La ilustración fue un gran movimiento cultural, político y filosófico que se dio en varios países europeos durante el siglo XVIII. Los centros más importantes en los que dicho movimiento se desarrolló han sido Francia, Inglaterra y Alemania, aunque también en otros lugares como en Italia se desarrollaron focos de ilustración.
En Francia la ilustración adquiere un cariz político que se expresó en un movimiento revolucionario en 1789. La Revolución Francesa llevó al plano de la acción política muchas ideas filosóficas y políticas que se fueron gestando durante el siglo XVIII. Una de estas grandes ideas es la de la democratización del conocimiento. Dicha idea se encarnó en el proyecto de los intelectuales denominados “enciclopedistas”, entre los que destacan Diderot y D’Alembert. Ellos produjeron la Enciclopedia, que es pensada como un libro a través del cual todos los ciudadanos pueden tener a disposición todo el conocimiento más importante de la época. Se trata de una verdadera democratización del saber a través del cual todas las personas podían estar al tanto de los conocimientos que antes estaba reservado a las élites sacerdotales y políticas.
Pero junto con las ideas y proyectos de los enciclopedistas encontramos las ideas de un gran filósofo nacido en Ginebra pero que produce sus obras en Francia: Jean-Jacques Rousseau. Con un tono radicalmente anti aristocrático Rousseau firma varios de sus ensayos importantes como J-J Rousseau, ciudadano de Ginebra. De esta manera iba a contracorriente, en el ambiente cultural francófono de firmar las publicaciones adjuntando los títulos nobiliarios de los autores. Como bien había detectado Rousseau, el título nobiliario pertenecía a una cultura aristocrática caracterizada por un régimen de prerrogativas especiales de carácter político y social. Desde el punto de vista político, los títulos nobiliarios que la cultura aristocrática defiende señalan que quienes lo detentan se encuentran en condiciones de ocupar el poder político por haber nacido en una cuna noble. En el plano social, los títulos nobiliarios representaban una sociedad donde las diferencias entre las personas relevantes eran aquellas que colocaban a unos bajo la subordinación de otros, y a mano des desprecio de los que ocupan las posiciones más altas en el sistema de castas. De esta manera, el “título” de ciudadano, que Rousseau reclama para sí y para toda persona un trato político radicalmente igualitario, que se expresa en la idea de igualdad ante la ley; mientras que desde el plano social, el término ciudadano exige que las desigualdades relevantes entre las personas estén recubiertas de un respeto universal que se denomina dignidad, de tal manera, que aunque los ciudadanos sean diferentes unos a otros, ya sea por sexo, opción sexual, creencia religiosa, capacidades físicas o intelectuales, nadie se abrogue el derecho humillar y despreciar al otro por el hecho de ser diferente.
Rousseau, quien en sus Confesiones reconoce haber caído en la cuenta, desde muy temprana edad, de que las personas son iguales a pasar de sus diferencias, escribe un libro clave para el pensamiento jurídico y político moderno, El contrato social. En él se plantea, entre otras, la idea de que el Estado de un país se encuentra dividido en tres poderes fundamentales, el ejecutivo, el legislativo y el judicial; y que el poder verdaderamente soberano era el legislativo, pues este se encargaba de producir las leyes. Pero hay algo más: el poder legislativo si bien era un poder del Estado, éste canalizaba la voluntad de toda la ciudadanía, de manera que el verdadero poder legítimo, es decir, el poder soberano, residía en lo que Rousseau denominaba “Voluntad Popular”. La Voluntad Popular resulta de la articulación de la voluntad política de todos los ciudadanos que confluyen en hacer valer los valores fundamentales de la vida pública, como son la igualdad ante la ley, la solidaridad entre los ciudadanos, la libertad de cada persona, entre otros.
La idea de la soberanía popular que se expresa en Rousseau, junto con los esfuerzos de democratización del conocimiento llevado a cabo por los gestores de la enciclopedia motivaros a los agentes de la revolución que cancelaron de manera violenta el antiguo régimen, donde la sociedad se articulaba en torno de un conjunto de prerrogativas especiales, y abrieron paso a un nuevo régimen, el republicano, donde los ciudadanos con considerados como iguales. La historia francesa de fines del siglo XVIII e inicios del siglo XIX da cuenta que no sólo la revolución se encuentra signada por la figura de la guillotina y la denominada época del terror impuesto por Robespierre, y el desarrollo posterior del Imperio llevado a cabo por Napoleón Bonaparte. Pero ello no quiere decir que tanto la guillotina como el terror, como el imperio, sean consecuencias necesarias de las ideas republicanas y la exigencia de la igualdad en derechos. Creer eso es caer en la celada planeada por los pensadores conservadores que hoy en día cunden no sólo en el Perú, sino en todo el mundo. La evidencia histórica y la escena contemporánea dan cuenta de que en otros lugares la constitución de Estados republicanos o Estados democráticos de Derecho –que es otro nombre que podemos usar para referirnos a los Estados republicanos- ha sido sumamente positiva y fructífera.
En Inglaterra la ilustración adquiere un rostro socioeconómico y moral. Uno de los grandes representantes es Adam Smith, ampliamente conocido por un libro titulado De la riqueza de las naciones. En dicha obra Smith señala que en las ya florecientes relaciones económicas que la burguesía inglesa había generado era necesario que los funcionarios del estado no intervinieran a fin de que la sociedad prospera económicamente. Estas relaciones económicas que la burguesía había generado y que habían impregnado toda la sociedad habían generado lo que se conoce como el mercado. Smith, siguiendo una idea que era muy extendida en la época, señalaba que cuando las personas perseguían sus intereses particulares, y especialmente los de carácter económico, ello redundaba en el beneficio de toda la sociedad. Había, pues, una especie de fuerza de gravedad que conducía todos los esfuerzos e intereses particulares en beneficio del bien y la prosperidad social. Pero para que esto pueda funcionar adecuadamente era necesario que el Estado no intervenga en el mercado con el fin de regularlo. El mismo mercado contiene los mecanismos para autorregularse, a través de la relación entre la oferta y la demanda. Dicho mecanismo regula automáticamente los precios de los productos ofrecidos en el mercado, como la cantidad de productos que se deben poner a disposición. Además, la competencia en el mercado haría que la oferta de productos mejore en calidad y en costos.
