lunes, 1 de septiembre de 2014

Ética y ciudadanía democrática

Una de las ideas centrales de nuestras sociedades democráticas es aquella que señala que las personas tiene algo que llamamos dignidad. La dignidad distingue a las personas de las cosas de una manera radical. Una cosa puede ser utilizada como un instrumento o un medio para que podamos conseguir nuestras metas u objetivos. Por ejemplo, un lapicero puede ser utilizado sin ningún problema para escribir sobre una hoja de papel, o puedo desechar la hoja si me parece adecuado. En cambio, las personas nunca pueden ser utilizadas como un medio o instrumento para conseguir mis fines. La dignidad cubre de un halo sagrado – por decirlo de alguna manera – a las personas.

Esta idea de la dignidad es una intuición profunda de nuestro mundo moderno y contemporáneo que se basa en la constitución de una sociedad democrática en la cual las personas son entendidas como ciudadanos que son iguales ante la ley y son libres. La idea de dignidad puede encontrar muchos intentos de justificación. Por ejemplo, el filósofo alemán Immanuel Kant señalaba que ésta se funda en el hecho de que las personas, como seres racionales, son capaces de producir las exigencias morales de manera completamente autónoma. El cristianismo sostiene que, por el hecho de ser hijos de Dios todos somos dignos. Y pensadores contemporáneos sostienen que la dignidad se deriva del hecho de que el ser humano es un ser sensible, capaz de sufrir dolor físico y psíquico.  Podríamos decir que todos razones son diferentes maneras metafóricas que apuntan a que, en nuestro mundo, nosotros consideramos que hay algo de inviolable en todo ser humano.

Tal vez, la mejor manera de entender lo que significa la dignidad sea tener presente el proceso histórico que puso esa idea en el centro de nuestras consideraciones más importantes. En el mundo anterior al advenimiento de la sociedad moderna, las personas no gozaban de una consideración moral igualitaria. En la sociedad medieval las personas se encontraban, más bien, divididas en dos grupos o castas, división que tenía implicancias morales, sociales y políticas profundas.  Una pequeña élite, formada por nobles, reyes y sacerdotes,  era la que gobernaba la sociedad. En cambio, la gran multitud, eran considerados plebeyos y constituían el pueblo llano, el cual era políticamente insignificante.

Esta élite, constituida por los nobles y sacerdotes, tenía derechos y prerrogativas especiales que se  justificaban por su supuesto contacto con lo sagrado. Ellos estaban más próximos al mundo sacro que Dios había constituido.  Políticamente hablando, eran los destinados a gobernar; socialmente hablando, gozaban del prestigio social por el sólo hecho de haber nacido en una familia noble o ser sacerdotes; y en lo referente a lo moral, gozaban de consideraciones especiales que podemos resumir con el término “honor”.  De esta manera, la sociedad medieval otorgaba títulos honoríficos a grupos reducidos de personas por el hecho de que ellas pertenecían a familias nobles. El lenguaje moral de honor estás vinculado a términos como “príncipes”, “duques”, condes”, etc. Lo propio de ese lenguaje es que el honor es algo que debe repartirse sólo a un grupo pequeño porque, de lo contrario, perdería su sentido. Un ejemplo que podría aclarar esto es el siguiente. El Estado peruano tiene un título honorífico, la “Orden del Sol”,  que se entrega a personas que destacan de manera especial por su trayectoria. Si el Estado repartiese ese título a todas las personas de manera indiscriminada, éste perdería su sentido.

Los títulos honoríficos de representan reconocimientos que la sociedad medieval entregaba a algunas personas por su adscripción social. Pero son el surgimiento de la sociedad democrática moderna se disuelven la distinción entre nobles y plebeyos, y por lo tanto los términos honoríficos basados en el nacimiento o en lo sagrado pierden su significado completamente. Esto hace que las formas de reconocimiento anteriores colapsen y que se tenga que buscar nuevas formas para expresar la consideración que se da a todos los ciudadanos por igual dentro de la democracia. Es por ello que se pasó del lenguaje del honor al lenguaje de la dignidad igualitaria. Este nuevo lenguaje se basa en la idea de que todas las personas merecen el mismo reconocimiento y consideración. Por ello se ha reemplazado términos como “duque” y “conde” por el de Sr., Sra.  y Srta. En nuestro mundo actual todas las personas son tratadas con los mismos términos de reconocimiento en virtud de que todos son dignos por igual.

