lunes, 15 de septiembre de 2014

Ética de la función pública

 La ética de la función pública forma parte de una rama de la ética denominada “ética aplicada”. Esta rama constituye un nuevo enfoque que surge en los Estados Unidos de América en la década de 1960  y  consiste en la especificación de pautas de conducta y exigencias que se imponen a ámbitos específicos del quehacer científico y de las prácticas profesionales.  Brenda Almond, co-fundadora de la Sociedad de Filosofía Aplicada,  señala que la ética aplicada constituye el examen filosófico, desde un punto de vista moral, de cuestiones concretas de la vida práctica y pública de juicio moral.
En la actualidad, la ética aplicada se ha diversificado ampliamente y ha ingresado a un sinnúmero de actividades humanas de carácter científico, profesional y de interés público, desde la  ética profesional a la ética vinculada al cuidado del medioambiente.  De este manera, por ejemplo, en el cambo de la investigación médica y genética,  la bioética coloca los límites y exigencias morales a la investigación biológica y trata sobre una serie de temas problemáticos propio de la actividad de los científicos y de la aplicación técnica de los avances alcanzados por las ciencias.  Un ejemplo lo constituye el problema de la clonación humana o de los productos transgénicos. La cuestión de la manipulación genética abre el espacio de una discusión ética amplia.
Lo mismo sucede con las diferentes profesiones.  Por ejemplo, los abogados  o los contadores se encuentran frente a exigencias éticas que se derivan de su propia profesión y que responden a problemas que brotan de ésta. Otros ejemplos lo constituyen la ética de las empresas o los negocios, la ética de las relaciones políticas, la ética de los medios de comunicación, la ética de las diferentes profesiones (periodistas, abogados, médicos, educadores, entre otros). Resulta también ser un área importante de la ética aplicada aquella que concierne a la responsabilidad moral que las personas y los Estados tienen respecto de los demás seres del planeta (por ejemplo, la exigencia de disminuir el sufrimiento propinado a los animales, como el caso de las corridas de toros o las peleas de gallos o la utilización de animales vivos en las escuelas de medicina para observar al abierto el funcionamiento de determinados sistemas como el respiratorio), el problema de la extinción de especies animales a causa de la intervención de la mano del hombre o la responsabilidad frente al medioambiente en general (el efecto invernadero, la emisión de gases tóxicos o las pruebas químicas en las profundidades marinas para la innovación en armas).
En cambio la ética o la moral, en un  sentido amplio, tiene que ver con exigencias de conducta y orientaciones para la vida de las personas en general, independiente a qué se dediquen o cuáles sean sus campos profesionales. Así, mientras que seguir el código de ética y reflexionar sobre éste es propio de la ética aplicada al ejercicio del derecho o del periodismo, la veracidad y la rectitud de conducta, así como la orientación de la vida hacia ciertos bienes morales fundamentales compete a la vida moral de las personas. La ética aplicada busca, pues,  modular y ver los caminos de aplicación de las exigencias generales de la ética o la moral en los distintos campos de acción profesional o científica.
La ética aplicada a los servidores públicos supone un cambio esencial en las actitudes de cada funcionario que se traduce en actos concretos orientados hacia el interés púbico[1]. Los funcionarios públicos, en el cumplimiento de su trabajo, tienen ciertas exigencias éticas en virtud del servicio civil que realizan. Dicho servicio tiene una conexión profunda con las instituciones de una sociedad democrática. El Estado para el que los funcionarios públicos trabajan es un Estado Democrático de Derecho. En éste, la legitimidad de las instituciones públicas se funda en la voluntad popular que los ciudadanos expresan a través de una serie de mecanismos propio de las sociedades democráticas, mecanismos que pasan desde el voto, la consulta popular y la deliberación pública sobre cuestiones de interés. Es en este sentido que los funcionarios públicos devienen en servidores públicos. Dicha transformación se encuentra motivada por el hecho de que, en una democracia la soberanía reside en los ciudadanos y que los funcionarios públicos se deben a ese soberano que es la ciudadanía en general. De este modo, en una sociedad democrática, el Estado y todas sus instituciones brotan – por decirlo de algún modo – del poder soberano que la ciudadanía representa.