En todo esto Adam Smith expresa una idea que ya provenía de John Locke, y que es una idea fundamental del liberalismo político. Se trata de la idea de que la esfera del poder político y la esfera del mercado son independientes y que no deben interferirse entre sí. Ya Locke, en el siglo XVI, en su Tratado sobre la tolerancia señalaba que el Estado y la Iglesia representan esferas de distribución de bienes completamente distintos, en las que de distribuyen bienes distintos a través de agentes distintos siguiendo criterios distintos. En el Estado se distribuye el bien poder político, y quienes lo distribuyen son los ciudadanos a través de un criterio que es el voto, mientras que en la Iglesia el bien que se distribuye son los medios para la salvación, a través de los sacerdotes y ministros de la Iglesia, por medio de los sacramentos. Cuando el soberano del Estado ingresa a la esfera de la Iglesia pasa señalar qué creencias religiosas deben tener las personas se produce lo que Locke había denominado “tiranía”. A través de esa interferencia el estado coapta la conciencia de las personas y le sustrae la libertad de creencia. La separación entre las esteras del Estado y la Iglesia da, de esta manera, nacimiento a la libertad de creencia religiosa. Al mismo tiempo, el evitar que los ministros de las Iglesias intervengan para determinar las decisiones políticas del Estado, protege que los ciudadanos se encuentren sujetos a la tiranía de la Iglesia sobre el Estado. Con ello Locke da nacimiento al liberalismo político que tiene como fin evitar y combatir todo tipo de tiranía.
Este mismo principio liberal es utilizado por Adam Smith en el siglo XVIII para evitar la tiranía del poder político del Estado sobre el mercado. De acuerdo con este principio de separación de esferas, los funcionarios no pueden intervenir en el mercado para definir el precio de los productos, o qué tipos de productos deben ingresar al mercado, o quienes tienen derecho a comprar y vender en el mercado. Con esto el liberalismo político busca defender una libertad fundamental, que es la libertad económica de las personas. Pero a menudo se confunde aquí el liberalismo político, que constituye el auténtico liberalismo, con una deformación de raigambre tiránica que es mal llamada “neoliberalismo económico”. Éste es un falso liberalismo porque defiende la idea de que el poder del dinero debe perforar todas las esferas de la vida social y política de un país enredando todas las relaciones humanas en la tiranía del dinero.
El mismo Adam Smith había señalado que no todo se encontraba a venta en el mercado. De hecho, bienes como los títulos universitarios, la salvación o el amor no se encuentran a venta en el mercado. Cuando el dinero ingresa en la esfera del amor, por ejemplo, genera una tiranía que produce lo que conocemos como prostitución. Pero esto también ofrece un criterio normativo para el funcionamiento de una institución, como es la universidad: de una parte, cuando las universidades distribuyen títulos universitarios no por el criterio del mérito de los estudiantes, sino por el dinero, ello hace que el dinero corrompa la institución de la Universidad, o sino cuando las universidades se convierten en Sociedades Anónimas o en instituciones con fines de lucro, el dinero perfora a la institución desnaturalizándola completamente, puesto que de esa manera, la Universidad pierde una libertad fundamental, que es la libertad de pensamiento de los profesores y estudiantes.
Pero Adam Smith no solo de aboco al estudio de la economía, sino que escribió además un importante libro titulado La teoría de los sentimientos morales que desarrolla un tema importante que la tradición de pensamiento inglesa del siglo XVIII ha estado desarrollando. En esta tradición se encuentran los filósofos David Hume –quien fue amigo de Adam Smith-, Francis Hutcheson y Samuel Butler, entre otros. La teoría de los sentimientos morales señala que al igual que existen en los seres humanos sentimientos de placer o desagrado, también existen cierta clase de sentimientos de carácter moral que son la indignación y la vergüenza. Al contemplar una escena donde una persona es maltratada o se comente injusticia contra ella se genera en nosotros el sentimiento moral de indignación. Del mismo modo, al encontrarme en falta con otro se genera en mí el sentimiento moral de vergüenza. Pero ambos sentimientos morales son posibles gracias a un ejercicio de la imaginación que me permite ponerse en el lugar de la otra persona y representarme las vivencias que se encuentra en su interior. La capacidad de asumir la posición del otro se hace posible gracias al cultivo de la empatía, que es una expansión del espíritu humano.
La empatía no es algo ni espontaneo ni automático, sino que se cultiva. Por esa razón Hume señalaba que era importante que una persona tenga una vida social amplia que le permita comprender las vivencias de sus congéneres y compañeros de sociedad. De ese modo Hume establece una distinción entre las auténticas virtudes sociales y las falsas virtudes monacales. Las virtudes sociales tienen su centro en la apertura del espíritu de una persona a las vivencias de los demás y hacen posible la empatía, en cambio las falsas virtudes monacales impulsan a las personas a apartamiento de la vida social y a la dedicación exclusiva a un Dios que termina siendo abstracto y que no se muestra en los sufrimientos y en la suerte de los demás seres humanos. Esas aparentes virtudes monacales no son otra cosa que vicios de la peor especie que conducen a la estrechez del espíritu y a la generación de sufrimiento de las personas a través de un conjunto de normas que se presentan como divinas y que son profundamente inhumanas.
Pero junto a la reflexión sobre la empatía, Adam Smith ha desarrollado una reflexión en torno a lo que denomina el “observador imparcial”. Frente a la extendida creencia de que el juez, al momento de hacer justicia debe ser completamente neutral y asumir un modelo de la justicia como ciega a las circunstancias que viven las personas, el “observador imparcial” se encuentra representado por el juez que tiene la tiene los ojos bien abiertos para ver la situación y comprender los dramas humanos que las personas que exigen justicia están viviendo. No por ello el juez debe identificarse con las víctimas, sino, que teniendo en cuenta la experiencias vitales de las mismas cuenta con la posibilidad de tomar distancia de lo que observó e iniciar un proceso reflexivo que incorpore tales elementos para el momento de emitir una sentencia. Este ejercicio humaniza la labor del juez sin que por ello se produzca una parcialización, porque el momento de la reflexión ofrece la debida distancia para que lo último no ocurra. Este proceso de sensibilización del juez no cancela la necesidad de que la justicia deba ser imparcial, de modo que la necesidad de que el juez necesite ser sensible a las vivencias de los implicados no significa que deba parcializarse con la parte que comparte sus creencias religiosas, morales o filosóficas. La imparcialidad de la justicia se encuentra garantizada incluso en la exigencia del “observador imparcial”.