La idea moral de dignidad tiene consecuencias políticas y sociales claras. En términos políticos, la dignidad se expresa en el hecho de que el Estado considera a todos los ciudadanos como libres e iguales ante la ley, y tienen los mismos deberes y responsabilidades. Pero no debemos olvidas dos cosas. La primera es que la base de ese reconocimiento legal y político tiene como base la idea moral de dignidad. Y la segunda es que la idea moral de dignidad es fruto de un proceso histórico de aprendizaje social y cultural. Pero la igualdad en derechos y libertades no significa la homogenización de las personas dentro de la sociedad. Éstas son diferentes en muchos aspectos. Pero hay dos aspectos relevantes para nuestra reflexión. En primer lugar,  existen desigualdades sociales que son fruto del poder que unos tiene sobre otros por sus posiciones en el mercado, o por pertenecer a culturas discriminadas, o por hablar una lengua de poco prestigio social, o tener alguna discapacidad física o mental. Es por ello que el Estado debe tener políticas públicas en beneficio de los menos favorecidos. En segundo lugar, los ciudadanos son diferentes puesto que abrazan diferentes creencias religiosas y laicas, o tienen diferentes culturas. En este segundo sentido, es necesario que el Estado tenga en cuenta el pluralismo de la sociedad.

Por pluralismo se entiende el que en una sociedad democrática convivan diferentes grupos que tienen visiones de la vida  diferentes pero que acepten las presencia de las demás. La tolerancia entre los grupos diferentes hace  que en la sociedad exista un  pluralismo razonable. Claro está, la tolerancia no debe ser absoluta, sino que debe tratarse de una tolerancia razonable.  Ésta consiste en aceptar la convivencia entre grupos que no tienen como propósito eliminar la pluralidad de la sociedad. Si algún grupo intenta llegar al poder político para eliminar a quienes no piensan como él (como era el caso de Sendero Luminoso), dicho grupo no es razonable, y no debe ser tolerado en una sociedad democrática.

De esta manera, podemos ver que la ciudadanía democrática tiene dos caras. La primera es el reconocimiento de la libertad y la igualdad ante la ley, mientras que la segunda es el reconocimiento de la pluralidad razonable. La primera cara enfatiza los sentidos relevantes en los que la igualdad entre los ciudadanos y la segunda subraya aquellos aspectos en que el reconocimiento de las diferencias son importantes; todo ello en aras de hacer valer la dignidad de las personas. Es por ello que las leyes reconocen ambos aspectos.

 Ahora bien, cada grupo, cultura o religión dentro de la sociedad tiene sus propios valores. Pero, respecto de esto hay que tener en cuenta tres cosas que son muy importantes. El primero es que la dignidad sirve como un principio moral fundamental que sirve para organizar los valores que los miembros de un grupo tengan y para discernir entre ellos. El segundo, es que tales valores son valores privados o domésticos, en el sentido que  son válidos sólo dentro del grupo, pero no pueden usarse para organizar la sociedad en su conjunto. El tercero es que la sociedad democrática se organiza sobre la base de valores públicos como el de la tolerancia razonable, los derechos fundamentales, la igualdad de respeto, el rechazo de la esclavitud, entre otros. Estos valores públicos son el foco de un acuerdo político básico entre los diferentes grupos dentro de la democracia. De esta manera, los valores públicos ponen condiciones y limitaciones a los valores privados o domésticos. En virtud de esta condición limitativa, los grupos no pueden alegar el que tiene ciertos valores que exigen a sus miembros someterse a maltrato físico, a esclavitud o a persecución por sus ideas.

La idea de que los valores públicos son el foco del acuerdo social básico trae consigo la exigencia de que los ciudadanos deben de cooperar en el funcionamiento de la sociedad democrática. Es por ello que los ciudadanos deben participar en la fiscalización del ejercicio del poder político, estando al tanto de las acciones del gobierno y del funcionamiento del Estado. En este sentido, los ciudadanos no pueden refugiarse en sus negocios y asuntos particulares, sino que deben de velar porque las cuestiones públicas funcionen. De otro modo, se arriesgan a que su vida privada sufra limitaciones en sus libertades y pierda calidad.  


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