En los últimos años se ha vuelto necesaria esta ética de la función pública por a) los casos de corrupción y malas prácticas, b) por la necesidad de constituir una administración pública más eficaz y por c) las exigencias y demandas que provienen de la sociedad civil. Estas necesidades surgen debido a que la Administración Pública no basta con saberes técnicos, sino que requiere de dos componentes adicionales que son fundamentales. Un componente ético, constituido por buenas prácticas en la función pública, además de un componente político, articulado por una estructura democrática.
La ética de la función pública es, entonces, la ética aplicada a las  prácticas del funcionario público. De acuerdo a la ley, la ética de la función pública está constituida por el Código de Ética de la Función Pública (Ley 27815 – Art. 4°) y se encuentra dirigido a personas definidas del siguiente modo: “...se considera como empleado público a todo funcionario o servidor de las entidades de la Administración Pública, en cualquiera de los niveles jerárquicos sea éste nombrado, contratado, designado, de confianza o electo que desempeñe actividades o funciones en nombre del servicio del Estado. Desde una perspectiva ética, el bien principal de quienes ejercen función pública en un Estado democrático es el servicio a los ciudadanos. Así, ser servidor público implica una doble responsabilidad: en tanto que persona y en tanto servidor público. En tanto persona debe conducirse según las exigencias de la ética general mientras que, en tanto funcionario público debe ceñirse a las exigencias propias del servidor público. Aunque esta doble responsabilidad corresponde a todo profesional, en el caso del funcionario público se acentúa debido a que representa al Estado frente a la ciudadanía y a personas  extranjeras ya sea que residen en el territorio nacional o estén de visita en el país.
Ahora bien, la ética de la función pública tiene puntos críticos. Entre ellos destacan tres áreas: a) El área de la transparencia y la publicidad de la información; b) el área de la neutralidad y la imparcialidad en la toma de decisiones políticas y en política de adquisiciones de bienes y servicios, y c) el área de la probidad en el uso de recursos públicos. En este sentido, es necesario que la actividad del funcionario público sea transparente y el funcionario público debe brindar la información de manera clara a los ciudadanos. En este sentido, también los funcionarios públicos deben de dotar de información clara y rendir cuentas ante la ciudadanía, en general. La rendición de cuentas ante los ciudadanos garantiza que su función corresponda a la de un Estado Democrático.
A fin de hacer frente a estos aspectos críticos se hace necesario tomar medidas que garanticen la eficiencia y eficacia en el ejercicio de la función, así como el buen  trato y el trato preferente al ciudadano además de la apertura a mecanismos de participación y control ciudadanos. Al mismo tiempo se requieren de aspectos institucionales importantes. En este sentido, se hace necesario la construcción de una “infraestructura ética” en las instituciones. Algunos elementos propuestos por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) son los siguientes: Compromiso y voluntad políticos; marco legal efectivo; mecanismos de responsabilidad; códigos de conducta; socialización y formación profesional; condiciones de trabajo adecuadas.