Esta necesidad de la sensibilidad del juez para con las partes se justifica por el hecho de que la justicia es algo que se imparte entre personas y no entre cosas, como pueden ser las piedras, que carecen de biografía y de vivencias internas. Es en ese sentido, que siguiendo la pista de las ideas de Hume y de Smith sobre los sentimientos morales la filósofa contemporánea Martha Nussbaum ha señalado recientemente que resulta de suma importancia establecer una relación entre el derecho y la literatura, intuición que ha sido recogida por varias escuelas de derecho en varios países. La literatura, especialmente la novela, cuenta con la posibilidad de que el lector (y los abogados y juristas) entren en el mundo interno de los personajes y experimenten una identificación reflexiva en relación a ellos. Ello hace que los abogados y juristas pasen de ser simples operadores ciegos del derecho a convertirse en profesionales a carta cabal. Pero no sólo la novela, sino también el cine, la poesía, la pintura, la escultura, la historia y la demás disciplinas humanas contienen el potencial de enriquecer la vida de los juristas y abogados para que puedan ser mejores personas, encontrarse más protegidos ante la tentación de la corrupción y puedan hacer valer la justicia entre los seres humanos.
No está de más señalar que los falsamente llamados “neoliberales económicos”, que de liberales no tienen absolutamente nada, pues abogan por la tiranía del dinero sobre las demás esferas sociales, se hayan centrado en estudiar, a través manuales simplificadores, las ideas de La riqueza de las naciones y hayan desconocido u ocultado el libro de la Teoría de los sentimientos morales. La causa de ese desinterés por el segundo libro de Adam Smith reside en el hecho de que la apelación a la empatía y la consideración respecto de los demás limita el desarrollo del capitalismo carente de escrúpulos, limitación desde instancias internas al mismo mercado. Con todo resulta, además necesario, que el mercado encuentre, por parte del Estado, ciertas regulaciones, por medio de la recaudación tributaria y una mínima regulación de las contrataciones –como el establecimiento de un salario mínimo, ciertas condiciones dignas de trabajo y un conjunto de derechos sociales de los trabajadores- que hagan valer las aspiraciones a la justicia social. Tales regulaciones estatales no significan en absoluto, como los defensores del capitalismo sin regulación, la tiranía del poder político del Estado sobre el mercado, sino la realización del anhelo liberal de evitar la tiranía del poder del dinero sobre las demás esferas de vida social, como son la salud, la educación, las condiciones de vida dignas dentro del hogar que son garantizadas por la política redistributiva.
Durante muchos siglos sucedía con Alemania algo sumamente curioso: siempre llegaba tarde a los acontecimientos políticos, paro siempre ha estado a la vanguardia en el pensamiento, especialmente en el pensamiento filosófico. En el aspecto político, Alemania, junto con Italia, son los últimos países europeos en constituirse en Estados; sin embargo es el Alemania donde se sistematiza en conceptos, es decir, se piensa y reflexiona seriamente, lo que significa la ilustración. Y el filósofo que llevó esa reflexión a su máxima expresión es Immanuel Kant.
Kant acierta en presentar la ilustración como el momento histórico en el que la razón instaura lo que denomina Crítica. El siglo XVIII es el siglo de la “Crítica” (o , como lo señala D’Alembert, el siglo de la filosofía). Dicho término proviene del griego kritein, que quiere decir discernimiento o enjuiciamiento. La Crítica, lo señala claramente Kant en su obra más importante –Crítica de la razón pura- , no es la crítica de los libros o de los sistemas filosóficos, sino que constituye el esfuerzo de la razón para instaurar un tribunal que permita establecer qué conocimientos poseemos de manera legítimamente y cuáles son introducidos de extra perlo. El veredicto de aquél tribunal de la razón, que es la crítica, señala con claridad que sólo podemos tener de manera legítima conocimientos respecto de la experiencia, de manera que sobre todo aquello que desborda el ámbito de la experiencia humana no es posible tener conocimiento alguno. Todo aquél que asegure tener conocimientos sobre objetos metafísicos, como Dios, el alma, la naturaleza humana, y sobre la base de ello pretenda someter bajo su dominio a las otras personas, no sólo está mintiendo, sino que intenta instaurar una dominación despótica.
La ilustración es, pues, una consecuencia de la Crítica, y consiste en la remoción de todo poder despótico. O, mejor aún, la ilustración es abrir la vida de las personas a la conciencia de que la dominación despótica de las Iglesias o de las monarquías absolutas, no cuentan con justificación alguna, pues tales poderes fácticos no cuentan con la base que reclaman para sí: el conocimiento tanto de la voluntad de Dios como de la naturaleza humana. En ese sentido Kant define la ilustración como la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad. La minoría de edad significa aquí la incapacidad de utilizar la capacidad de razonar sin la guía de otros. Antes de la ilustración las personas no tomaban las decisiones más importantes recurriendo a su propia reflexión, sino arriados por lo que otros, revestidos del halo de autoridad religiosa, política o moral, les indicaban. De esa manera, las personas declinaban su capacidad de pensar, pues se les había hecho creer que existían misterios trascendentes que ellos no estaban en condiciones de conocer, razón por la cual debían dejarse conducir por aquellas autoridades que sí tenían el conocimiento adecuado para conducir a todos a su realización y felicidad. Es por ello que tales autoridades se oponían fervientemente a dejar a los hombres en libertad para decidir, pues es más fácil establecer un dominio despótico sobre ellos si se les sustrae la libertad de pensar. El argumento de esas autoridades despóticas era el siguiente: puesto que nosotros conocemos la naturaleza humana y la voluntad de Dios, y por ello sabemos qué va ha hacer felices a las personas, no debemos de permitir que ellas tomen decisiones por sí mismas, pues el uso de su libertad no puede más que ir en contra de su propia felicidad, puesto que ellos desconocen o que nosotros conocemos.
La ilustración consiste, precisamente, en liberarse de esas andaderas en las que esos poderes despóticos y tutelares habían puestos a los seres humanos. Y esa liberación consiste en la posibilidad de volverse autónomos. La autonomía significa la capacidad de darse leyes a sí mismos, gracias al ejercicio de su propia razón. Así, los seres humanos determinan por sí mismos tanto las normas morales como las jurídicas, de manera completamente independiente de lo que las autoridades religiosas o civiles, o la tradición, o el libro sagrado señalen. Pero esa exigencia de independencia respecto de la tradición o de la religión no significa para Kant una negación radical ambas. Kant es capaz de reconocer la distinción entre la “tradición” y el “tradicionalismo”. El tradicionalismo representa una política de combatir toda transformación de maneras de pensar y de costumbres y hábitos sedimentados por la presión de los poderes despóticos. En contra de eso la tradición es algo vivo que se transmite de generación en generación. Lo que caracteriza la transmisión de la tradición es precisamente que su centro se encuentra la libertad: los mayores entregan la tradición de manera libre y los menores la reciben con libertad. En esa transmisión, las nuevas generaciones gozan de la libertad para transformar y recrear la tradición que reciben.
