud de conducta, así como la orientación de la vida hacia ciertos bienes
morales fundamentales compete a la vida moral de las personas. La ética
aplicada busca, pues, modular y ver los
caminos de aplicación de las exigencias generales de la ética o la moral en los
distintos campos de acción profesional o científica.
La ética aplicada a los
servidores públicos supone un cambio esencial en las actitudes de cada
funcionario que se traduce en actos concretos orientados hacia el interés
púbico[1].
Los funcionarios públicos, en el cumplimiento de su trabajo, tienen ciertas
exigencias éticas en virtud del servicio civil que realizan. Dicho servicio
tiene una conexión profunda con las instituciones de una sociedad democrática.
El Estado para el que los funcionarios públicos trabajan es un Estado
Democrático de Derecho. En éste, la legitimidad de las instituciones públicas
se funda en la voluntad popular que los ciudadanos expresan a través de una
serie de mecanismos propio de las sociedades democráticas, mecanismos que pasan
desde el voto, la consulta popular y la deliberación pública sobre cuestiones
de interés. Es en este sentido que los funcionarios públicos devienen en servidores públicos. Dicha
transformación se encuentra motivada por el hecho de que, en una democracia la
soberanía reside en los ciudadanos y que los funcionarios públicos se deben a
ese soberano que es la ciudadanía en general. De este modo, en una sociedad
democrática, el Estado y todas sus instituciones brotan – por decirlo de algún
modo – del poder soberano que la ciudadanía representa.
En los últimos años se ha vuelto
necesaria esta ética de la función pública por a) los casos de corrupción y
malas prácticas, b) por la necesidad de constituir una administración pública
más eficaz y por c) las exigencias y demandas que provienen de la sociedad
civil. Estas necesidades surgen debido a que la Administración Pública no basta
con saberes técnicos, sino que requiere de dos componentes adicionales que son
fundamentales. Un componente ético, constituido por buenas prácticas en la
función pública, además de un componente político, articulado por una
estructura democrática.
La ética de la función pública
es, entonces, la ética aplicada a las prácticas
del funcionario público. De acuerdo a la ley, la ética de la función pública
está constituida por el Código de Ética de la Función Pública (Ley 27815 – Art.
4°) y se encuentra dirigido a personas definidas del siguiente modo: “...se
considera como empleado público a todo funcionario o servidor de las entidades
de la Administración Pública, en cualquiera de los niveles jerárquicos sea éste
nombrado, contratado, designado, de confianza o electo que desempeñe
actividades o funciones en nombre del servicio del Estado”. Desde una perspectiva ética, el bien
principal de quienes ejercen función pública en un Estado democrático
es el servicio a los ciudadanos. Así, ser servidor público implica una doble
responsabilidad: en tanto que persona y en tanto servidor público. En tanto
persona debe conducirse según las exigencias de la ética general mientras que,
en tanto funcionario público debe ceñirse a las exigencias propias del servidor
público. Aunque esta doble responsabilidad corresponde a todo profesional, en
el caso del funcionario público se acentúa debido a que representa al Estado
frente a la ciudadanía y a personas
extranjeras ya sea que residen en el territorio nacional o estén de
visita en el país.
Ahora bien, la
ética de la función pública tiene puntos críticos. Entre ellos destacan tres
áreas: a) El área de la transparencia y la publicidad de la información; b) el
área de la neutralidad y la imparcialidad en la toma de decisiones políticas y
en política de adquisiciones de bienes y servicios, y c) el área de la probidad
en el uso de recursos públicos. En este sentido, es necesario que la actividad
del funcionario público sea transparente y el funcionario público debe brindar
la información de manera clara a los ciudadanos. En este sentido, también los
funcionarios públicos deben de dotar de información clara y rendir cuentas ante
la ciudadanía, en general. La rendición de cuentas ante los ciudadanos
garantiza que su función corresponda a la de un Estado Democrático.
A fin de hacer
frente a estos aspectos críticos se hace necesario tomar medidas que garanticen
la eficiencia y eficacia en el ejercicio de la función, así como el buen trato y el trato preferente al ciudadano
además de la apertura a mecanismos de participación y control ciudadanos. Al
mismo tiempo se requieren de aspectos institucionales importantes. En este
sentido, se hace necesario la construcción de una “infraestructura ética”
en las instituciones. Algunos elementos propuestos por la Organización para la
Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) son los siguientes: Compromiso
y voluntad políticos; marco legal efectivo; mecanismos de responsabilidad; códigos
de conducta; socialización y formación profesional; condiciones de trabajo
adecuadas.