[1] Cf. BAUTISTA, Óscar Diego; La ética y la corrupción de la política y en la función pública.

lunes, 1 de septiembre de 2014

Ética y ciudadanía democrática

Una de las ideas centrales de nuestras sociedades democráticas es aquella que señala que las personas tiene algo que llamamos dignidad. La dignidad distingue a las personas de las cosas de una manera radical. Una cosa puede ser utilizada como un instrumento o un medio para que podamos conseguir nuestras metas u objetivos. Por ejemplo, un lapicero puede ser utilizado sin ningún problema para escribir sobre una hoja de papel, o puedo desechar la hoja si me parece adecuado. En cambio, las personas nunca pueden ser utilizadas como un medio o instrumento para conseguir mis fines. La dignidad cubre de un halo sagrado – por decirlo de alguna manera – a las personas.

Esta idea de la dignidad es una intuición profunda de nuestro mundo moderno y contemporáneo que se basa en la constitución de una sociedad democrática en la cual las personas son entendidas como ciudadanos que son iguales ante la ley y son libres. La idea de dignidad puede encontrar muchos intentos de justificación. Por ejemplo, el filósofo alemán Immanuel Kant señalaba que ésta se funda en el hecho de que las personas, como seres racionales, son capaces de producir las exigencias morales de manera completamente autónoma. El cristianismo sostiene que, por el hecho de ser hijos de Dios todos somos dignos. Y pensadores contemporáneos sostienen que la dignidad se deriva del hecho de que el ser humano es un ser sensible, capaz de sufrir dolor físico y psíquico.  Podríamos decir que todos razones son diferentes maneras metafóricas que apuntan a que, en nuestro mundo, nosotros consideramos que hay algo de inviolable en todo ser humano.

Tal vez, la mejor manera de entender lo que significa la dignidad sea tener presente el proceso histórico que puso esa idea en el centro de nuestras consideraciones más importantes. En el mundo anterior al advenimiento de la sociedad moderna, las personas no gozaban de una consideración moral igualitaria. En la sociedad medieval las personas se encontraban, más bien, divididas en dos grupos o castas, división que tenía implicancias morales, sociales y políticas profundas.  Una pequeña élite, formada por nobles, reyes y sacerdotes,  era la que gobernaba la sociedad. En cambio, la gran multitud, eran considerados plebeyos y constituían el pueblo llano, el cual era políticamente insignificante.

Esta élite, constituida por los nobles y sacerdotes, tenía derechos y prerrogativas especiales que se  justificaban por su supuesto contacto con lo sagrado. Ellos estaban más próximos al mundo sacro que Dios había constituido.  Políticamente hablando, eran los destinados a gobernar; socialmente hablando, gozaban del prestigio social por el sólo hecho de haber nacido en una familia noble o ser sacerdotes; y en lo referente a lo moral, gozaban de consideraciones especiales que podemos resumir con el término “honor”.  De esta manera, la sociedad medieval otorgaba títulos honoríficos a grupos reducidos de personas por el hecho de que ellas pertenecían a familias nobles. El lenguaje moral de honor estás vinculado a términos como “príncipes”, “duques”, condes”, etc. Lo propio de ese lenguaje es que el honor es algo que debe repartirse sólo a un grupo pequeño porque, de lo contrario, perdería su sentido. Un ejemplo que podría aclarar esto es el siguiente. El Estado peruano tiene un título honorífico, la “Orden del Sol”,  que se entrega a personas que destacan de manera especial por su trayectoria. Si el Estado repartiese ese título a todas las personas de manera indiscriminada, éste perdería su sentido.

Los títulos honoríficos de representan reconocimientos que la sociedad medieval entregaba a algunas personas por su adscripción social. Pero son el surgimiento de la sociedad democrática moderna se disuelven la distinción entre nobles y plebeyos, y por lo tanto los términos honoríficos basados en el nacimiento o en lo sagrado pierden su significado completamente. Esto hace que las formas de reconocimiento anteriores colapsen y que se tenga que buscar nuevas formas para expresar la consideración que se da a todos los ciudadanos por igual dentro de la democracia. Es por ello que se pasó del lenguaje del honor al lenguaje de la dignidad igualitaria. Este nuevo lenguaje se basa en la idea de que todas las personas merecen el mismo reconocimiento y consideración. Por ello se ha reemplazado términos como “duque” y “conde” por el de Sr., Sra.  y Srta. En nuestro mundo actual todas las personas son tratadas con los mismos términos de reconocimiento en virtud de que todos son dignos por igual.