Pero también frente a la religión, la concepción de la ilustración que Kant presenta no consiste en el rechazo de y combate contra la religión. Ciertamente, Kant cancela toda posibilidad de la demostración de la existencia de Dios, de tal manera que todos los argumentos para demostrar la existencia de Dios son desbaratados en la Crítica de la razón pura. Pero esa imposibilidad también va hacia el otro sentido: tampoco es posible demostrar la no existencia de Dios. Con ello Kant, en vez de conducirnos al ateísmo, nos conduce al agnosticismo. El ateísmo supone el conocimiento de la no existencia de Dios. El agnosticismo, en cambio, no supone ningún conocimiento. En este sentido, la Crítica, al colocar los límites al saber y al conocimiento, abre las puertas a la fe. Por fe no se debe tomarse de la manera en que comúnmente se entiende, a saber, como un conocimiento más poderoso que cualquier otro saber. Los defensores de la interpretación tradicionalista de la religión han creado la ilusión de que la fe consiste en conocer algo que no se puede constatar. La fe, en esta visión consiste en un poder epistémico más poderoso que el saber. En cambio, para Kant, la fe no consiste en una especie de superconocimiento de lo no evidente, sino en una esperanza de alcanzar la realización. Así, para Kant, la fe no es una certeza sino una esperanza.
Respecto de la religión y el secularismo, la ilustración y la sociedad contemporánea que de ella se deriva, nos conduce a dos caminos diferentes. El primero es el camino francés, que tiene su fuente en Rousseau, el cual asume el secularismo de la sociedad como una religión apoyada por el Estado. Por esta manera de concebir la secularización se prohíbe tanto que las instituciones públicas como los ciudadanos que las frecuentan ostenten símbolos religiosos; de tal manera que lo religioso se arrincona a las iglesias, los templos o a los hogares de los creyentes. La segunda opción que asume la secularización, que tiene su inspiración en Kant, considera que las instituciones públicas, como las escuelas públicas y los ministerios, no deben ostentar símbolos religiosos pero los ciudadanos cuentan con el pleno derecho de hacerlo. La diferencia de la posición francesa y la de los seguidores de Kant tiene como base el debate de si los creyentes religiosos son necesariamente supersticiosos y bárbaros. Kant nos ayuda a comprender que si la creencia religiosa es asumida libre y reflexivamente, es una creencia válida y respetable. En cambio, el camino francés considera que todo creyente es necesariamente supersticioso. Planteadas así las cosas, uno puede legítimamente preguntarse, ¿de qué lado está la barbarie, el salvajismo y la superstición?
Como ya hemos señalado, la ilustración conduce a la autonomía de las personas, y se trata de la posibilidad de darse por sí mismos las normas morales y jurídicas. Las normas morales son producidas por medio de un procedimiento que Kant denomina Imperativo Categórico, que exige que intentemos universalizar sin caer en contradicción una máxima de acción. Las normas morales se producen por medio de un procedimiento que Kant denomina Uso Público de la Razón, que exige que los ciudadanos examinen las normas del derecho para ver si pueden darles sus consentimiento en conciencia. Ambos procedimientos coinciden en que exigen de las personas que realicen una reflexión sobre (y examen de) las normas que provienen de la sociedad o del Estado para someterla al tribunal de la Crítica. El resultado de esta reflexión es el hacer valer el principio de la libertad moral y jurídica de las personas.
Con estos conceptos Kant lleva a su punto culminante el proyecto de la ilustración del siglo XVIII. Desde principios del siglo XIX, el romanticismo se presentó como un movimiento de cuestionamiento del proyecto de la ilustración, el cual se fortaleció durante el siglo XIX y principios XX. Incluso durante mediados del siglo XX encontramos a un crítico mordaz de la modernidad y de la ilustración en Michel Foucault, quien sostiene que es necesario someter a una ilustración a la misma ilustración, y someter a la crítica la misma crítica. En la filosofía reciente, dos filósofos sumamente influyentes en la cultura actual, ha revalorado determinados aspectos de la ilustración: el alemán Jürgen Habermas y el norteamericano Richard Rorty. Habermas sostiene que, en contra de lo que afirmen los filósofos denominados postmodernos, la modernidad y la ilustración no se han acabado, sino que se trata de un proyecto inconcluso que es necesario proseguir para que pueda cumplir con su promesa de emancipación social y cultural de las sociedades contemporáneas de las coacciones en las que el poder administrativo del Estado y el poder económico del mercado la mantienen. Es por esa razón que Habermas sostiene que es necesario potenciar otro tipo de poder que proviene de la sociedad civil, el poder comunicativo. Dicho poder puede hacer frente a los otros poderes que imponen coacciones a la vida social y permitir la emancipación de la sociedad.
Rorty, por su parte, es un crítico radical del pensamiento de Kant, porque encuentra inaceptable la metafísica trascendental que el filósofo de Könisberg defendía. No obstante el filósofo norteamericano considera que es posible, necesario y urgente seguir valorando las aspiraciones de la ilustración, especialmente, las aspiraciones de una sociedad emancipada del poder del dinero, y la de la libertad y la igualdad política. Rorty encuentra que dichas aspiraciones se encuentran encarnadas en la cultura de los derechos humanos. De esta manera, si bien Rorty rechaza la epistemología y la metafísica de la ilustración, sigue apoyando las aspiraciones sociales, culturales y políticas de la misma, recurriendo a herramientas filosóficas diferentes como son las que ofrece el neopragmatismo.
De esta manera, Habermas y Rorty, así como otros filósofos contemporáneos que siguen en la misma línea de pensamiento, hacen patente que la ilustración sigue siendo un proyecto vigente en cuanto a sus exigencias y sus aspiraciones respecta. Si bien hay muchos agentes políticos que procuran desmontar la ilustración para volver al pasado, al antiguo régimen, en el cual las personas eran consideradas desiguales en derechos y libertades, en el que la religión dominante organizaba la vida política y social de occidente. Si bien los agentes defensores del pensamiento ultramontano y reaccionario tienen hoy en día una presencia inusitada, tanto en las instituciones centrales de las sociedades contemporáneas, como en los foros académicos y en las cátedras universitarias; si bien esa fuerza nefasta está presente, la ilustración y su proyecto siempre vigente sigue irradiando su resplandor bajo la forma de fuerza utópica, pensamiento emancipador y proyecto político palpitante.
En Francia la ilustración adquiere un cariz político que se expresó en un movimiento revolucionario en 1789. La Revolución Francesa llevó al plano de la acción política muchas ideas filosóficas y políticas que se fueron gestando durante el siglo XVIII. Una de estas grandes ideas es la de la democratización del conocimiento. Dicha idea se encarnó en el proyecto de los intelectuales denominados “enciclopedistas”, entre los que destacan Diderot y D’Alembert. Ellos produjeron la Enciclopedia, que es pensada como un libro a través del cual todos los ciudadanos pueden tener a disposición todo el conocimiento más importante de la época. Se trata de una verdadera democratización del saber a través del cual todas las personas podían estar al tanto de los conocimientos que antes estaba reservado a las élites sacerdotales y políticas.
Pero junto con las ideas y proyectos de los enciclopedistas encontramos las ideas de un gran filósofo nacido en Ginebra pero que produce sus obras en Francia: Jean-Jacques Rousseau. Con un tono radicalmente anti aristocrático Rousseau firma varios de sus ensayos importantes como J-J Rousseau, ciudadano de Ginebra. De esta manera iba a contracorriente, en el ambiente cultural francófono de firmar las publicaciones adjuntando los títulos nobiliarios de los autores. Como bien había detectado Rousseau, el título nobiliario pertenecía a una cultura aristocrática caracterizada por un régimen de prerrogativas especiales de carácter político y social. Desde el punto de vista político, los títulos nobiliarios que la cultura aristocrática defiende señalan que quienes lo detentan se encuentran en condiciones de ocupar el poder político por haber nacido en una cuna noble. En el plano social, los títulos nobiliarios representaban una sociedad donde las diferencias entre las personas relevantes eran aquellas que colocaban a unos bajo la subordinación de otros, y a mano des desprecio de los que ocupan las posiciones más altas en el sistema de castas. De esta manera, el “título” de ciudadano, que Rousseau reclama para sí y para toda persona un trato político radicalmente igualitario, que se expresa en la idea de igualdad ante la ley; mientras que desde el plano social, el término ciudadano exige que las desigualdades relevantes entre las personas estén recubiertas de un respeto universal que se denomina dignidad, de tal manera, que aunque los ciudadanos sean diferentes unos a otros, ya sea por sexo, opción sexual, creencia religiosa, capacidades físicas o intelectuales, nadie se abrogue el derecho humillar y despreciar al otro por el hecho de ser diferente.
Rousseau, quien en sus Confesiones reconoce haber caído en la cuenta, desde muy temprana edad, de que las personas son iguales a pasar de sus diferencias, escribe un libro clave para el pensamiento jurídico y político moderno, El contrato social. En él se plantea, entre otras, la idea de que el Estado de un país se encuentra dividido en tres poderes fundamentales, el ejecutivo, el legislativo y el judicial; y que el poder verdaderamente soberano era el legislativo, pues este se encargaba de producir las leyes. Pero hay algo más: el poder legislativo si bien era un poder del Estado, éste canalizaba la voluntad de toda la ciudadanía, de manera que el verdadero poder legítimo, es decir, el poder soberano, residía en lo que Rousseau denominaba “Voluntad Popular”. La Voluntad Popular resulta de la articulación de la voluntad política de todos los ciudadanos que confluyen en hacer valer los valores fundamentales de la vida pública, como son la igualdad ante la ley, la solidaridad entre los ciudadanos, la libertad de cada persona, entre otros.
La idea de la soberanía popular que se expresa en Rousseau, junto con los esfuerzos de democratización del conocimiento llevado a cabo por los gestores de la enciclopedia motivaros a los agentes de la revolución que cancelaron de manera violenta el antiguo régimen, donde la sociedad se articulaba en torno de un conjunto de prerrogativas especiales, y abrieron paso a un nuevo régimen, el republicano, donde los ciudadanos con considerados como iguales. La historia francesa de fines del siglo XVIII e inicios del siglo XIX da cuenta que no sólo la revolución se encuentra signada por la figura de la guillotina y la denominada época del terror impuesto por Robespierre, y el desarrollo posterior del Imperio llevado a cabo por Napoleón Bonaparte. Pero ello no quiere decir que tanto la guillotina como el terror, como el imperio, sean consecuencias necesarias de las ideas republicanas y la exigencia de la igualdad en derechos. Creer eso es caer en la celada planeada por los pensadores conservadores que hoy en día cunden no sólo en el Perú, sino en todo el mundo. La evidencia histórica y la escena contemporánea dan cuenta de que en otros lugares la constitución de Estados republicanos o Estados democráticos de Derecho –que es otro nombre que podemos usar para referirnos a los Estados republicanos- ha sido sumamente positiva y fructífera.
En Inglaterra la ilustración adquiere un rostro socioeconómico y moral. Uno de los grandes representantes es Adam Smith, ampliamente conocido por un libro titulado De la riqueza de las naciones. En dicha obra Smith señala que en las ya florecientes relaciones económicas que la burguesía inglesa había generado era necesario que los funcionarios del estado no intervinieran a fin de que la sociedad prospera económicamente. Estas relaciones económicas que la burguesía había generado y que habían impregnado toda la sociedad habían generado lo que se conoce como el mercado. Smith, siguiendo una idea que era muy extendida en la época, señalaba que cuando las personas perseguían sus intereses particulares, y especialmente los de carácter económico, ello redundaba en el beneficio de toda la sociedad. Había, pues, una especie de fuerza de gravedad que conducía todos los esfuerzos e intereses particulares en beneficio del bien y la prosperidad social. Pero para que esto pueda funcionar adecuadamente era necesario que el Estado no intervenga en el mercado con el fin de regularlo. El mismo mercado contiene los mecanismos para autorregularse, a través de la relación entre la oferta y la demanda. Dicho mecanismo regula automáticamente los precios de los productos ofrecidos en el mercado, como la cantidad de productos que se deben poner a disposición. Además, la competencia en el mercado haría que la oferta de productos mejore en calidad y en costos.