La idea moral de dignidad tiene consecuencias políticas y sociales claras. En términos políticos, la dignidad se expresa en el hecho de que el Estado considera a todos los ciudadanos como libres e iguales ante la ley, y tienen los mismos deberes y responsabilidades. Pero no debemos olvidas dos cosas. La primera es que la base de ese reconocimiento legal y político tiene como base la idea moral de dignidad. Y la segunda es que la idea moral de dignidad es fruto de un proceso histórico de aprendizaje social y cultural. Pero la igualdad en derechos y libertades no significa la homogenización de las personas dentro de la sociedad. Éstas son diferentes en muchos aspectos. Pero hay dos aspectos relevantes para nuestra reflexión. En primer lugar,  existen desigualdades sociales que son fruto del poder que unos tiene sobre otros por sus posiciones en el mercado, o por pertenecer a culturas discriminadas, o por hablar una lengua de poco prestigio social, o tener alguna discapacidad física o mental. Es por ello que el Estado debe tener políticas públicas en beneficio de los menos favorecidos. En segundo lugar, los ciudadanos son diferentes puesto que abrazan diferentes creencias religiosas y laicas, o tienen diferentes culturas. En este segundo sentido, es necesario que el Estado tenga en cuenta el pluralismo de la sociedad.

Por pluralismo se entiende el que en una sociedad democrática convivan diferentes grupos que tienen visiones de la vida  diferentes pero que acepten las presencia de las demás. La tolerancia entre los grupos diferentes hace  que en la sociedad exista un  pluralismo razonable. Claro está, la tolerancia no debe ser absoluta, sino que debe tratarse de una tolerancia razonable.  Ésta consiste en aceptar la convivencia entre grupos que no tienen como propósito eliminar la pluralidad de la sociedad. Si algún grupo intenta llegar al poder político para eliminar a quienes no piensan como él (como era el caso de Sendero Luminoso), dicho grupo no es razonable, y no debe ser tolerado en una sociedad democrática.

De esta manera, podemos ver que la ciudadanía democrática tiene dos caras. La primera es el reconocimiento de la libertad y la igualdad ante la ley, mientras que la segunda es el reconocimiento de la pluralidad razonable. La primera cara enfatiza los sentidos relevantes en los que la igualdad entre los ciudadanos y la segunda subraya aquellos aspectos en que el reconocimiento de las diferencias son importantes; todo ello en aras de hacer valer la dignidad de las personas. Es por ello que las leyes reconocen ambos aspectos.

 Ahora bien, cada grupo, cultura o religión dentro de la sociedad tiene sus propios valores. Pero, respecto de esto hay que tener en cuenta tres cosas que son muy importantes. El primero es que la dignidad sirve como un principio moral fundamental que sirve para organizar los valores que los miembros de un grupo tengan y para discernir entre ellos. El segundo, es que tales valores son valores privados o domésticos, en el sentido que  son válidos sólo dentro del grupo, pero no pueden usarse para organizar la sociedad en su conjunto. El tercero es que la sociedad democrática se organiza sobre la base de valores públicos como el de la tolerancia razonable, los derechos fundamentales, la igualdad de respeto, el rechazo de la esclavitud, entre otros. Estos valores públicos son el foco de un acuerdo político básico entre los diferentes grupos dentro de la democracia. De esta manera, los valores públicos ponen condiciones y limitaciones a los valores privados o domésticos. En virtud de esta condición limitativa, los grupos no pueden alegar el que tiene ciertos valores que exigen a sus miembros someterse a maltrato físico, a esclavitud o a persecución por sus ideas.

La idea de que los valores públicos son el foco del acuerdo social básico trae consigo la exigencia de que los ciudadanos deben de cooperar en el funcionamiento de la sociedad democrática. Es por ello que los ciudadanos deben participar en la fiscalización del ejercicio del poder político, estando al tanto de las acciones del gobierno y del funcionamiento del Estado. En este sentido, los ciudadanos no pueden refugiarse en sus negocios y asuntos particulares, sino que deben de velar porque las cuestiones públicas funcionen. De otro modo, se arriesgan a que su vida privada sufra limitaciones en sus libertades y pierda calidad.