En todo esto Adam Smith expresa una idea que ya provenía de John Locke, y que es una idea fundamental del liberalismo político. Se trata de la idea de que la esfera del poder político y la esfera del mercado son independientes y que no deben interferirse entre sí. Ya Locke, en el siglo XVI, en su Tratado sobre la tolerancia señalaba que el Estado y la Iglesia representan esferas de distribución de bienes completamente distintos, en las que de distribuyen bienes distintos a través de agentes distintos siguiendo criterios distintos. En el Estado se distribuye el bien poder político, y quienes lo distribuyen son los ciudadanos a través de un criterio que es el voto, mientras que en la Iglesia el bien que se distribuye son los medios para la salvación, a través de los sacerdotes y ministros de la Iglesia, por medio de los sacramentos. Cuando el soberano del Estado ingresa a la esfera de la Iglesia pasa señalar qué creencias religiosas deben tener las personas se produce lo que Locke había denominado “tiranía”. A través de esa interferencia el estado coapta la conciencia de las personas y le sustrae la libertad de creencia. La separación entre las esteras del Estado y la Iglesia da, de esta manera, nacimiento a la libertad de creencia religiosa. Al mismo tiempo, el evitar que los ministros de las Iglesias intervengan para determinar las decisiones políticas del Estado, protege que los ciudadanos se encuentren sujetos a la tiranía de la Iglesia sobre el Estado. Con ello Locke da nacimiento al liberalismo político que tiene como fin evitar y combatir todo tipo de tiranía.
Este mismo principio liberal es utilizado por Adam Smith en el siglo XVIII para evitar la tiranía del poder político del Estado sobre el mercado. De acuerdo con este principio de separación de esferas, los funcionarios no pueden intervenir en el mercado para definir el precio de los productos, o qué tipos de productos deben ingresar al mercado, o quienes tienen derecho a comprar y vender en el mercado. Con esto el liberalismo político busca defender una libertad fundamental, que es la libertad económica de las personas. Pero a menudo se confunde aquí el liberalismo político, que constituye el auténtico liberalismo, con una deformación de raigambre tiránica que es mal llamada “neoliberalismo económico”. Éste es un falso liberalismo porque defiende la idea de que el poder del dinero debe perforar todas las esferas de la vida social y política de un país enredando todas las relaciones humanas en la tiranía del dinero.
El mismo Adam Smith había señalado que no todo se encontraba a venta en el mercado. De hecho, bienes como los títulos universitarios, la salvación o el amor no se encuentran a venta en el mercado. Cuando el dinero ingresa en la esfera del amor, por ejemplo, genera una tiranía que produce lo que conocemos como prostitución. Pero esto también ofrece un criterio normativo para el funcionamiento de una institución, como es la universidad: de una parte, cuando las universidades distribuyen títulos universitarios no por el criterio del mérito de los estudiantes, sino por el dinero, ello hace que el dinero corrompa la institución de la Universidad, o sino cuando las universidades se convierten en Sociedades Anónimas o en instituciones con fines de lucro, el dinero perfora a la institución desnaturalizándola completamente, puesto que de esa manera, la Universidad pierde una libertad fundamental, que es la libertad de pensamiento de los profesores y estudiantes.
Pero Adam Smith no solo de aboco al estudio de la economía, sino que escribió además un importante libro titulado La teoría de los sentimientos morales que desarrolla un tema importante que la tradición de pensamiento inglesa del siglo XVIII ha estado desarrollando. En esta tradición se encuentran los filósofos David Hume –quien fue amigo de Adam Smith-, Francis Hutcheson y Samuel Butler, entre otros. La teoría de los sentimientos morales señala que al igual que existen en los seres humanos sentimientos de placer o desagrado, también existen cierta clase de sentimientos de carácter moral que son la indignación y la vergüenza. Al contemplar una escena donde una persona es maltratada o se comente injusticia contra ella se genera en nosotros el sentimiento moral de indignación. Del mismo modo, al encontrarme en falta con otro se genera en mí el sentimiento moral de vergüenza. Pero ambos sentimientos morales son posibles gracias a un ejercicio de la imaginación que me permite ponerse en el lugar de la otra persona y representarme las vivencias que se encuentra en su interior. La capacidad de asumir la posición del otro se hace posible gracias al cultivo de la empatía, que es una expansión del espíritu humano.
La empatía no es algo ni espontaneo ni automático, sino que se cultiva. Por esa razón Hume señalaba que era importante que una persona tenga una vida social amplia que le permita comprender las vivencias de sus congéneres y compañeros de sociedad. De ese modo Hume establece una distinción entre las auténticas virtudes sociales y las falsas virtudes monacales. Las virtudes sociales tienen su centro en la apertura del espíritu de una persona a las vivencias de los demás y hacen posible la empatía, en cambio las falsas virtudes monacales impulsan a las personas a apartamiento de la vida social y a la dedicación exclusiva a un Dios que termina siendo abstracto y que no se muestra en los sufrimientos y en la suerte de los demás seres humanos. Esas aparentes virtudes monacales no son otra cosa que vicios de la peor especie que conducen a la estrechez del espíritu y a la generación de sufrimiento de las personas a través de un conjunto de normas que se presentan como divinas y que son profundamente inhumanas.
Pero junto a la reflexión sobre la empatía, Adam Smith ha desarrollado una reflexión en torno a lo que denomina el “observador imparcial”. Frente a la extendida creencia de que el juez, al momento de hacer justicia debe ser completamente neutral y asumir un modelo de la justicia como ciega a las circunstancias que viven las personas, el “observador imparcial” se encuentra representado por el juez que tiene la tiene los ojos bien abiertos para ver la situación y comprender los dramas humanos que las personas que exigen justicia están viviendo. No por ello el juez debe identificarse con las víctimas, sino, que teniendo en cuenta la experiencias vitales de las mismas cuenta con la posibilidad de tomar distancia de lo que observó e iniciar un proceso reflexivo que incorpore tales elementos para el momento de emitir una sentencia. Este ejercicio humaniza la labor del juez sin que por ello se produzca una parcialización, porque el momento de la reflexión ofrece la debida distancia para que lo último no ocurra. Este proceso de sensibilización del juez no cancela la necesidad de que la justicia deba ser imparcial, de modo que la necesidad de que el juez necesite ser sensible a las vivencias de los implicados no significa que deba parcializarse con la parte que comparte sus creencias religiosas, morales o filosóficas. La imparcialidad de la justicia se encuentra garantizada incluso en la exigencia del “observador imparcial”.
Esta necesidad de la sensibilidad del juez para con las partes se justifica por el hecho de que la justicia es algo que se imparte entre personas y no entre cosas, como pueden ser las piedras, que carecen de biografía y de vivencias internas. Es en ese sentido, que siguiendo la pista de las ideas de Hume y de Smith sobre los sentimientos morales la filósofa contemporánea Martha Nussbaum ha señalado recientemente que resulta de suma importancia establecer una relación entre el derecho y la literatura, intuición que ha sido recogida por varias escuelas de derecho en varios países. La literatura, especialmente la novela, cuenta con la posibilidad de que el lector (y los abogados y juristas) entren en el mundo interno de los personajes y experimenten una identificación reflexiva en relación a ellos. Ello hace que los abogados y juristas pasen de ser simples operadores ciegos del derecho a convertirse en profesionales a carta cabal. Pero no sólo la novela, sino también el cine, la poesía, la pintura, la escultura, la historia y la demás disciplinas humanas contienen el potencial de enriquecer la vida de los juristas y abogados para que puedan ser mejores personas, encontrarse más protegidos ante la tentación de la corrupción y puedan hacer valer la justicia entre los seres humanos.
No está de más señalar que los falsamente llamados “neoliberales económicos”, que de liberales no tienen absolutamente nada, pues abogan por la tiranía del dinero sobre las demás esferas sociales, se hayan centrado en estudiar, a través manuales simplificadores, las ideas de La riqueza de las naciones y hayan desconocido u ocultado el libro de la Teoría de los sentimientos morales. La causa de ese desinterés por el segundo libro de Adam Smith reside en el hecho de que la apelación a la empatía y la consideración respecto de los demás limita el desarrollo del capitalismo carente de escrúpulos, limitación desde instancias internas al mismo mercado. Con todo resulta, además necesario, que el mercado encuentre, por parte del Estado, ciertas regulaciones, por medio de la recaudación tributaria y una mínima regulación de las contrataciones –como el establecimiento de un salario mínimo, ciertas condiciones dignas de trabajo y un conjunto de derechos sociales de los trabajadores- que hagan valer las aspiraciones a la justicia social. Tales regulaciones estatales no significan en absoluto, como los defensores del capitalismo sin regulación, la tiranía del poder político del Estado sobre el mercado, sino la realización del anhelo liberal de evitar la tiranía del poder del dinero sobre las demás esferas de vida social, como son la salud, la educación, las condiciones de vida dignas dentro del hogar que son garantizadas por la política redistributiva.
Durante muchos siglos sucedía con Alemania algo sumamente curioso: siempre llegaba tarde a los acontecimientos políticos, paro siempre ha estado a la vanguardia en el pensamiento, especialmente en el pensamiento filosófico. En el aspecto político, Alemania, junto con Italia, son los últimos países europeos en constituirse en Estados; sin embargo es el Alemania donde se sistematiza en conceptos, es decir, se piensa y reflexiona seriamente, lo que significa la ilustración. Y el filósofo que llevó esa reflexión a su máxima expresión es Immanuel Kant.
Kant acierta en presentar la ilustración como el momento histórico en el que la razón instaura lo que denomina Crítica. El siglo XVIII es el siglo de la “Crítica” (o , como lo señala D’Alembert, el siglo de la filosofía). Dicho término proviene del griego kritein, que quiere decir discernimiento o enjuiciamiento. La Crítica, lo señala claramente Kant en su obra más importante –Crítica de la razón pura- , no es la crítica de los libros o de los sistemas filosóficos, sino que constituye el esfuerzo de la razón para instaurar un tribunal que permita establecer qué conocimientos poseemos de manera legítimamente y cuáles son introducidos de extra perlo. El veredicto de aquél tribunal de la razón, que es la crítica, señala con claridad que sólo podemos tener de manera legítima conocimientos respecto de la experiencia, de manera que sobre todo aquello que desborda el ámbito de la experiencia humana no es posible tener conocimiento alguno. Todo aquél que asegure tener conocimientos sobre objetos metafísicos, como Dios, el alma, la naturaleza humana, y sobre la base de ello pretenda someter bajo su dominio a las otras personas, no sólo está mintiendo, sino que intenta instaurar una dominación despótica.
La ilustración es, pues, una consecuencia de la Crítica, y consiste en la remoción de todo poder despótico. O, mejor aún, la ilustración es abrir la vida de las personas a la conciencia de que la dominación despótica de las Iglesias o de las monarquías absolutas, no cuentan con justificación alguna, pues tales poderes fácticos no cuentan con la base que reclaman para sí: el conocimiento tanto de la voluntad de Dios como de la naturaleza humana. En ese sentido Kant define la ilustración como la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad. La minoría de edad significa aquí la incapacidad de utilizar la capacidad de razonar sin la guía de otros. Antes de la ilustración las personas no tomaban las decisiones más importantes recurriendo a su propia reflexión, sino arriados por lo que otros, revestidos del halo de autoridad religiosa, política o moral, les indicaban. De esa manera, las personas declinaban su capacidad de pensar, pues se les había hecho creer que existían misterios trascendentes que ellos no estaban en condiciones de conocer, razón por la cual debían dejarse conducir por aquellas autoridades que sí tenían el conocimiento adecuado para conducir a todos a su realización y felicidad. Es por ello que tales autoridades se oponían fervientemente a dejar a los hombres en libertad para decidir, pues es más fácil establecer un dominio despótico sobre ellos si se les sustrae la libertad de pensar. El argumento de esas autoridades despóticas era el siguiente: puesto que nosotros conocemos la naturaleza humana y la voluntad de Dios, y por ello sabemos qué va ha hacer felices a las personas, no debemos de permitir que ellas tomen decisiones por sí mismas, pues el uso de su libertad no puede más que ir en contra de su propia felicidad, puesto que ellos desconocen o que nosotros conocemos.
La ilustración consiste, precisamente, en liberarse de esas andaderas en las que esos poderes despóticos y tutelares habían puestos a los seres humanos. Y esa liberación consiste en la posibilidad de volverse autónomos. La autonomía significa la capacidad de darse leyes a sí mismos, gracias al ejercicio de su propia razón. Así, los seres humanos determinan por sí mismos tanto las normas morales como las jurídicas, de manera completamente independiente de lo que las autoridades religiosas o civiles, o la tradición, o el libro sagrado señalen. Pero esa exigencia de independencia respecto de la tradición o de la religión no significa para Kant una negación radical ambas. Kant es capaz de reconocer la distinción entre la “tradición” y el “tradicionalismo”. El tradicionalismo representa una política de combatir toda transformación de maneras de pensar y de costumbres y hábitos sedimentados por la presión de los poderes despóticos. En contra de eso la tradición es algo vivo que se transmite de generación en generación. Lo que caracteriza la transmisión de la tradición es precisamente que su centro se encuentra la libertad: los mayores entregan la tradición de manera libre y los menores la reciben con libertad. En esa transmisión, las nuevas generaciones gozan de la libertad para transformar y recrear la tradición que reciben.
Pero también frente a la religión, la concepción de la ilustración que Kant presenta no consiste en el rechazo de y combate contra la religión. Ciertamente, Kant cancela toda posibilidad de la demostración de la existencia de Dios, de tal manera que todos los argumentos para demostrar la existencia de Dios son desbaratados en la Crítica de la razón pura. Pero esa imposibilidad también va hacia el otro sentido: tampoco es posible demostrar la no existencia de Dios. Con ello Kant, en vez de conducirnos al ateísmo, nos conduce al agnosticismo. El ateísmo supone el conocimiento de la no existencia de Dios. El agnosticismo, en cambio, no supone ningún conocimiento. En este sentido, la Crítica, al colocar los límites al saber y al conocimiento, abre las puertas a la fe. Por fe no se debe tomarse de la manera en que comúnmente se entiende, a saber, como un conocimiento más poderoso que cualquier otro saber. Los defensores de la interpretación tradicionalista de la religión han creado la ilusión de que la fe consiste en conocer algo que no se puede constatar. La fe, en esta visión consiste en un poder epistémico más poderoso que el saber. En cambio, para Kant, la fe no consiste en una especie de superconocimiento de lo no evidente, sino en una esperanza de alcanzar la realización. Así, para Kant, la fe no es una certeza sino una esperanza.
Respecto de la religión y el secularismo, la ilustración y la sociedad contemporánea que de ella se deriva, nos conduce a dos caminos diferentes. El primero es el camino francés, que tiene su fuente en Rousseau, el cual asume el secularismo de la sociedad como una religión apoyada por el Estado. Por esta manera de concebir la secularización se prohíbe tanto que las instituciones públicas como los ciudadanos que las frecuentan ostenten símbolos religiosos; de tal manera que lo religioso se arrincona a las iglesias, los templos o a los hogares de los creyentes. La segunda opción que asume la secularización, que tiene su inspiración en Kant, considera que las instituciones públicas, como las escuelas públicas y los ministerios, no deben ostentar símbolos religiosos pero los ciudadanos cuentan con el pleno derecho de hacerlo. La diferencia de la posición francesa y la de los seguidores de Kant tiene como base el debate de si los creyentes religiosos son necesariamente supersticiosos y bárbaros. Kant nos ayuda a comprender que si la creencia religiosa es asumida libre y reflexivamente, es una creencia válida y respetable. En cambio, el camino francés considera que todo creyente es necesariamente supersticioso. Planteadas así las cosas, uno puede legítimamente preguntarse, ¿de qué lado está la barbarie, el salvajismo y la superstición?
Como ya hemos señalado, la ilustración conduce a la autonomía de las personas, y se trata de la posibilidad de darse por sí mismos las normas morales y jurídicas. Las normas morales son producidas por medio de un procedimiento que Kant denomina Imperativo Categórico, que exige que intentemos universalizar sin caer en contradicción una máxima de acción. Las normas morales se producen por medio de un procedimiento que Kant denomina Uso Público de la Razón, que exige que los ciudadanos examinen las normas del derecho para ver si pueden darles sus consentimiento en conciencia. Ambos procedimientos coinciden en que exigen de las personas que realicen una reflexión sobre (y examen de) las normas que provienen de la sociedad o del Estado para someterla al tribunal de la Crítica. El resultado de esta reflexión es el hacer valer el principio de la libertad moral y jurídica de las personas.
Con estos conceptos Kant lleva a su punto culminante el proyecto de la ilustración del siglo XVIII. Desde principios del siglo XIX, el romanticismo se presentó como un movimiento de cuestionamiento del proyecto de la ilustración, el cual se fortaleció durante el siglo XIX y principios XX. Incluso durante mediados del siglo XX encontramos a un crítico mordaz de la modernidad y de la ilustración en Michel Foucault, quien sostiene que es necesario someter a una ilustración a la misma ilustración, y someter a la crítica la misma crítica. En la filosofía reciente, dos filósofos sumamente influyentes en la cultura actual, ha revalorado determinados aspectos de la ilustración: el alemán Jürgen Habermas y el norteamericano Richard Rorty. Habermas sostiene que, en contra de lo que afirmen los filósofos denominados postmodernos, la modernidad y la ilustración no se han acabado, sino que se trata de un proyecto inconcluso que es necesario proseguir para que pueda cumplir con su promesa de emancipación social y cultural de las sociedades contemporáneas de las coacciones en las que el poder administrativo del Estado y el poder económico del mercado la mantienen. Es por esa razón que Habermas sostiene que es necesario potenciar otro tipo de poder que proviene de la sociedad civil, el poder comunicativo. Dicho poder puede hacer frente a los otros poderes que imponen coacciones a la vida social y permitir la emancipación de la sociedad.
Rorty, por su parte, es un crítico radical del pensamiento de Kant, porque encuentra inaceptable la metafísica trascendental que el filósofo de Könisberg defendía. No obstante el filósofo norteamericano considera que es posible, necesario y urgente seguir valorando las aspiraciones de la ilustración, especialmente, las aspiraciones de una sociedad emancipada del poder del dinero, y la de la libertad y la igualdad política. Rorty encuentra que dichas aspiraciones se encuentran encarnadas en la cultura de los derechos humanos. De esta manera, si bien Rorty rechaza la epistemología y la metafísica de la ilustración, sigue apoyando las aspiraciones sociales, culturales y políticas de la misma, recurriendo a herramientas filosóficas diferentes como son las que ofrece el neopragmatismo.
De esta manera, Habermas y Rorty, así como otros filósofos contemporáneos que siguen en la misma línea de pensamiento, hacen patente que la ilustración sigue siendo un proyecto vigente en cuanto a sus exigencias y sus aspiraciones respecta. Si bien hay muchos agentes políticos que procuran desmontar la ilustración para volver al pasado, al antiguo régimen, en el cual las personas eran consideradas desiguales en derechos y libertades, en el que la religión dominante organizaba la vida política y social de occidente. Si bien los agentes defensores del pensamiento ultramontano y reaccionario tienen hoy en día una presencia inusitada, tanto en las instituciones centrales de las sociedades contemporáneas, como en los foros académicos y en las cátedras universitarias; si bien esa fuerza nefasta está presente, la ilustración y su proyecto siempre vigente sigue irradiando su resplandor bajo la forma de fuerza utópica, pensamiento emancipador y proyecto político palpitante.